Es una incomodidad que se alivia enseguida recurriendo a alguna ironía. Cuando se habla sobre la estupidez, debemos despojarnos de toda arrogancia aparente declarando que uno mismo no se tiene por menos estúpido que los demás y que somos conscientes de lo arriesgado del asunto. ¿Quién puede hablar sobre la estupidez sin mirar hacia sí mismo por un momento, sin aclarar de algún modo su situación respecto a ella? Se ve ya aquí que la estupidez misma concita un gesto de necesaria ironía y, por ende, una relación de autorreflexividad que forma parte de la condición subjetiva de la que, en definitiva, trata toda educación.
El perro del hortelano ni comía ni dejaba comer y los estúpidos perjudican a los demás sin obtener a cambio ningún beneficio. Esa es la regla de oro de la estupidez humana que el economista italiano Carlo María Cipolla enunció a mediados de los años setenta pero que sigue vigente hoy: la estulticia es atemporal.
Quien hoy en día tenga la audacia de hablar de la estupidez corre graves riesgos: puede interpretarse como arrogancia o incluso como intento de perturbar el desarrollo de nuestra época. Escribía Sobre la estupidez Über die Dummheit Robert Musil: “Si la estupidez no se asemejase perfectamente al progreso, al talento a la esperanza o al mejoramiento, nadie querría ser estúpido”. Esto ocurría en 1931 y nadie osará poner en duda que, incluso después, ¡el mundo ha visto todavía más progresos y mejoras! De manera que se hace cada vez más urgente e inaplazable dar una respuesta a la pregunta: ¿Qué es realmente la estupidez?
Erasmo de Rotterdam escribió en su delicioso, y todavía hoy insólito Elogio de la locura, que sin cierto grado de estupidez el hombre no llegaría ni siquiera a nacer.
Recibí de un docto amigo, dice Robert Musil, el ejemplar impreso de una conferencia dada en el año 1866 por Eduard Erdmann, discípulo de Hegel y profesor en la universidad de Halle. Dicha conferencia, titulada Sobre la estupidez, comienza revelando en seguida que su anuncio fue acogido con carcajadas. Y cuando veo que esto puede ocurrirle incluso a un hegeliano, me convenzo todavía más de que tal comportamiento de los hombres hacia quien pretende hablar de la estupidez tiene una motivación especial y me encuentro presa de gran inseguridad, convencido como estoy de haber desafiado una fuerza psicológica poderosa y profundamente contradictoria.
Por eso, prefiero confesar inmediatamente la debilidad en que me encuentro con respecto a ella: no sé lo qué es. No he descubierto ninguna teoría de la estupidez con cuya ayuda se pretendiera salvar el mundo: al contrario, no he encontrado en el ámbito de las preocupaciones científicas ni siquiera una investigación dedicada a ella y tampoco coincidencia de opiniones con respecto a su definición que resultase del tratamiento de temas análogos.
La dificultad inicial que consiste en el hecho de que quien quiera hablar de la estupidez o asistir con provecho a una disertación sobre ella, debe presuponer que él mismo no es un estúpido; y por eso, alardea de ser inteligente, ¡aunque eso se considere generalmente como señal de estupidez!
El viejo dicho «estupidez y orgullo crecen bajo el mismo árbol» significa precisamente esto, como también la expresión de que la vanidad es “ciega”. Lo que relacionamos con el concepto de vanidad es el esperar una prestación insuficiente, ya que la palabra “vano” quiere decir en su significado primero casi lo mismo que “inútil”.