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Borges, Bergoglio y los límites de entender una vida

01 de Mayo de 2025
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Jorge Luis Borges

Santa Fe, 1965. Un profesor de literatura de 29 años, con las mangas de la camisa arremangadas y una sonrisa que delataba un secreto, anuncia a sus alumnos: "Os traeré a un escritor que no necesita presentación". Jorge Mario Bergoglio acababa de tender un puente entre el aula polvorienta del Colegio Inmaculada Concepción y el universo de Jorge Luis Borges. Lo que ocurrió después revelaría una verdad incómoda sobre cómo intentamos entender las vidas ajenas.

Cuando Borges comenzó a hablar, los pupitres dejaron de crujir. El hombre que había reescrito el infinito en El Aleph ahora reducía su voz a un susurro cómplice, transformando el aula en un laberinto de palabras. Bergoglio observaba, fascinado, cómo los ojos de sus alumnos se dilataban ante cada metáfora. Fue entonces cuando cometió el acto de fe que define toda biografía: creyó que podía traspasar el papel y entregarle al genio el alma de esos adolescentes.

Recogió sus cuentos, manuscritos temblorosos llenos de influencias mal digeridas, y se los llevó a Borges. El escritor, en un gesto que nadie esperaba, no solo los elogió, sino que insistió en publicarlos. "Esto es solo el principio", escribió en el prólogo, como si presintiera que la literatura es un virus que, una vez contraído, no tiene cura.

Pero aquí surge la paradoja: ¿cuánto de ese momento entendió realmente Bergoglio? ¿Cuánto entendemos cualquiera de nosotros cuando miramos una vida desde fuera?

Hay una escena que lo desnuda todo: años más tarde, cuando Bergoglio ya era Papa, confesaría que Borges una vez le pidió que lo afeitara. Imaginen la imagen: el joven profesor pasando la cuchilla por el rostro del hombre que había descrito "el incalculable universo", mientras este, ciego, confiaba en sus manos. Era un acto de intimidad radical, casi una metáfora de la empatía: acercarse tanto al otro que uno sostiene su navaja.

Pero cuidado. Esa misma cercanía puede ser un engaño. María Kodama lo vio décadas después, cuando entregó al Papa las obras completas de Borges y él, en un arrebato, revivió al profesor que fue. "Quedó encantado", diría ella. ¿Pero encantado con qué? ¿Con el Borges real o con su propio recuerdo edulcorado?

Toda biografía tropieza con este abismo. Podemos documentar los hechos (el día que Borges visitó el colegio, las palabras exactas del prólogo), pero ¿qué sabemos realmente del aburrimiento de ese niño que fue Bergoglio en misa, de su padre ausente, de los rumores antisemitas que flotaban en el aire? La empatía, como bien intuyó el futuro Papa, es un molino que a menudo muele paja sin grano.

Incluso en aquel encuentro perfecto —el genio y el santo, la literatura y la fe— hay zonas oscuras. ¿Qué pensó Borges realmente de esos cuentos juveniles? ¿Qué sintió Bergoglio cuando, medio siglo después tuvo entre sus manos los libros de quien una vez le confió su rostro?

En 2014, en el Vaticano, dos fantasmas se saludaron: el Papa que pudo ser escritor y la viuda del escritor que fue, en cierto modo, un profeta. Kodama le entregó los libros como quien devuelve un espejo roto. Francisco los aceptó emocionado, pero quizás —solo quizás— en ese instante entendió por fin que algunas vidas no se explican, solo se evocan.

Como los mejores cuentos de Borges, esta historia tiene un final abierto. Nos recuerda que la verdadera empatía no consiste en poseer al otro, sino en aceptar que, por más cerca que estemos, siempre habrá un surco en la sombra que nunca podremos arar.

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