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Cancelación, Inquisición y fatwa

15 de Septiembre de 2025
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Cancelación, Inquisición y fatwa. Inquisicion judicial

Soy un científico social y, como tal, me siento obligado a tratar los temas que abordo con objetividad, aunque no con neutralidad. Estoy en contra del control de las ideas y los comportamientos a través de los dispositivos que analizo en este texto, e intentaré explicar por qué. Resulta que, en este caso concreto, hay una razón especial para mi falta de neutralidad. Y es que desde hace tres años soy víctima de una cancelación derivada de una infame calumnia basada en una sórdida cadena de denuncias falsas de las que no he podido defenderme por no encontrar un foro en el que demostrar la falsedad de dicha calumnia. El daño a mi reputación y a mi salud es enorme. Por lo tanto, no puedo ser neutral al analizar este tema. Aun así, intentaré hacerlo con la mayor objetividad posible.

Entiendo por cancelación la prohibición o el silenciamiento formal o informal de un pensamiento o de un pensador por razones de su inconformidad con la ortodoxia política o cultural dominante, razones que, en general, se ocultan y se sustituyen por otras de naturaleza no política y no cultural. Este tipo de control social del pensamiento y de los pensadores tiene una larga historia, fue declarado eliminado o restringido por el surgimiento de la democracia liberal y su principio de libertad de expresión, pero ha vuelto a cobrar intensidad en los últimos tiempos con la llamada «cultura de la cancelación». Implica la exclusión sumaria de lo que se considera controvertido, heterodoxo o simplemente peligroso. Son bien conocidos las cancelaciones de Sócrates, Giordano Bruno, Baruch Espinosa, Damião de Gois, Nikolai Buhkarin, Rosa Luxemburgo, intelectuales opositores a dictaduras civiles y militares de todo tipo, en el período del macartismo en Estados Unidos y, más recientemente, en la llamada cultura del wokeismo y en alguna reacción contra ella. En las sociedades democráticas, cuya característica política esencial es que las ideas controvertidas o heterodoxas no son peligrosas siempre que no impliquen insultos, calumnias o incitaciones a la insurrección antidemocrática, la cancelación debe operar a través de dispositivos ideológicos considerados apolíticos. Los más comunes en el período reciente tienen que ver con la diversidad etnocultural, la sexualidad y la corrupción.

Cancelar es lo contrario de responsabilizar. Responsabilizar implica argumentación, contradicción, proporcionalidad y respeto por la ley, posibilidad de recurso y reparación. Cancelar, por el contrario, implica condenar sin contradicción creíble, silenciar, boicotear, torturar, exiliar, desterrar, matar civil o incluso físicamente, con desprecio por la ley o manipulación total de la ley. Ante esto, la resistencia o la oposición en el proceso de responsabilización es incomparablemente más fácil que en el proceso de cancelación.

La cancelación es el producto de un cierto Zeitgeist, un amplio entorno cultural, social, político y jurídico que deja huellas profundas y duraderas en la sociedad, incluso después de haber dejado de existir formalmente. La cancelación nunca es legítima. Por el contrario, la rendición de cuentas es tanto más urgente cuanto más prevalecen el racismo, el sexismo, la intolerancia, el odio, la difusión de ideas y noticias falsas y las prácticas de supresión de los derechos democráticos (como el derecho a votar y a elegir libremente a quién votar).

La cancelación hoy

La cancelación se asocia hoy en día con el predominio de las redes sociales como una forma de cultura digital popular que tiene por objeto avergonzar públicamente a una figura pública influyente mediante denuncias relativas a la violación no probada de normas de aceptabilidad, moralidad o legalidad, con el objetivo de silenciar o eliminar la influencia de la figura pública en cuestión. La prevalencia de las redes sociales es tal que la diferencia entre la vida real y la vida virtual desaparece, sobre todo entre los jóvenes. Surge una nueva forma de sociabilidad centrada en un individualismo narcisista cuyo espejo es la red (o redes) en la que se integra el individuo. Se trata de la fabricación ultrarrápida de prismas de información y evaluación basados en una confianza participativa cuyas raíces no son más profundas que la superficialidad de las relaciones virtuales.

La cultura de la cancelación tiene cuatro características específicas. La primera característica es la hiperbolización de la denuncia para convertirla en un escándalo público, un escándalo tanto mayor cuanto mayor sea el conocimiento y la influencia públicos de la persona afectada, ya sea un intelectual, un líder político, una «celebridad» o un «influencer». La denuncia en sí misma no significa escándalo. De hecho, puede ser recibida con indiferencia o solo con resentimiento. Para convertirse en escándalo, debe ser procesada por los amplificadores de las redes sociales y los medios de comunicación, que pueden tener intereses propios en su amplificación. En el caso actual, los amplificadores pertenecen predominantemente a las fuerzas políticas de derecha y extrema derecha, y también a algunas fuerzas de izquierda y extrema izquierda cuya única aspiración es ser reconocidas por la derecha.

La segunda característica consiste en exigir una participación acrítica y convertir cualquier crítica en una razón suficiente para cancelar al crítico. El temor que esto genera es el principal motor de la retroalimentación de la cultura de la cancelación. Las compuertas del odio de los usuarios y los amplificadores de las redes se abren e inundan instantáneamente el espacio digital.

La tercera característica consiste en que la denuncia de un comportamiento o idea inaceptable puede ser llevada a cabo por cualquier individuo (real o virtual) que, al hacerlo, se convierte en acusador, juez y ejecutor de la sentencia condenatoria. Como producto de la cultura de la cancelación, el wokeismo se basa en la idea de que la realidad social es una construcción dominada por el poder, la opresión y la identidad grupal. Quien se rebela contra la realidad así construida es siempre considerado el más vulnerable, el que corre más riesgos y, por lo tanto, el que tiene la razón. Denomino síndrome de David contra Goliat a la envidia, no necesariamente consciente, que activa la diferencia de escala de humanidad pública entre quien denuncia y quien es denunciado y se propone invertirla como prueba de que la jerarquía es siempre injusta y que la resignación no es el destino.

La cuarta característica es el hecho de que la cancelación, al igual que el incendio forestal, se propaga sin control. Pero, a diferencia del incendio, nadie se moviliza para apagarlo y solo algunos esperan que el terreno, después de quedar calcinado, vuelva a dejar crecer, tras mucho tiempo, la frágil hierba de la verdad que, por cierto, pocos relacionarán con las causas del incendio anterior. El silenciamiento abrupto inicial del afectado y el posterior olvido son los dos hitos de la cultura de la cancelación.

Mientras impera sin control, la cancelación fusiona el mundo interior de cada participante en una comunidad virtual que opera con lógica de multitud y actúa como cámara de eco. Una vez iniciada la participación, todo lo que la pone en tela de juicio se vuelve indeseable. El rechazo de la diversidad y la complejidad son esenciales para el crecimiento de la comunidad canceladora. La divergencia implica expulsión y cancelación. El silencio ante la denuncia o la pérdida de activismo para difundirla pueden considerarse sospechosos, pero no cuestionan la dinámica de la cancelación.

La cancelación en la historia: la Inquisición y las fatwas

La cancelación es un castigo por ideas o conductas consideradas inaceptables, inmorales o ilegales. Todas las sociedades han tenido medios, procedimientos e instituciones encargados de investigar la naturaleza de las ideas y conductas e imponer el castigo correspondiente. Las diferencias en cuanto a los medios, procedimientos e instituciones son lo que distingue a las sociedades. En este texto me limito a dos tipos de dispositivos censores y punitivos que, aunque creados en lo que denominamos Edad Media, siguieron teniendo una influencia importante durante toda la época moderna y hasta nuestros días. Se trata de dispositivos con fuertes vínculos con el Estado moderno, tras la creación de este, pero que tienen cierta autonomía formal en relación con él. Me refiero a los tribunales de la Inquisición en la Iglesia católica y a la emisión de fatwas en la religión islámica, aunque la situación en este último caso varía mucho de un país a otro. No pretendo entrar en el largo debate histórico sobre el origen, la función, la organización y la relación con el Estado o la autoridad civil de cualquiera de estos dispositivos. Solo pretendo analizar las similitudes y diferencias entre los métodos que utilizan y las sanciones que aplican.

La Inquisición

Aunque existe desde el siglo XII, es sobre todo a partir del siglo XVI cuando la Inquisición asume una importante función de control social, en particular en lo que se refiere a la sexualidad y la herejía (apostasía, blasfemia, brujería), dos temas que, bajo diferentes formas, aparecen con frecuencia en los procesos de cancelación. Había tribunales de la autoridad civil con funciones similares, pero los tribunales del Santo Oficio de la Inquisición tenían una ubicuidad, penetración territorial y capilaridad social muy superiores («familiares», clérigos, jueces itinerantes). La relación con el Estado era estrecha. Los condenados a muerte por herejía eran entregados a los tribunales seculares para que estos dictaran y ejecutaran la sentencia definitiva. Era frecuente que el rey asistiera a los autos de fe, sobre todo cuando la pena máxima (muerte en la hoguera o en el garrote) era impuesta por el tribunal del Santo Oficio en colaboración con el tribunal civil. La misma estrecha colaboración existía en el caso de la confiscación de bienes y propiedades.

El Tribunal de la Inquisición existió en España entre 1478 y 1834 y en Portugal entre 1536 y 1821. Las relaciones entre las dos monarquías dictaron el destino de los judíos y los moros, que durante siglos habían practicado libremente su religión. En Portugal, es conocida la persecución de la que fueron víctimas, a partir de 1497, los conversos (cristianos nuevos o marranos) acusados de seguir practicando su religión en secreto. La persecución se extendió a las colonias de estos países. Son ejemplos de ello la Inquisición de Goa y la Inquisición de Brasil, en el caso portugués, y la Inquisición del Perú y la Inquisición de México, en el caso español. Entre las víctimas se encontraban también los acusados de practicar religiones africanas (brujería) y, en la India, el hinduismo.

El tribunal del Santo Oficio comenzaba con el «edicto de gracia» (más tarde, «edicto de fe»), en el que durante treinta días aceptaba denuncias anónimas de todo tipo, incluyendo rumores, habladurías y sospechas. La confianza que los inquisidores depositaban en los denunciantes era un incentivo para la denuncia oportunista (motivada por venganzas y rivalidades o por los beneficios que podían derivarse de la condena del denunciado). Los denunciantes que tenían una relación más estrecha con el denunciado eran especialmente valorados (socios en negocios, trabajadores en el mismo lugar, habitantes de la misma casa, parientes). El prestigio que se derivaba de participar en la labor del Santo Oficio y la protección que ello suponía llevó a personas que más tarde se hicieron famosas a colaborar asiduamente. Así ocurrió con el pintor Doménikos Theotokópoulos, más conocido como El Greco, que además de pintar figuras de la Inquisición de Toledo, frecuentaba el tribunal como intérprete y como testigo. Los denunciantes no estaban sujetos a ningún proceso contradictorio. El delito de herejía se consideraba tan grave que incluso los delincuentes, los excomulgados y los dementes podían denunciar o testificar. Las denuncias más comunes eran el criptojudaísmo o el criptoislamismo, la superstición, la brujería, la blasfemia, la homosexualidad, la bigamia, el luteranismo, la masonería y la herejía (crítica de los dogmas). Los sospechosos eran convocados ante los inquisidores y el terror era tal que muchos confesaban solo por miedo a que sus amigos o vecinos los acusaran más tarde. Los acusados eran arrestados y considerados culpables a menos que probasen su inocencia. Tal prueba era difícil, entre otras cosas porque los acusados no conocían los detalles de la acusación ni quién los había acusado o la identidad de los testigos. Por lo tanto, una posibilidad común de absolución residía en que el denunciado hubiera denunciado a otras personas. La confesión se obtenía mediante amenazas de muerte, prisión, privación de alimentos y, sobre todo, tortura o amenaza de tortura, mostrando los instrumentos de tortura que se utilizarían. A lo largo de los siglos, el papado elaboró varios manuales sobre la autorización y el uso de la tortura. La tortura podía aplicarse tanto cuando el delito no estaba probado como cuando la confesión se consideraba incompleta (básicamente por no haber denunciado a otras personas, el llamado diminuto). La presencia del abogado designado por el Santo Oficio era una farsa sin ningún propósito de defender al acusado. De hecho, dicho abogado no tenía acceso al proceso y a menudo se convertía en un denunciante más.

Los juicios eran secretos y no había recurso. Las penas tenían tres niveles: penitencia, reconciliación y muerte. Los penitentes y reconciliados estaban obligados a llevar durante meses el sambenito, una túnica que los estigmatizaba como condenados, símbolo de infamia. Las penas más comunes eran el exilio, la flagelación, los trabajos forzados (por ejemplo, en los barcos), la confiscación de bienes, la prisión y la pena de muerte en la hoguera o en el garrote. El exilio tenía la función de excluir de la sociedad a todos los individuos indeseables. La confiscación de bienes no solo tenía la función de financiar a la Iglesia (los inquisidores) y al Estado (en menor medida), sino también de castigar a la familia del condenado, que quedaba a merced de la caridad pública.

Las fatwas

Al igual que los juicios del Santo Oficio, las fatwas tienen la función de control social y de corrección en el plano de la ortodoxia. Pero las similitudes terminan ahí, ya que en el Islam no existe una autoridad centralizada similar al papado en la Iglesia Católica. La historia de la fatwa en el Islam sugiere que puede tener tres significados: una información autorizada sobre la religión islámica; un dictamen o consulta para un tribunal; una interpretación de la ley islámica. Fatwa se utiliza en el Corán con el significado de «solicitar una respuesta definitiva» o «dar una respuesta definitiva». La fatwa abarca hoy en día un amplio campo de la teoría jurídica, la teología, la filosofía y la ortodoxia, mucho más allá de lo que se denomina jurisprudencia (fiqh). La fatwa no es una decisión judicial y abarca asuntos que van mucho más allá de las competencias de los tribunales. A diferencia de la decisión judicial, la fatwa no es de aplicación obligatoria; su cumplimiento es voluntario. Dada la falta de centralización del Islam, las fatwas pueden ser emitidas por diferentes escuelas y su autoridad depende de la autoridad de los líderes religiosos que las emiten (los muftis). Y estos, al pronunciar una determinada fatwa, deben justificarla a la luz de una determinada tradición o doctrina. Los muftíes con la más alta cualificación se consideran intérpretes «absolutos» o «independientes» de la sharia, la ley islámica. A lo largo de la historia del Islam, ha habido algunos muftíes muy poderosos, incluso como líderes políticos. En épocas más recientes, la fatwa se ha considerado una opinión jurídica emitida por un especialista en derecho islámico. En un intento por armonizar y sistematizar las fatwas, hoy en día existen tres Consejos de Ideología Islámica, uno en Pakistán, otro en Arabia Saudí y otro en Egipto, pero su función es meramente consultiva y aclaratoria.

Las fatwas son similares a las opiniones de los jurisconsultos romanos o a las responsa rabínicas de los expertos judíos. Todas ellas tienen en común el hecho de consistir en respuestas a preguntas, pero el estilo retórico, las fórmulas convencionales y el propio lenguaje varían mucho según la cultura islámica local. Existen grandes colecciones de fatwas de la época del Imperio Otomano y de ciertas escuelas de la India. Las fatwas no se basan en pruebas testimoniales o en el ejercicio del contradictorio, sino en la lectura de las fuentes textuales y en la interpretación que la autoridad religiosa les da. Los muftíes no examinan los hechos, los aceptan tal y como se formulan en las cuestiones de interpretación que se les plantean. Las fatwas varían mucho en importancia, no solo según la autoridad del muftí, sino también según su contenido. Las fatwas menores contribuyen a la estabilidad social y a la organización de los asuntos corrientes, mientras que las fatwas mayores constituyen una declaración importante ante el interés público general sobre cuestiones sin precedentes o particularmente difíciles, relativas a la legitimación religiosa, las disputas doctrinales, la crítica política y la movilización política. Durante el periodo del colonialismo histórico europeo se emitieron muchas fatwas anticolonialistas.

En el Imperio Otomano, una fatwa de 1727 autorizó la impresión de libros no religiosos, y la vacunación fue considerada legítima por una fatwa de 1845. Una fatwa de 1804 declaró la guerra en el norte de Nigeria y fatwas de las primeras décadas del siglo XIX en la India declararon a este país como un país de infieles e incitaron a los musulmanes a resistir o emigrar. Posteriormente se emitieron fatwas contrarias.

La misma contradicción entre fatwas sobre temas políticos controvertidos tuvo lugar también en Argelia durante el siglo XIX. En 1904, los ulemas de Fez emitieron una fatwa exigiendo la destitución de todos los funcionarios europeos contratados por el sultán. La fatwa del sultán otomano del 14 de noviembre de 1914 declarando la yihad marcó la entrada oficial del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. En 1933, los ulemas de Irak emitieron una fatwa exigiendo el boicot de los productos sionistas. Durante el siglo XX, quizás la fatwa más famosa (e infame) de los últimos tiempos es la del ayatolá Ruhollah Jomeini, en 1989, que condenaba a muerte a Salman Rushdie por la publicación del libro Versos satánicos y por la blasfemia, apostasía y ataque al Islam que contenía el libro.

Según el Centro de Estudios Islámicos de Oxford, recientemente se han producido avances significativos en lo que respecta al carácter del muftí, el medio a través del cual se comunican las fatwas, los tipos de preguntas que se formulan y las metodologías mediante las cuales los muftíes llegan a sus respuestas. De acuerdo con los principios tradicionales de la jurisprudencia islámica (usūl al-fiqh), un muftí debe adquirir un alto nivel de conocimientos especializados antes de emitir fatwas; sin embargo, muchos movimientos militantes y reformistas han difundido fatwas emitidas por personas no especializadas, que han sido ampliamente difundidas y seguidas. Por ejemplo, en 1998, Osama bin Laden, junto con otros cuatro asociados que se autodenominaban Frente Islámico Mundial, emitió una fatwa en la que llamaba a una «yihad contra los judíos y los cruzados». La fatwa proclamaba que era deber individual de todos los musulmanes matar al mayor número posible de estadounidenses, incluidos civiles. Además de denunciar el contenido de esta y otras fatwas atribuidas a bin Laden, muchos juristas musulmanes señalaron la falta de cualificaciones necesarias por parte de bin Laden para emitir fatwas o declarar la yihad. En los últimos tiempos, las fatwas de militantes extremistas (que recomiendan atentados suicidas con bombas y el asesinato indiscriminado de transeúntes) se consideran ejemplos de incumplimiento de la jurisprudencia clásica en la que deben basarse las fatwas. En julio de 2005, casi doscientos destacados ulemas se reunieron en Jordania para emitir una decisión que reconocía la legitimidad de ocho escuelas de derecho islámico, prohibía declarar apóstata a cualquier miembro de esas escuelas y establecía que solo los eruditos formados de acuerdo con los requisitos de una escuela de derecho reconocida podían emitir fatwas. Uno de los principales objetivos de la declaración, conocida como el «Mensaje de Amán», era deslegitimar las fatwas promulgadas por líderes de movimientos islámicos violentos (www.ammanmessage.com).

Se calcula que un tercio de los musulmanes del mundo vive actualmente en países de mayoría no musulmana. La demanda de fatwas sobre cuestiones como asistir a bodas en la iglesia, responder a la prohibición francesa del hiyab en las escuelas públicas o comprar casas mediante hipotecas ha llevado al controvertido desarrollo de lo que, desde 1994, se ha denominado fiqh al-aqallīyāt, o la jurisprudencia de las minorías (musulmanas). Organizaciones como el Consejo Fiqh de América del Norte, creado en 1986, y el Consejo Europeo para la Fatwa y la Investigación (ECFR, www.e-cfr.org), fundado en 1997, han tratado de proporcionar decisiones autorizadas que aborden las preocupaciones de las minorías musulmanas, faciliten su adhesión a la ley islámica y destaquen la compatibilidad del Islam con la vida en diversos contextos modernos. Los miembros internacionales del ECFR han adoptado una metodología explícita que recurre a las cuatro principales escuelas de derecho, así como a una serie de otros conceptos jurídicos, con el fin de producir fatwas colectivas adecuadas a los contextos europeos. Por ejemplo, una decisión del ECFR emitida en 2001 permitió a una mujer convertida al islam permanecer casada con su marido no musulmán; los muftíes justificaron esta posición en parte basándose en las leyes y costumbres europeas existentes que garantizan a las mujeres la libertad religiosa. Aunque este tipo de decisión fue bien recibida por muchos, otros la criticaron por crear un sistema divisorio de excepciones. De hecho, uno de los acontecimientos más importantes ha sido la aparición de mujeres como muftíes y la consiguiente solicitud de que la fatwa sea dictada por un muftí o una experta jurídica. Lo que se ha denominado «guerras de fatwas» refleja la intensidad de las controversias políticas que se han agravado en el mundo islámico en los últimos tiempos. Este tipo de polarización no es muy diferente de la polarización social que subyace a la cancelación, donde se ha invocado el concepto de «guerra cultural», o a las «guerras del Vaticano», que, por cierto, han conocido accidentes muy poco cristianos.

Cancelaciones, sentencias del Santo Oficio y fatwas

Los procesos judiciales de la Inquisición se han comparado con los infames juicios estalinistas entre 1936 y 1938, «los juicios de Moscú», pero también podrían compararse con los Volksgerichtshof, los tribunales nazis de la misma época. Los procesos de denuncia de la Inquisición también se han comparado con los que prevalecían en Rusia en los primeros años de la dinastía Romanov, a principios del siglo XVII. También hay quienes los consideran como realizaciones reales del Proceso en la ficción de Kafka.

Mi objetivo es más limitado. Se trata de analizar la cancelación producida por la cancel culture con dos instrumentos de control del pensamiento y la conducta que, a pesar de ser muy antiguos, se han mantenido hasta nuestros días, sobreviviendo a varios regímenes políticos y a las profundas transformaciones sociales y culturales que se han producido entretanto. El Tribunal del Santo Oficio fue eliminado a principios del siglo XIX y, como he mencionado, llevaba mucho tiempo perdiendo importancia, pero el control de la ortodoxia, ahora prácticamente limitado a los miembros del clero, sigue en manos de la Santa Sede a través de un departamento de la Curia Romana, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Este departamento es el sucesor directo del departamento que regulaba la Inquisición, la Suprema y Sagrada Congregación del Santo Oficio. Mantiene los procedimientos inquisitoriales del Santo Oficio, se basa en la interpretación de los textos sagrados por parte de especialistas (como las fatwas), y los clérigos afectados tienen pocos derechos de defensa. Las condenas se traducen en diversas prohibiciones del ministerio clerical o teológico, ostracismos y estigmatizaciones.

Lo que tienen en común los tres dispositivos de control del pensamiento y la conducta se puede resumir en lo siguiente. Todos estos dispositivos niegan los principios de la argumentación democrática, las garantías procesales y los derechos fundamentales de las constituciones posteriores a las revoluciones estadounidense y francesa. Ninguno de ellos se basa en el análisis de los hechos, sino en la interpretación autoritaria de las normas de aceptabilidad, moralidad o legalidad. Todos aceptan denuncias anónimas a cuyas fuentes los acusados no tienen acceso. En el caso de las fatwas, al ser respuestas a preguntas concretas, la situación es distinta, aunque la identidad de quien pregunta puede mantenerse en secreto. En cualquier caso, el impacto de la fatwa escapa igualmente al control de quienes pueden verse afectados por ella, al igual que ocurre con las sentencias del Santo Oficio y la cancelación. El hecho de que las denuncias puedan ser oportunistas o falsas no tiene ninguna importancia, ya que, una vez formuladas, el denunciado es declarado culpable y las posibilidades de demostrar su inocencia son muy limitadas o inexistentes. Dado el prestigio que conlleva participar en un movimiento impulsado por la autoridad central o por el principio de la multitud, personas notorias de otros tiempos, como las personas notorias de hoy (comentaristas políticos, periodistas e «influencers» conocidos) se esmeran en la labor de amplificar y confirmar las denuncias. Las recompensas en las redes sociales no se hacen esperar, lo que retroalimenta el narcisismo estructural del sistema. Los tres dispositivos rechazan el principio del ejercicio del contradicatorio. Las víctimas de las condenas quedan expuestas a formas de vulnerabilidad pública de las que no pueden defenderse.

Entre la cancelación y el Santo Oficio hay más afinidades que entre cualquiera de ellos y las fatwas. Debido a la descentralización de la religión islámica, las fatwas solo alcanzan excepcionalmente la unanimidad típica tanto de la cancelación como de la Inquisición. Aunque el ejercicio del verdadero contradictorio no existe en ninguno de ellos, en el Islam el hecho de que haya fatwas contradictorias crea una forma de contradictorio que, sin ser democrática, permite un derecho de elección que contradice la unanimidad del principio de la multitud que preside la cancelación o el Santo Oficio. En el caso de las fatwas, solo las condenas dictadas por líderes religiosos de gran prestigio alcanzan niveles de consenso y unanimidad similares a los de la cancelación y la Inquisición. Las mujeres, los intelectuales, los artistas y los cineastas han sido víctimas de fatwas más severas cuando estas adquieren el estatus de sentencias judiciales. En estos casos, la descentralización hace que los castigos sean más caóticos e impredecibles e incluyen la flagelación, el exilio y la muerte (por lapidación, por ejemplo)

Hay más similitudes entre el dispositivo de la cancelación y el dispositivo de la Inquisición. Ambos dispositivos de control social son accionados por un poder altamente centralizado que permite la unanimidad de las condenas. En la Inquisición, la centralización estaba garantizada institucionalmente por la Santa Sede, mientras que en el caso de la cancelación, la centralización está garantizada por el principio de la multitud digital y los consensos y unanimidades instantáneas que este permite. El principio de la multitud digital, lejos de actuar como agente de democratización de la opinión, cierra el debate y blinda el consenso obtenido frente a cualquier posición mínimamente divergente. Quien discrepa es inmediatamente considerado sospechoso y, dependiendo de la época, puede convertirse él mismo en blanco del Santo Oficio o de la cancelación.

Por esta razón, la denuncia produce un síndrome de terror que se extiende a todo el círculo más cercano al denunciado, ya sea la familia o el lugar de trabajo. En teoría, la máxima solidaridad a la que podría aspirar el denunciado sería el silencio, pero, en realidad, el propio silencio se convierte en un amplificador tácito de las denuncias: quien pertenece al círculo más cercano al denunciado tiene la obligación de saber más que los demás. Y todos lo saben. El silencio es complicidad. Por eso el lugar de trabajo o la proximidad comunitaria son los campos privilegiados para las denuncias oportunistas, las que producen los dividendos de la envidia, del capital social, por ejemplo, del poder y el prestigio institucionales que antes poseía el denunciado.

Lo que se exige formalmente es la confesión, pero la confesión no es más que la confirmación y, por lo tanto, la denuncia es simultáneamente el punto de partida y el punto de llegada. En la Inquisición, la tortura era el gran agente de confirmación. Como dijo Alexandre Herculano, cualquier persona sometida a la tortura de la Inquisición podría confesar haber tragado la luna. En la cancelación, la tortura es el propio silencio impuesto al denunciado. Todo lo que diga confirma tanto la denuncia como lo que no diga. Puede intentar hacer una autocrítica honesta, pero esta siempre funciona como el diminuto de la Inquisición. Es decir, sea cual sea su extensión, siempre se considera incompleta porque las denuncias, al ser vagas y anónimas, tienen una elasticidad y disponen de amplificadores que les permiten aumentar hasta el infinito.

El denunciado-condenado debe ser expuesto a toda la sociedad porque el objetivo no es corregir al denunciado-condenado, sino instigar el terror social de que lo mismo le puede pasar a otros. De ahí la importancia de los sambenitos. Pero mientras que en la Inquisición los sambenitos operaban por sobreexposición, en la cancelación operan por sobreocultación. Las vestiduras son ahora las vestiduras de la invisibilización que se extiende a la desaparición del espacio público, a la desaparición de sus libros de las bibliotecas y librerías, de su imagen como atracción en los medios de comunicación, a la eliminación de su nombre en las citas y bibliografías, a la mirada de desprecio u odio si por casualidad aflora en el espacio público, al susurro sobre quién es el denunciado-condenado en caso de que el transeúnte-compañero de ocasión no lo haya identificado.

Al igual que en la Inquisición, la pena de cancelación comienza a cumplirse con la denuncia. Sin embargo, en la cancelación hay una informalidad creada por el principio de la multitud digital que no existía en la Inquisición. En aquella época era necesario medir minuciosamente la gravedad de las denuncias para calibrar la pena, que podía ser más leve o más severa. Las más severas eran el exilio, la confiscación y la muerte. En el caso de la cancelación, estas tres penas pueden superponerse sin contradicción. El exilio puede ser la huida a otro lugar muy lejano o al mismo lugar donde siempre se ha vivido. En este último caso, el lugar de siempre (su casa) es el lugar de nunca, porque, tras la denuncia, se está en él de una manera totalmente diferente: no como lugar de confort y reparación de fuerzas para nuevas salidas o viajes, sino más bien como lugar de refugio, de escondite seguro. Es la nueva forma de arresto domiciliario decretada por la multitud digital.

El exilio significa confiscación, no por lo que se le roba, sino por lo que se le impide ganar. Si era carpintero, deja de tener encargos; si era actor, deja de tener contratos para actuar o rodar; si era escritor, deja de poder publicar o vender sus libros. El exilio combinado con la confiscación conduce acumulativamente a la pena más grave: la muerte. La muerte se considera civil cuando el cuerpo-espíritu del denunciado-condenado sigue vivo, pero la vida es secreta, no porque esté presa en algún lugar, sino porque está olvidada en todas partes. El olvido es la condena a muerte perpetua.

La muerte civil se desliza hacia la muerte física, a veces lentamente, otras veces rápidamente, pero, en cualquier caso, nadie se da cuenta. Solo después de que ocurre alguien se atreve a recordarlo. Pero no hay resurrección porque esta fue apropiada por un ser humano que cometió el escándalo de considerarse hijo de Dios. Más valiente fue la esclava Rosa Egipcíaca, que nació en la costa de Ajudá, hoy Benín, en 1719, y murió en las mazmorras (o tal vez trabajando en las cocinas) de la Inquisición de Lisboa, en 1771, después de escribir el primer libro de una mujer negra de Brasil, la Sagrada Teología del Amor Divino de las Almas Peregrinas. Esta resurrección hecha de esfuerzo y sacrificio es la única digna de ese nombre y, por eso, es tan rara.

Conclusión

Para mostrar la expansión de la cultura de la cancelación, Bromwich escribió en 2018 en el New York Times que «casi cualquier persona digna de ser conocida ya ha sido cancelada por alguien» (https://www.nytimes.com/2018/06/28/style/is-it-canceled.html). Esto se debe a que, aunque las normas que rigen la cancelación son ambiguas y varían según el clima concreto de las redes sociales en un momento dado, sus efectos son unívocos: transformar la inclusión en exclusión, la voz influyente en voz silenciada, la presencia buscada y bienvenida en presencia evitada y marginada.

La cancelación es un instrumento de purga ideológica. Aunque la derecha y la extrema derecha han tenido más éxito en utilizar la cultura de la cancelación a su favor, la izquierda y la extrema izquierda también han recurrido a ella y, si lo hacen con menos intensidad o menos éxito, no es por opciones políticas, sino simplemente porque tienen menos representatividad en el mundo de las redes sociales.

La cultura de la cancelación no es un movimiento social, ni contribuye a la democratización del discurso. Los movimientos sociales han sido históricamente movimientos de inclusión, que han diversificado las voces en lugar de silenciarlas, y siempre que han cambiado los discursos dominantes lo han hecho mediante duras luchas políticas y la inversión en mucha argumentación. Han corrido muchos riesgos en lugar de cabalgar en la impunidad. No buscaban sustituir a los titulares del poder, sino transformar el poder. La voz que obtuvieron fue ganada a pulso y contra los silenciadores al servicio del poder y la cultura dominantes. Nunca buscaron la humillación pública de nadie, aunque a menudo fueron objeto de ella. Siempre buscaron el debate público y, por lo tanto, el enfrentamiento de ideas en lugar de la restricción del debate según criterios vagos de corrección política, aceptabilidad o legalidad.

La cancelación implica epistemicidio, control epistémico sobre la diversidad epistémica de la sociedad y del mundo. Crea líneas abismales que privan a quienes se ven afectados por ellas de los derechos considerados inalienables por los seres humanos tratados como plenamente humanos. Impide el reconocimiento de la complejidad de los temas y el debate riguroso que esta suscita. Al hacerlo, fomenta una cultura de mediocridad, dogmatismo, mimetismo y unanimismos dispersos y polarizados entre sí. La educación, la convivencia democrática y la intersubjetividad son las grandes víctimas de la cancelación. La cancelación es el caldo de cultivo de las nuevas formas de fascismo social y político.

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