Cero apellidos catalanes

Xavier Diez
03 de Marzo de 2019
Actualizado el 29 de octubre de 2024
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Se ha convertido en lugar común establecer un retrato de los catalanes como “supremacistas”. Se trata de un fenómeno relacionado con el descubrimiento sorpresivo que un porcentaje muy considerable, posiblemente mayoritario de los residentes en Cataluña se ha hecho independentistas, probablemente de manera irreversible. Que rechazan permanecer en el Reino de España. Reciente, pero no extraño. Las diversas encuestas del CIS de las últimas décadas nos pintaban como los menos simpáticos entre quienes compartimos nacionalidad. Los tópicos nos describían con apelativos como “agarrados”, con aires de superioridad, y “muy suyos”, atributos, por cierto similares a los prejuicios contra los judíos en las sociedades europeas, siempre sospechosos de representar un “cuerpo extraño” entre la comunidad. Incluso los mismos chistes antisemitas se han utilizado contra los catalanes en España. Ahora, con una crisis sistémica del régimen del 78 en el cual el soberanismo republicano ha tenido un papel preponderante, este proceso se ha agudizado. La deformación del conflicto, a partir del “aporellismo” mediático y judicial o manipulación de los más bajos instintos por parte de determinadas formaciones políticas han contribuido a construir una deshumanización de siete millones y medio de personas que, independientemente de sus convicciones políticas son criminalizadas por lo que son. O peor aún, estableciendo categorías como si aquellos millones de ciudadanos de Cataluña que han decidido romper con España fueran intrínsecamente perversos, una especie de herejes contemporáneos a los cuales se debería “desinfectar”, como el propio ministro Borrell ha declarado. Este relato, sin duda, ha sido potenciado por un oligopolio de los medios, especialmente la televisión, que en España jamás se ha caracterizado por la pluralidad. Antes al contrario, como ha estudiado el investigador de la Complutense de Madrid, Javier Muñoz Soro, la actuación de los medios españoles actuales contiene una línea de continuidad muy clara respecto al gremio periodístico formado durante la dictadura, financiado por los sectores empresariales estrechamente relacionados con el franquismo y que tradicionalmente han servido como instrumento para potenciar un espíritu uniforme y autoritario entre la sociedad española, complementada por una cultura televisiva –en un país con déficit de lectura y conciencia crítica- en el que se ha invisibilizado deliberadamente todos aquellos elementos que no concuerdan con una idea de identidad nacional que tiende a confundir España con Madrid o potenciando clichés del casticismo. Nos engañaríamos al creer que el prejuicio anticatalán es algo reciente. De hecho la represión contra Cataluña ha sido una de los elementos sobre los cuales se ha conformado la identidad española, puesto que ya se sabe que pocas cosas cohesionan tanto como un enemigo externo o interno. Pocos saben que el apelativo “polaco” tiene su origen en los primeros años de la postguerra en el que el ejército franquista, emulando a la Wehrmacht, denominaba así a sus reclutas catalanes para recordarles su condición de pueblo sometido. Las arengas anticatalanas de Quevedo tenían que ver con su espíritu antimonárquico “Son aborto monstruoso de la política, libres con señor”, es decir, que no se sometían al espíritu absolutista de la monarquía española. De hecho, una de las señas de identidad de Cataluña es su aversión al poder y tradición libertaria. Incluso el historiador Jaume Vicens Vives contabilizó hasta 11 revoluciones (el pueblo europeo más revolucionario), lo que lo hace especialmente incómodo a un régimen que proviene directamente del totalitarismo más longevo de Europa, e incapaz de deshacerse de una monarquía rancia como la que ocupa la jefatura del estado actual. Volviendo al inicio. Resulta curioso calificar de “nazi” a un independentismo que proviene precisamente de la resistencia antifranquista, que participó abiertamente en la segunda guerra mundial al lado de los aliados y resistentes (frente a una España que envió 50.000 soldados bajo uniforme de la Wehrmatch y que es corresponsable en el crimen de guerra del sitio de Leningrado). Pero ya se sabe, los propagandistas mediáticos actuales han asimilado la máxima de Goebbels: una mentira repetida mil veces puede convertirse en verdad. Toda mentira, para resultar creíble, debe contener elementos de verdad. Es cierto que entre círculos intelectuales catalanistas de los años 30 se elaboraron y difundieron algunas ideas hostiles a la inmigración española rural. Reportajes como los de Carles Sentís o Josep Maria Planes alimentaban el mito del “murciano”, no en tanto a su origen, sino porque muchos de ellos ejercían su integración social a partir de una CNT que estableció una dura rivalidad y conflicto con el catalanismo progresista y republicano de la época. Pero fue quizá el estadístico y demógrafo Josep Anton Vandellós quien con su libro “Catalunya, poble decadent?” intelectualizó la aversión a la inmigración de lengua no catalana, considerando que podría producirse una substitución lingüística y cultural si no se remediaba una endémica baja natalidad catalana (lo que la demógrafa Anna Cabré denomina el “sistema catalán de reproducción) y se abrían las puertas a población extraña. Lo malo de exponer casos aislados, de elevar la anécdota a la condición de categoría, es que así se tergiversa la realidad. Desde principios de siglo XX hasta los juicios de Nuremberg, la eugenesia estaba de moda y se consideraba una propuesta política con cierto prestigio intelectual. Y una propuesta asumida desde el nazismo hasta los propios anarquistas, quienes difundían estas ideas en revistas como Eugenia, Salud y Fuerza, Estudios, Generación Consciente y tantas otras. De hecho, hasta el mismo movimiento anarquista, que tantos inmigrantes rurales y meridionales integró en la vida pública de Cataluña eran hostiles a determinadas prácticas culturales (a la crueldad contra los animales, el alcoholismo, la prostitución y las consiguientes enfermedades asociadas, a favor del control de natalidad, pero también a favor de la esterilización de quienes no consideraban aptos). De hecho, antes de las leyes eugenésicas alemanas, ese tipo de políticas ya se habían experimentado en algunos estados de Norteamérica o en Escandinavia. El franquismo tampoco fue ajeno a esta perversa idea, a partir de las iniciativas del Mengele español, el psiquiatra Antonio Vallejo-Nájera, obsesionado por extirpar el “gen rojo” de la sociedad española, y responsable del robo de miles de niños a familias republicanas, con la participación entusiasta–y beneficio crematístico- de la iglesia católica. Donde no hay discusión posible (excepto, por supuesto, entre quienes repiten mil veces la mentira del supuesto “racismo catalán” es que Cataluña es una nación sin ningún componente étnico particular. Como mucho, puede considerarse como una nación cultural, aunque desde mi mirada de historiador, más bien se trataría de una entidad postnacional fundamentada en la voluntad de serlo y la resistencia a la asimilación respecto a un estado hostil. Vicens Vives, en una conocida obra de 1954 “Noticia de Cataluña” (la censura impidió publicarla bajo su título original, “Nosotros, los catalanes”), considera el territorio como una “tierra de paso” en la que se asentaban diversos pueblos e individuos, conformándose como entidad a partir de una amalgama heterogénea y en construcción permanente. Un ejemplo, durante los siglos XVI-XVII, en base a los censos y la documentación de la época, se considera que alrededor del 40% de la fuerza de trabajo está constituida inmigrantes occitanos, fugitivos del feudalismo de la Francia meridional. La Barcelona moderna, portuaria y cosmopolita, así como buena parte de las áreas marítimas, atraían a diásporas mercantiles y técnicos capacitados de todo el continente, especialmente de las costas italianas. Hacia finales del XIX, con una población de 2 millones, los aportes demográficos provenían principalmente del País Valenciano y Aragón. Hacia principios del siglo XX, empezaron a llegar andaluces, muchos de los cuales huyendo de la represión rural y persecución política en una época de importantes movimientos sociales. Barcelona, capital del anarquismo, era un refugio y lugar donde pasar desapercibido a quienes eran perseguidos. Pero sin duda, lo que muy a menudo se ha olvidado es que con sus 2,7 millones de residentes justo antes de la guerra civil, Cataluña acogió a más de 1 millón de refugiados de las áreas en las que el ejército nacional español controlaba. Un millón de refugiados que escapaban de una muerte segura o una represión que, sin exagerar, el historiador británico Paul Preston ha calificado del “holocausto español”. Muchos de ellos consiguieron exiliarse hacia el final de la guerra (440.000 es la cifra del éxodo republicano de 1939), aunque otros muchos pudieron quedarse incorporándose a una sociedad catalana hostil al franquismo. Durante el periodo franquista varias oleadas inmigratorias llegaron a Cataluña. Tampoco suele explicarse que muchos de ellos eran perdedores o hijos de perdedores de la guerra civil, y que permanecer en sus pueblos implicaba una represión sistemática o una especie de condición de “parias” en sus respectivas comunidades de origen. Huir hacia Cataluña, donde la vida no era precisamente fácil, servía para pasar desapercibido, pero a pesar de todo, para muchos resultaba cómodo vivir en un lugar donde la inmensa mayoría de la población era hostil al franquismo. También es cierto que hubo otro tipo de “inmigrantes”: un nombre importante de funcionarios del régimen, falangistas, militares, policías y sus familias, cuya misión consistía precisamente en reprimir a una población civil disidente y alérgica al régimen, muchos de los cuales establecieron alianzas con sectores de la burguesía catalana afecta al régimen y castellanizada. Buena parte de éstos y sus descendientes son los que han conformado espacios y partidos políticos como Ciudadanos o élites del Partido Popular, lo que explica su obsesión contra el catalanismo, aparte de nutrir a una ultraderecha violenta y amparada por el poder judicial y las fuerzas policiales. Por ello no es de extrañar que en sus manifestaciones se ovacione el edificio de la Jefatura de Policía de Via Laietana, un tétrico espacio conocido por sus torturas y ejecuciones extrajudiciales, un verdadero Abu Grahib eruopeo. Lo cierto es que, demográficamente, la población catalana pasó de 2,8 millones según el censo de 1940 a 5,1 millones en el de 1970 (especialmente fue intenso en otra oleada de inmigración, de carácter más económico que político, en la década de los sesenta, en que se pasa de 3,9 a 5,1 millones). Es cierto, además, entre las élites franquistas que se trataba de potenciar una “españolización” de la sociedad catalana, estimulada deliberadamente. Por supuesto, esta multiplicación de la sociedad (se dice que entre los residentes de 1975 había más nacidos fuera que dentro de Cataluña) suponía un reto brutal de supervivencia de la identidad catalana. Es por ello que, unidos por el antifranquismo, se establece una alianza tácita entre el catalanismo moderado de las clases medias urbanas y sectores de la burguesía catalana y del movimiento obrero clandestino. Esta especie de entente se ha simbolizado a menudo por las figuras de Jordi Pujol y Paco Candel. En el primer caso, y rompiendo claramente con Vandellós, considerando “catalán, todo aquel que vive y trabaja en Cataluña” (y la coletilla que a menudo se olvida) “y que no le es hostil”. Es importante este matiz, porque buena parte de los representantes políticos que se autodenominan “constitucionalistas”, fundamentan su discurso en la hostilidad y desprecio hacia Cataluña, su lengua y sus elementos culturales, y en realidad se dedican a perseguir como objetivo la reducción de Cataluña a una región asimilada a la españolidad oficial. En el segundo caso, el de Candel, autor de uno de los textos más fundamentales del siglo pasado “Los otros catalanes”, porque potencia una visión de catalanidad plural y transversal, un mensaje muy interesante y asumido durante décadas, también actualmente, que vendría a resumirse en la máxima según la cual cada uno puede ejercer su catalanidad a su manera. En otros términos, que la catalanidad no se fundamenta en esencias inmutables, sino que, al contrario, representa la idea de amalgama, de adición de componentes diversos que permite reinventar la identidad a cada generación. Ello implica que Cataluña asume, en cierta manera, una idea de identidad “postnacional”, al estilo de Estados Unidos, Canadá o Argentina, alejado del concepto de Ius Sanguinis propio de Alemania o de España, según la cual la identidad es determinada por la etnicidad (son españoles los descendientes de españoles) y un pasado (normalmente reinventado en base a mitos), inmutable, i que requiere una asimilación cultural de acuerdo con patrones castellanos. Cualquier elemento que se escapa a estas características, o bien es rechazado o reducido a una condición subalterna y folklorizada. Esta idea es más que relevante. A la catalanidad, en realidad ciudadanía política, la idea de poder incorporarse a la nación mediante un ejercicio de voluntad, explica el éxito de la inmersión lingüística. Contrariamente a la propaganda catalanófoba y las acusaciones absurdas de supremacismo, fueron precisamente los padres andaluces, extremeños o murcianos quienes presionaron a las autoridades educativas para que la escuela hiciera del catalán la lengua vehicular. Se trataba de una estrategia social. Las familias consideraban que sus hijos debían dominar la lengua del país para obtener mayores posibilidades laborales, pero también para interactuar, en pie de igualdad, en la sociedad de acogida. El catalán era un pasaporte para el ascenso social, pero también expresión de respeto hacia la sociedad de acogida y reivindicación de poder interactuar en igualdad de condiciones con los autóctonos. El gesto de dominar el catalán implicaba cierta capacidad de mezclarse social y familiarmente en una sociedad bastante acostumbrada a la diversidad. Los grupos de amigos son mixtos, las familias son mixtas, y pasadas varias décadas del duelo migratorio, la inmensa mayoría de la sociedad catalana piensa en el presente y en el futuro, más que en el pasado. Para muchos hijos y nietos de andaluces o extremeños les resulta absurdo que sus orígenes deban determinar sus afectos, en un contexto en el que la identidad muta aceleradamente. Dominar dos lenguas permite sumergirte en dos cosmovisiones, pero utilizar la lengua del país supone la declaración, por la vía de los hechos, de voluntad de participación en la construcción colectiva y permanente de una identidad dinámica. La dualidad identitaria (aquel sector demográfico que suele situarse en el 40 % que se siente tan catalán como español) se ha mantenido en las últimas décadas a pesar del creciente asedio a la identidad catalana promovida por el espíritu del búnker franquista. Y a causa de ello, el “me siento más español que catalán, o únicamente español” se ha residualizado (representa un 10,2% en 2016, y bajando) Es cierto que a partir de los años 90, especialmente gracias a personajes como Aznar, ha habido un esfuerzo constante por socavar las instituciones y la identidad. En otros términos, la agresividad del franquismo ha renacido en una democracia cada vez más supuesta. En cierta manera el anticatalanismo con sus obsesiones contra la presencia pública de la lengua (todavía a muchos les sorprende que el número de tesis doctorales en inglés y en catalán supere a las presentadas en español, o que el consumo de radio o prensa escrita ya haya superado al castellano), la inmersión lingüística, TV3 ha conseguido establecer un estado de opinión de una hostilidad irrespirable contra Cataluña. ¿Por qué? Más allá de la dimensión moral, subyace la idea que están perdiendo a Cataluña. Contrariamente a las mentiras repetidas mil veces desde los medios, ello no se debe al pérfido nacionalismo, a la pérfida Albión, a los bots rusos, o a las conspiraciones y rebeliones imaginarias. Si bien la desconexión emocional experimentada por muchos catalanes se debe a la catalanofobia de unos y el silencio cómplice de otros, existen procesos más profundos que explican un progresivo alejamiento entre España y Cataluña. Hablamos, por ejemplo, de una cultura política divergente: una basada en la pervivencia del franquismo en sus instituciones estratégicas, mientras que otra en el antifascismo militante, que explica, para poner un ejemplo, un sistema de partidos más acorde con la lógica continental que con la ibérica. Hablamos también de una identidad, la española de matriz castellana, rocosa, inalterable, excluyente, poco permeable a la pluralidad e intolerante con la disidencia, y otra, la catalana, dinámica, heterogénea, mutante, que precisamente para sobrevivir, se reinventa a cada generación. Además, es fácil ser catalán, solamente basta querer serlo. Pero quizá lo que más alarma a los sectores del estado profundo que diseñan las estrategias políticas y sociales es que precisamente estos cambios profundos hacen de Cataluña un espacio menos español, aunque no necesariamente más catalán, sino más global. De hecho, quienes se denominan a sí mismos como constitucionalistas, y que en rigor, serían más bien “unionistas” en el sentido que aspiran a ejercer un papel parecido a los protestantes monárquicos del Ulster, manifiestan un temor profundo a una creciente irrelevancia en el debate público y en su capacidad de influencia en el seno de la sociedad catalana. Se trataría de partidarios de una “Cataluña española” despojada de todo signo de identidad que la singularice respecto de Madrid, Valladolid o Sevilla, subordinada a los intereses económicos y la concepción cultural de la capital del estado. Por ello su obsesión contra la lengua, el sistema educativo y mediático propio, aparte de un desprecio profundo hacia la Cataluña que no se ubica fuera del área metropolitana de Barcelona. En otras palabras, que los 117.000 residentes en Cataluña nacidos en Extremadura conviven con 207.000 catalanes nacidos en Marruecos. Que, según el padrón continuo, hay 1,3 millones de residentes nacidos en el estado, frente a 1,4 millones nacidos en el extranjero. Que ello implica una nueva, la enésima reinvención de la catalanidad, y que a algunos, esta situación les angustia. Especialmente cuando buena parte de los dirigentes políticos de PP y C’s expresan una gran hostilidad contra la inmigración (no la suya, por supuesto), o en las manifestaciones unionistas (en la que es habitual la presencia de una ultraderecha que a menudo ha agredido a personas con aspecto africano o asiático), la idea de una Cataluña en la que su componente español no desaparezca, sino que mute y evolucione por contacto con otras culturas y cosmovisiones les parece una herejía. Porque es constatable que en este odio y este desprecio hacia lo catalán oculta un temor hacia lo que podrían considerar un desclasamiento. Porque, en una República catalana, ¿acaso un extremeño no debería tener los mismos derechos y obligaciones que un argelino, un argentino o un leridano? Quienes creen que la única nación, la española, es la única existente, y viene determinada por la sangre y la genealogía (recuerdo que en España rige el Ius Sanguinis, mientras que no conozco a ningún independentista que no considere esencial instaurar el Ius Solis), ven con preocupación la igualdad que tanto reclaman. Pero también existen otros factores que generan angustia. Como creo que debería quedar claro, es catalán todo aquel que vive, trabaja (o no) en Cataluña y no le es hostil. En otras palabras, es catalán todo aquel que quiere serlo. Una Cataluña étnica es inviable. Según el Instituto de Estadística de Cataluña, únicamente un 24 % de los residentes catalanes los tienen cuatro abuelos nacidos en Cataluña (y alrededor del 16% tiene “ocho apellidos catalanes”). En cambio, según las encuestas, el porcentaje de independentistas oscila, en los últimos años, entre el 45 y el 55%, que se eleva al 60% entre los nacidos en Cataluña, aunque también entre los menores de 40 años, y creciendo. Más curiosidades, el 31% de los independentistas no tienen ningún abuelo nacido en Cataluña, porcentaje que crece a medida que los encuestados se definen más de izquierdas o poseen mayor nivel formativo. Esto del nivel formativo no tiene que ver tampoco con ningún “supremacismo”, sino por el hecho que suele corresponder a personas que han tenido más contacto con la pluralidad del país. Por ello, si no fuera por la mala fe e intención de quienes pretenden desacreditar el independentismo y a los independentistas a base de considerarlos racistas o supremacistas, la identidad no tiene que ver con la genealogía, ni siquiera con el nacimiento, sino, simplemente con la voluntad. Cero apellidos catalanes, como es el caso de quien esto escribe, o como Antonio Baños, o como David Fernández, nos da suficiente libertad para ser lo que nos da la gana. ¿Quién es catalán? Hagamos la pregunta en otros términos ¿Quién es español? Más allá de la dimensión administrativa, ¿es español aquel residente británico de la Costa del Sol que no habla, ni quiere hablar una sola palabra de español, que desprecia a sus vecinos, que vive en su propia burbuja, y que se queja abiertamente que nadie le hable en inglés? La respuesta es obvia. Y precisamente por ello la identidad catalana, flexible y relativa, es todo lo contrario al esencialismo. Al fin y al cabo, la independencia es una cuestión del hegemónico republicanismo de los catalanes. Por eso el franquismo nos ha declarado la guerra.

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