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Las casas viejas que el futuro destruyó

11 de Agosto de 2025
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Las casas viejas que el futuro destruyó

A José Carlos, por enseñarme a mirar las grietas, donde aún habita el pensamiento.

El edificio conocido como Monumento de la Paz de Hiroshima es una construcción que fue conservada tal como quedó tras el capítulo atómico sobre la población civil: un monumento erigido como símbolo. Un montículo desestructurado que nos recuerda que allí ocurrió algo. Y es precisamente esa falta de estructura lo que nos abre a un escenario de un ayer que, debido al paso del tiempo en nuestra psicología y memoria —como lo diría Bergson, en su concepto de durée— se une al presente y al futuro, o mejor dicho, se funde en una continuidad temporal que nos interpela.

Las casas antiguas de nuestras ciudades y pueblos van desapareciendo como ceniza levantada por el viento. Y con ellas, sin distinción, se pierde también el tono constructivo que las identificaba, dando paso a grandes bloques de hormigón cada vez más utilitaristas —herederos de una lógica funcionalista— que, por la lisura de su estructura, parecen no envejecer. Ya no nos invitan a mirar hacia el exterior desde la penumbra del interior, sino que, por su propia configuración, introducen el exterior dentro del propio espacio íntimo.

Porque, al igual que aquellos grandes bloques de hormigón de estética soviética —tan característicos de las décadas de 1950 a 1970—, son el reflejo de una idea de persona "pura", sin grietas ni fisuras. Personas que no reconocen la vejez, que la diluyen, y que llegan incluso a normalizar la enfermedad como parte de una estructura que no integra la fragilidad como experiencia viva, sino que la administra, la estetiza o la convierte en discurso institucional.

Estos edificios no nos conectan ni con el pasado ni con el futuro; habitan únicamente en un presente perpetuo. Lo único que cambia son los inquilinos. Aunque tengan más de veinte o treinta años, parecen recién construidos, como si el tiempo no los rozara. Su apariencia inmutable los convierte en espacios sin memoria, sin esperanza, sin historia.

Solemos pensar que los ayeres siempre fueron mejores. Es la trampa de la nostalgia, como muestra Midnight in Paris de Woody Allen: cada época idealiza la anterior. Pero hoy, lo viejo ya no se transforma ni se recuerda; se destruye. Las casas viejas, con sus grietas y sombras, daban lugar al pensamiento. Los edificios lisos del presente, en cambio, borran la memoria y clausuran el tiempo.

El problema de estos edificios funcionalistas no es solo estético, sino temporal: lo nuevo ya no se construye sobre lo viejo, no lo recuerda, no lo resignifica, no lo transforma. En lugar de agenciar el pasado —renombrarlo, integrarlo, hacerlo parte de una continuidad— lo borra. Lo destruye.

Así, el espacio urbano se convierte en un presente perpetuo, sin capas, sin memoria, sin historia. Como si el tiempo fuera algo que se debe neutralizar en lugar de habitar.

¿Y dónde quedamos nosotros en todo esto?

En una sociedad que ha perdido el rito simbólico como forma de recordar, nos transformamos en seres que ya no conmemoran hechos, sino que los consumen y los olvidan. La estética se ha pervertido: ya no revela, sino que disimula; ya no conecta, sino que distrae. La moral se ha vuelto dogmática, casi religiosa, pero sin trascendencia: una ética de superficie, de cumplimiento, sin reflexión.

Ya no existe un lugar privado donde ocultarse a pensar. Todo se ha vuelto transparente, como si la exposición permanente fuera sinónimo de autenticidad. Lo exterior ha invadido lo interior, y los rincones oscuros —aquellos donde antes germinaba el pensamiento— han sido borrados por la lisura de un presente sin fisuras.

No hay memoria, porque no hay grietas. Y sin grietas, no hay pensamiento.

Es el mundo feliz que Aldous Huxley imaginó en su célebre novela Brave New World: un mundo sin dolor, sin conflicto, sin profundidad. Un mundo donde la felicidad es obligatoria y la reflexión, sospechosa.

Seré breve: vivimos en una época donde el hombre habita el mundo como si ya estuviera muerto. No porque le falte vida, sino porque ha perdido el tiempo, el silencio, la sombra y el recuerdo.

Y sin todo eso, ¿qué queda?

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