Recordaba el médico investigador Boris Pérez, que no fue hasta el año 1901 cuando se estipuló por decreto que el territorio español se ajustara al horario del Meridiano de Greenwich. Hasta entonces había horas diferentes en Galicia, Madrid y Barcelona, por ejemplo.
Después se volvió a cambiar, ya que durante la Guerra Civil hubo horarios distintos en la zona republicana y en la zona nacional. Fue en el año 1940 cuando se estableció que España se salía de su zona horaria y se regularía por el horario de Berlín.
En 1981 fue cuando se introdujo el cambio de hora de verano e invierno debido a la crisis del petróleo. La crisis de la electricidad prolongó esta situación, y en marzo se adelanta y en octubre se retrasa una hora.
Estos cambios no dejan de ser un problema. Se realizan en sábado para que haya un día, el domingo, de adaptación antes del lunes de trabajo. Pero en algunos casos no se trata de una adaptación fácil.
Boris se puso a calcular cuánto tiempo habría que descontar (o aumentar) a cada minuto para que, al cabo de seis meses se haya atrasado (o adelantado) exactamente una hora. Así no sería necesaria ninguna adaptación.
Boris le contaba a un compañero que había calculado que si a cada minuto se le descontaba (o aumentaba) de manera automática un octavo de segundo, es decir 0,125 segundos, al cabo de seis meses se habría atrasado (o adelantado) exactamente una hora. Su compañero le dijo que era un cálculo inútil y sin interés. Llevarlo a cabo crearía un descontrol mundial.
En ese momento Boris recordó a los mayas, una civilización muy avanzada que realizó cálculos astronómicos con bastantes siglos de antelación. Imaginó a un maya que, paseando por la calle, le contaba a su amigo que había calculado la posición exacta que tendría el planeta Júpiter en el año 2022, e imaginó a ese amigo diciéndole que era un cálculo inútil y sin interés.
Quizás sea cierto, concluyó Boris, pensando que ese maya imaginado pero que pudo existir y Boris mismo tenían algo en común: apreciar la belleza de los cálculos.