En este pequeño rincón del mundo, que a veces parece más un plató de una telenovela de sobremesa que una nación seria y formal, donde la vida es una zarzuela perpetua, la última moda no viene de París, ni siquiera de la Gran Vía madrileña, no, lo que se lleva ahora es la catalanofobia y viene de las entrañas. Ese odio chulapo, de corral y banderita, ese sentimiento tan español, tan nuestro, tan de no entender nada pero indignarse mucho, porque ¿qué sería de nosotros sin un buen drama para amenizar la sobremesa?
Porque lo que pasa con la catalanofobia es que se ha convertido en una suerte de deporte nacional, tan emocionante y tan absurdo como discutir si la tortilla de patatas lleva cebolla o no. De repente, todo el mundo tiene una opinión, todo el mundo es un experto en la cuestión catalana, y si alguien cancanea Barcelona convencido, en el sentido figurado y hasta literal, ya hay quienes lo tachan de traidor a la patria. Vamos, que solo les falta sugerir que el tipo en cuestión cambie el flamenco por una sardana, y ahí sí que se desata el Apocalipsis.
Pero no nos engañemos, que detrás de tanto escándalo y tanta algarabía, lo que hay es miedo a que lo catalán, con su idioma, su cultura, su insistencia en no seguir el guion que otros les escriben, desmonte el chiringuito de lo que algunos llaman “España”, como si fuera un concepto inamovible, sagrado. Esos mismos que, en privado, susurran que están hartos de tanto catalán y que en el fondo preferirían que se callaran de una vez, como si el silencio forzado fuera una virtud cívica. Porque, en el fondo, la diversidad es demasiado complicada para las mentes acostumbradas al dogma, al catecismo y, por supuesto, al tricornio.
Ah, pero que no se diga que aquí no somos tolerantes. Eso sí, siempre que la tolerancia se practique en los términos que nos convienen. Porque lo que realmente escuece es que haya quien se niegue a asumir el papel que le han asignado. Que no quiera encajar en la cuadrícula perfecta de lo español como si ser diferente fuera un pecado mortal. Y ahí está el quid de la cuestión: lo que molesta no es lo catalán en sí, sino la osadía de existir, de decir "aquí estamos y aquí seguiremos", aunque el resto del país siga preguntándose qué demonios significa "seny" o "rauxa".
Así que ahí vamos, con el pecho hinchado y la cabeza bien alta, despotricando contra lo catalán y contra lo mesetario mientras cerramos los ojos a la realidad. Porque, seamos francos (con perdón), el problema no es Barcelona, ni la Diada, ni las sardanas. El problema es que, en el fondo, sabemos que nuestra querida unidad de destino en lo universal no es más que un castillo de naipes, y que cualquier brisa, por más catalana que sea, puede hacer tambalear. Pero claro, es más fácil echar la culpa a los demás que mirarse al espejo y ver que, al final del día, desde los romanos ‘Hispania’ era plural.
Así que no se preocupen, que esto tiene solución. Basta con salir de la caverna y descubrir que el mundo no se acaba en el Ebro, que hay vida más allá de nuestras narices. Y mientras tanto, sigamos disfrutando de este culebrón nacional, que de tanto en tanto nos da para una buena carcajada. A fin de cuentas, el orden es un espejismo del caos.