El azar juega a los dados con la vida de la gente. Una familia judía huye de los pogromos en Rusia y debe decidir si se sube a un barco con destino a Brasil o Estados Unidos. El barco con destino brasileño parte antes por lo cual la familia Lispector decide subirse a él. Eso hará que Clarice, la hija menor, un bebé de tan sólo unos meses, nacida un diez de diciembre de 1920, casualmente en Chechelnik, un pequeño pueblo de Ucrania, se convierta en brasileña.
La pasión según G.H., considerada una de las mejores novelas del siglo XX, gira en torno a una mujer que va al cuarto de la criada que se acaba de marchar y descubre un dibujo pintado en la pared y más tarde, la presencia de una cucaracha, uno de los animales que atraviesan la narrativa lispectoriana. A lo largo de más de un centenar de páginas no hay más acción, no hay más escenarios, ni más personajes presentes. Ni siquiera sabremos el nombre de la protagonista, sólo un misterioso G.H. que aparece en las maletas, como si la mujer fuese una pasajera viajando a través de la narración.
A pesar de no tener sangre brasileña en sus venas, la escritora Clarice Lispector hará del Brasil y en particular de su lengua, el portugués brasileño, su patria más íntima. Además la empleará de forma compleja y singular, llamando a la conciencia y el pensamiento para que se plasmen en el papel.
La desconocida G.H. nos lleva a través de la narración por territorios incognitos: “Yo había mirado la cucaracha viva y en ella había descubierto la identidad de mi vida más profunda.” Por medio de pinceladas vamos descubriendo a una mujer burguesa, escultora, en su personalidad rota, sus sensaciones, su ser femenino, su vocación artística, la búsqueda mística de Dios y hasta el conflicto de clase con la criada. Y todo ello sin salir del cuarto. No sabremos casi nada de G.H.; viajaremos a las profundidades del ser G.H.
La obra y la escritura de Lispector no son una más, es de las que se plantan en un lugar y una época para universalizarse, hacerse palabra en el tiempo que decía Machado. Si por algo destacan los grandes autores no es por el tono alto de sus creaciones, por el ruido que generen, por el éxito o reconocimiento momentáneos, sino porque la obra perdure y pueda ser leída intemporalmente, más allá de geografías y generaciones, una y otra vez. Que se sucedan nuevas interpretaciones, diferentes análisis, controversias… Como si al introducirnos en cada libro de Lispector nos encontrásemos con un pasillo poblado de puertas y ventanas, que al abrirlos nos mostrasen nuevos pasillos y lugares desconocidos. Es el viaje al Olimpo de los clásicos.
En la novela La ciudad sitiada, la autora describe el crecimiento de un territorio rural hasta convertirse en una urbe moderna y como la protagonista queda atrapada en un mundo que va de los caballos, al tráfico automovilístico. Desde la introspección, desde lo íntimo, profundiza en los mecanismos de la ciudad y en conceptos como el progreso, que pocos ensayos sesudos son capaces de lograr. Es la ciudad lispectoriana. Y en la novela póstuma Un soplo de vida, el autor dialoga con su personaje y confiesa: “Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie. (…) Para escribir tengo que instalarme en el vacío. En ese vacío es donde existo intuitivamente.” Es la intuición que tenía una niña llamada Clarice que enviaba sus escritos a publicaciones y se las rechazaban porque no tenían la estructura tradicional del cuento. Pero la niña persistió y terminó construyendo una reconocida singularidad literaria: Clarice Lispector. La singularidad de una obra a la que no es fácil acceder, menos aún en estos momentos de banalidad en los que vivimos. Pues se necesita de silencio, de tiempo y espacio, un dejarse ir por palabras, frases y conceptos que son mundos propios y contradictorios, de instalarse en ese vacío del que ella hablaba: es la experiencia C.L.