Acostumbramos a distinguir entre hechos y opinión, pero, más de una vez, es la opinión la que conforma los hechos. Así, nuestra visión del pasado viene mediatizada no solo por las opciones metodológicas de los especialistas, también por cuestiones ideológicas. Lo podemos comprobar en La Revolución francesa. Doscientos años de combates por la historia (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2022), un sensacional estudio sobre cómo ha evolucionado la visión de los acontecimientos que marcaron Europa a partir de 1789. Su autor, el italiano Antonino de Francesco, catedrático en Milán, despliega una amplia erudición para relacionar los diversos relatos historiográficos con el contexto político en el que surgieron. Lejos de ser algo inmutable, lo que sucedió cambia constantemente en función de las necesidades del presente.
Los primeros libros sobre la Gran Revolución se publicaron con los hechos todavía muy recientes, por lo que fue imposible evitar una literatura fuertemente militante. Los reaccionarios, como Barruel, arremetieron contra una supuesta catástrofe de proporciones cósmicas. En Inglaterra, el conservador Burke contrapuso el radicalismo parisino a la moderación del sistema parlamentario británico. Entre los que pertenecían al bando opuesto, la pugna por la hegemonía en el relato se puso al servicio de intereses contrapuestos: los termidorianos trataron de borrar el Terror y Brumario ninguneó Termidor. Ante las divisiones políticas, no faltó quien intentará una síntesis en la que todos los revolucionarios se pudieran reconocer. En una fecha tardía como 1820, aún no podía decir que 1789 perteneciera definitivamente al pasado. Tampoco más tarde. Cuando Michelet escribió su historia, tenía la mente puesta en la lucha contra la monarquía de Luis Felipe.
Las cuestiones de fondo han recibido a lo largo de las décadas muy distintas valoraciones. Unos pensaron que la Francia de 1789 marcaba una excepción en Europa. Otros, por el contrario, situaron 1789 en el contexto más amplio de las revoluciones atlánticas, junto a la de Estados Unidos y las de Hispanoamérica. Los diversos protagonistas, a su vez, suscitaron juicios encontrados. Los que admiraban a Danton detestaban a Robespierre y viceversa, aunque también hubo quien los descalificó a ambos por ser contrarios a la espontaneidad de las masas. El Terror, por supuesto, levantó las más profundas polémicas. ¿Crímenes horrendos o defensa legítima del gobierno democrático?
Tampoco existió acuerdo sobre si se trataba de un proceso marcado por la burguesía, que prohibió a los obreros el derecho de asociación y el de huelga, o se dio un protagonismo popular que prefiguraba la aparición del socialismo. ¿Había empezado en aquellos momentos, como pretendía Blanc, la lucha de clases? Desde su óptica izquierdista, Marx veía un proceso inacabado. Serían los obreros quienes se encargarían de completar, en una segunda fase, lo iniciado por los burgueses.
No es obvio hasta qué punto, con la caída del absolutismo y el fin de la monarquía de Luis XVI, hablamos de un fenómeno radicalmente nuevo. Existieron rupturas y a la vez continuidades. De ahí que no todos tuvieran claro que empezara un nuevo orden social. ¿Era el Antiguo Régimen un simple residuo de otros tiempos? También puede discutirse la aportación francesa la modernidad. La Revolución, como dios Jano, tuvo dos caras. La más amable es la del pluralismo político y la de los Derechos del Hombre. En cambio, los mismos que defendían la igualdad ante la ley en la metrópoli se echaban para atrás cuando había que extender ese mismo derecho a los habitantes de las colonias, gentes de otras culturas y otras razas. Así, hasta bien entrado el siglo XX, la Republique fue compatible con el imperialismo.
Muy a menudo, la gente vio en la Revolución solo lo que quería ver. En 1917, un sector de la izquierda francesa supuso que los bolcheviques, como los jacobinos en 1793, proseguirían la lucha contra las potencias conservadoras. Sucedió lo contrario: en cuanto tuvo la oportunidad, Lenin retiró a Rusia de la Gran Guerra. En este caso, como en otros, el conocimiento histórico resultó inútil porque se aplicó a la actualidad con escaso discernimiento. Mientras tanto, en la derecha, la denuncia del auge de las guillotinas sirvió para arremeter contra el comunismo. Los comunistas, a su vez, no dudaron en apropiarse de los antiguos mitos. Stalin, para ellos, era el nuevo Robespierre.
La Revolución, con su enorme riqueza y complejidad, no ha agotado ni agotará las controversias. ¿Inicio del mundo burgués o, como prefiere Furet, del mundo democrático? Derecha e izquierda parece hablar de fenómenos completamente diferentes, cada una con su propia selección de los hechos y su sentido de la moralidad. Francia, como sabe cualquiera que ponga los pies en el Panteón, hizo de 1789 el instante fundacional de su moderna idea de nación. Las glorias revolucionarias equivalen, por eso mismo, al enaltecimiento de la patria. No toda la historiografía, sin embargo, apoya la imagen de un país convertido en el faro de la Libertad para toda Europa. ¿Acaso los sueños democráticos no acabaron por degenerar en el despotismo bonapartista? En la actualidad, con la extrema derecha en niveles nunca vistos, es justo preguntarse qué es lo que queda del legado de los Danton, Robespierre, Marat y compañía. ¿Ha entrado en decadencia, tal vez, la identidad republicana que parecía consustancial al país?