Estados Unidos desafía el concepto europeo de laicismo. Aunque es un país con una separación estricta entre la Iglesia y el Estado, lo religioso invade la esfera pública. Solo hay que mirar los billetes de dólar, en los que se leen las palabras “En Dios confiamos”. Además, los presidentes finalizan sus discursos con el conocido “Dios bendiga a los Estados Unidos de América”. Como decía el politólogo Samuel P. Huntington, los norteamericanos son, por amplio margen, el pueblo más religioso de entre todos los industrializados. No obstante, también es cierto que, entre los más jóvenes, la no creencia ha realizado importantes progresos en los últimos años.
Si en el viejo continente los católicos estaban acostumbrados a ejercer la hegemonía, en el nuevo tuvieron que habituarse a vivir en un contexto de pluralismo religioso. En esta situación, eran ellos los que se veían marginados. Los protestantes les veían como una minoría sospechosa, adicta a principios incompatibles con la democracia por su dependencia de un poder extranjero, la Santa Sede, y su oposición al libre pensamiento.
No hablamos de una desconfianza remota. En las últimas décadas, mientras los católicos se multiplican de la mano de la emigración hispana, autores conservadores han pretendido que la fe estos recién llegados suponía un obstáculo para su adaptación social. En realidad, como puntualiza Denis Lacorne, este mismo reproche se formuló en el siglo XIX contra los inmigrantes irlandeses o italianos y eso no impidió su asimilación. La familia Kennedy encarnaría el éxito de esta integración: en apenas tres generaciones pasaron de dirigir una taberna a la presidencia de la nación.
Para ser elegido en 1960, JFK tuvo que superar los profundos recelos de la comunidad protestante. Contaba con el precedente poco alentador de Al Smith, un hombre que en 1928 había suscitado una reacción profundamente hostil. No faltó quien afirmara que antes votaría a Satán que a un católico. Según sus enemigos, Smith pensaba declarar ilegales los matrimonios protestantes y hacer del catolicismo la religión oficial.
Para deshacer los malentendidos alrededor de su persona, Kennedy dejó bien claro que él no era el candidato católico sino el del partido demócrata, que además también era católico. Durante sus años en el Congreso y en el Senado había demostrado que su actuación no se guiaba por criterios sectarios. Cualquier insinuación de que su fe le hacía menos americano estaba radicalmente fuera de lugar. No podía admitir que cuarenta millones de católicos, solo por estar bautizados, perdieran su derecho a dirigir el país. La religión, al contrario que la guerra, el hambre o la ignorancia, no era un problema en el que hubiera que perder el tiempo.
La victoria de JFK sobre Nixon fue por la mínima. En algunos estados, como Virginia o Kentucky, su afiliación confesional jugó en su contra. Su triunfo, en muchos sentidos, constituía una excepción a la regla. De todas formas, su contribución demostraba que la fe católica no podía identificarse sin más con posturas conservadoras. Tras su trágica desaparición, su hermano Bobby o el senador demócrata Eugene McCarthy también ayudaron a proporcionar una imagen abierta del catolicismo, en la línea de la renovación auspiciada por el Vaticano II. Antiguo novicio benedictino, McCarthy acostumbraba a citar las encíclicas papales para justificar las leyes en beneficio de los desheredados, a la vez que se oponía al militarismo anticomunistas.
Otra figura relevante fue la de Sargent Shriver: cuñado de los Kennedy y futuro suegro de Arnold Schwarzenegger, se presentó a vicepresidente en 1972 en el “ticket” encabezado por George McGovern. Sin embargo, fue Richard Nixon el que ganó las elecciones. Contó con el mayor respaldo de los católicos, un 53%, que cualquiera de los republicanos precedentes. En cambio, solo un 26 % se inclinó por McGovern. Quedaba claro que la afiliación confesional no implicaba un voto monolítico.
Los católicos, por serlo, no tendían a elegir en los comicios a uno de sus correligionarios. Hubo que esperar a 1984 para que otro político salido de sus filas optara a la Casa Blanca. En este caso se trataba de la aspirante la vicepresidencia, la abogada feminista Geraldine Ferraro, primera mujer que se presentaba para el puesto por uno de los grandes partidos. Durante la campaña, la cuestión religiosa volvió a estar muy presente. Ferraro recibió críticas por defender el derecho al aborto, también por afirmar que Ronald Reagan era un mal cristiano que dañaba a los pobres con sus políticas. Reagan, sin embargo, consiguió ser reelegido, en parte porque convencer a la jerarquía eclesiástica. Afirmó, por ejemplo, que consultaba a Juan Pablo II de en diversas ocasiones.
El fracaso de Ferraro, como el de Shriver, parecía demostrar que apostar por un católico no traducía en buenos resultados electorales. Por eso pasaron veinte años hasta la candidatura presidencial del demócrata John F.Kerry, un hombre del que se decía que llevaba consigo un rosario y una medalla de San Cristóbal. Pese a todo, muchos cuestionaron su ortodoxia doctrinal por defender el aborto y las uniones homosexuales. Kerry, como otro católico famoso, el senador Ted Kennedy, situaba estas cuestiones en el plano de la conciencia personal. Él estaba contra la interrupción del embarazo pero no por eso imponía sus convicciones a los demás.
Habían pasado muchos años desde los tiempos de JFK, pero determinadas cosas todavía no habían cambiado. Un católico todavía tenía que demostrar que creencias no iban a impedirle ser el líder de todos los norteamericanos. Seguramente por eso, el demócrata Joe Biden afirmó en twitter que su fe le enseñaba que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos. Tras un interminable recuento electoral y un vergonzoso asalto al Congreso por las hordas trumpistas, ahora es ya el segundo presidente católico del país.