El porcentaje de energía eléctrica demandada («bien necesario», se dice), destinado a lo accesorio-destructivo, supera con creces al mínimo porcentaje usado en lo verdaderamente imprescindible. Si lo pensamos detenidamente y analizamos en profundidad, resulta muy poca la energía eléctrica requerida para vivir. De modo que no se hace un uso, en general, por parte de la población, sino que se ejerce un abuso que desemboca en evidente despilfarro, sin tregua. Así, cuando se sale de un apagón brutal, ensayístico, demostrativo, lo primero que el grueso de esa población hace es enchufarse y enchufar, conectarse y conectar y, como quien superase un coma etílico pidiendo más licor, achacando su crisis a… el tamaño o la forma de la botella, o la posible adulteración del producto, o la mala praxis del comerciante, así, el consumidor-despilfarrador de energía eléctrica acusa a un gobierno, un presidente, un lobby, una mano negra, sin pedirse a sí mismo ni una microdosis de responsabilidad.
Hace treinta y cinco, cuarenta años, aún quedaban gran número de hogares sin teléfono; lo excepcional, para muchos, consistía en salir a buscar una cabina (de las cuales había para todos, sin que nadie portara un teléfono encima fuera de casa, ¡ni viajando!). Podían transcurrir días y hasta semanas sin llamada alguna de por medio. Así, hemos convertido lo excepcional en «necesario», condición esta que se abandona, sorprendentemente, en cuanto se va la luz. El apagón nos devuelve la dignidad como especie, nos pone en nuestro lugar, propiciando la interpretación correcta de los conceptos: excepcional, accesorio, necesario, imprescindible. Se acabaron las tonterías y los caprichitos y las excusas. Los adultos han de ocupar sus posiciones y dejar las mamarrachadas para otra ocasión (aunque algunos entran en shock y se acurrucan, abrazados a un dispositivo inteligente sin carga). Los niños son los que mejor lo llevan. El mundo «virtual» y sus problemas artificiales, con sus quimeras y espejismos, esa película anestesianste que todos ansían protagonizar, desaparece y... ¡Sorpresa! ¡Hay vida! (¿Entonces?) El cielo vuelve a plagarse de estrellas y el fuego, en formato cocina y termo de gas, ocupa su puesto privilegiado, como la mayor tecnología natural que nos ha sido regalada. Y si hay luz del día y alguna ventana cerca, el libro, el más avanzado y perfeccionado adelanto tecnológico, ecológico, autónomo, vuelve a las manos del lector esporádico; no así del que decidió, infantilmente y arrastrado por la tendencia común de la masa, deshacerse de «esas cosas con letras» (en esta precisa coyuntura queda palpable la involución, envuelta en ingratitud, de nuestros días: un gran número de lectores no entiende lo que lee ―menos aún si está bien escrito―, siendo incapaz de descifrar ese código extraño que, hace tres décadas, su abuela interpretaba a la perfección). Durante el apagón nos quedamos en casa, o tratamos de volver a ella, pero ponemos en valor, más que nunca, el concepto «hogar», maldiciendo el momento en que lo abandonamos para ir a ninguna parte. El barrio, el entorno más cercano, el bar de la esquina, la tienda, la tenebrosa azotea, la terraza a oscuras, visitada ahora por murciélagos amigos, se presentan como lo que siempre fueron: los rincones más atractivos y valiosos que podemos encontrar. No-hay-otra.
Vuelve la luz y con ella regresa, al contrario de lo que nos dicen en los grandes medios y la calle, la Edad Media (Prehistoria Intelectual, más bien). El consumidor-despilfarrador vuelve a tirarse al pozo de la ineptitud y el infantilismo más insultantes, corre a llamarse a sí mismo (en el fondo) para comentar lo que todos ya conocemos y especular baratamente sobre lo que no; reanuda la lucha por dejar clara SU posición, la más importante de todas, la que le otorga la razón universal; pone cinco lavadoras y enciende seis televisores e inunda la casa de papel higiénico (¿…?). Llegan los comentarios de comentarios, los debates encendidos, las disputas más inverosímiles, como siempre, de la mano de Mr. Ego, mientras el asunto clave a discutir, esto es: lo que se ha venido haciendo y se hace, precisamente, cuando hay luz y «no pasa nada», sigue bajo la mesa, aparentemente invisible. Así, una vez más, otra, se impone el reino de lo accesorio, de lo artificial, de lo falsamente «imprescindible». Pisamos el acelerador eléctrico y nos distanciamos de nuestro lugar en la naturaleza, el cual no podemos eludir, por mucho sueño tecnoespacial que algunos líderes comerciales y tecnodictadores alberguen, olvidando que son y somos de carne y hueso, de aire y agua. Resultado: Koyaanisqatsi.
Mientras escribo, se materializa frente a mí la más elocuente de las alegorías: La imagen surrealista de un empleado municipal luchando con su desbrozadora, a todo gas, humeante, contra una diminuta brizna de musgo enclavada entre dos lozas de la acera, ahí abajo, frente al portal de mi edificio. La escena lo dice todo. Pero esto la inmensa mayoría ni lo ve, ni entiende lo que deseo evidenciar al mencionarlo: se toma tranquilamente por lo que hay, lo más normal del mundo, incuestionable. Y es que por mucho que se cambie de gobierno o dictador, por mucha gente que vaya a la cárcel y mucho que se recicle y muchos olivos que se talen y más terrenos que se expropien para plantar macroplantas fotovoltaicas o molinos de viento, por más minas de tierras raras que se inauguren o abandonen y más Días del Medio Ambiente que se celebren en colegios, residencias de ancianos solos y demás centros de instrucción, si el consumidor a secas (antes ciudadano) sigue aspirando a la despilfarraduría más demencial y asesina, veo muy difícil que salgamos de esta coyuntura. ¿Hacen falta más apagones terapéuticos, iluminadores?
Pdta: Lo que precede es aplicable en toda su extensión a plásticos, químicos, explosivos, aditivos, intermediarios y políticos, de los que el ser animal-humano precisa muy poco (en comparación con la demanda actual) para sobrevivir, vivir y ser feliz, siempre y cuando no sea un enorme egoísta o, lo que es lo mismo, un completo imbécil.