De verdad, poniendo la mano en el corazón: ¿alguien se esperaba una sentencia diferente? ¿Alguien, salvo los compradores de “Power Balance” o los consumidores de homeopatía esperaban otra cosa? ¿Cualquiera, salvo los que, siguiendo los preceptos de Coelho, le pedían al universo que conspirase con ellos para que la Infanta Cristina acabase en el trullo, llegó a creerse por un momento que Cristina Federica pisaría el suelo de la cárcel, por poco tiempo que fuera?Entiendo, y espero, que la respuesta mayoritaria a las preguntas casi retóricas que he formulado en el párrafo anterior tendrán una respuesta afirmativa minoritaria. Cualquiera que haya vivido el sainete, el espectáculo dantesco de fiscales lameculos y justicia torticera que hemos vivido, aunque lo siguiese de manera esporádica, podría imaginarse que aquello no acabaría mal para la “ciudadana” Cristina de Borbón. Así que, por ello, casi ni tenemos derecho a cabrearnos hoy. Pero sí, quizás, recordar cómo hemos llegado hasta aquí.Por eso la sentencia es lo de menos. Porque, a fin de cuentas, no es más que el broche, la punta del iceberg de un suceso que lleva oliendo a podrido demasiado tiempo. De un sainete, de un esperpento merecedor de haber sido urdido por la mano (la buena) de Valle Inclán. Indignarse por algo que resultaba obvio es como indignarse porque en agosto haga calor.Confiar en la justicia es algo muy honroso, y me atrevería a decir que hoy más que nunca necesario. De ahí a pensar que ésta puede funcionar cuando se la coarta, es muy diferente: la persecución mediática y legal a la que ha sido sometido el Juez Castro no hacía presagiar nada bueno. Tampoco tener un fiscal que, contra todo pronóstico, ha actuado más como abogado defensor. Que encausaran a la Infanta, visto lo visto, fue ya todo un logro. O una treta para demostrar lo bien que funcionan la democracia y la justicia españolas, ante un clamor popular que parecía, a veces, que iba a estallar.Para mí, el momento mágico, el día en que perdí toda esperanza de ver una sentencia acorde al delito, fue el día de la hoy ya histórica y celebérrima declaración de la Infanta: obviamente, en su condición de acusada, procesada o investigada, como se llame ahora, tenía el derecho a mentir o a no declarar, pero la Infanta optó por una tercera vía: no saber, no recordar. Ese día moría la Infanta Cristina Federica, la preparada, la elegante, y nacía Cristina “La Tonta”, que parecía querer disputarse con su hermana el título de infanta borrica de España. “No sé”, “No recuerdo”, y una pléyade de periodistas, abogados y políticos lameculos es lo que necesitó Cristina “La Tonta” para que todos pidiésemos a gritos su exoneración. ¿Qué podíamos hacer? ¡La pobre chica estaba enamorada! Y, claro, ya se sabe, cuando a uno le ciega el amor, comete todo tipo de locuras. No olvidemos que lleva en sus consanguíneos genes la carga de Juana La Loca y que es muy carpetovetónico eso de entregarse al amor. Pobre infanta, engañada por un marido que le hacía firmar documentos y cobrar cheques sin que ella sospechase que se lo estaban llevando muerto. De nada le sirvieron su Licenciatura en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense ni su Master en Relaciones Internacionales pro la Universidad de Nueva York, ni el tiempo que pasó trabajando en la UNESCO o La Caixa: Cristina, cegada por el Duque Empalmado, ese truhán fingidor de bonhomía que solo hacía buena aquella frase de su entrenador de balonmano que decía que para ganar había que robar y salir corriendo. De repente, Cristina pasaba de las páginas de los libros de historia a las de los folletines de Corín Tellado. Pobre Cristina. ¿quién no puede sentir pena por alguien así?El escenario estaba preparado: vender a la Infanta Cristina como “Cristina la tonta”. A fin de cuentas, les daba igual. No pensaban, como confesó ella misma, volver a pisar España en cuanto pudieran. Lo más sangrante, no obstante, no es esto: en una defensa, el abogado y el acusado pueden preparar las argucias que consideren necesarias pues, a fin de cuentas, la ley les ampara, aunque la pena debería ser mayor si se demostrase falsedad o malas intenciones. Lo sorprendente de aquí no es que nadie, legalmente, tomase medidas contra semejante esperpento de declaración, pues aunque completamente inmoral estaría amparado por la legalidad. Lo sorprendente, en este caso, es que nadie le dijese a la infanta esa frase que media España ha escuchado de boca de un policía o un Guardia Civil: “el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento”. O lo que es lo mismo: que cuando la cagas aunque no sepas que la estás cagando, te la cargas igual.Parece ser que esa cantinela cubre a todas las mujeres enamoradas de España: las cajeras de supermercado que se saltan un semáforo porque llegan tarde a trabajar y no lo vieron; las doctoras que se equivocan al hacer la declaración de la renta y tienen que pagar un recargo y los intereses; a todas, menos a las infantas. Las infantas enamoradas, por lo visto, son cándidas cual princesa Disney; será la sangre azul, que las hace más confiadas. Pero con ellas, el desconocimiento de la ley y del delito es causa atenuante. Maravilloso. Y muy poco machista, además. Con esos mimbres, que no solo fueron aceptados aunque hiciesen remover las tripas de la mitad de la judicatura española, sino que fueron repetidos como un mantra por la “gente de bien”, cualquiera podía saber que Cristina lo tenía hecho: aguantar el chaparrón, y salir corriendo para Ginebra; sacrificar a Iñaki era el mal menor, visto que el Duque tenía pocas opciones de salir de ésta empalmado.De Infanta Cristina a Cristina “La Tonta”. De adorada imagen de mujer preparadísima a preparadísima imagen de mujer enamorada; dónde Juana fue “Loca de Amor”, Cristina es “Tonta de amor”. Y los españoles, debe pensar ella, gilipollas. Mira que creer que la justicia es igual para todos…
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