¿Se imaginan a Marty McFly en un episodio de Black Mirror? Ahora, con el segundo mandato de Donald Trump apenas comenzando, la distopía se ha vuelto costumbre y el asombro ha dado paso a la resignación. Ya no es que el futuro no fuera aquello, es que parece que hemos perdido la capacidad de imaginarlo distinto.
Veamos algunos ejemplos. Trump ha sido reelegido, consolidando un mandato basado en la erosión de las instituciones democráticas y en la guerra cultural elevada a espectáculo. Su agenda ha reforzado el aislacionismo estadounidense, los conflictos con China y la UE, y el debilitamiento de la OTAN, mientras sus seguidores, lejos de desilusionarse, han encontrado en su narrativa un evangelio político. La guerra de aranceles, que comenzó como un intento de reforzar el poder económico de Estados Unidos, está desencadenado una serie de efectos que reverberan por todo el mundo. El trumpismo ya no es una anomalía; es la nueva normalidad.
Pero el fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos. Europa sigue un camino similar, con Giorgia Meloni consolidando su poder en Italia, Alemania viendo cómo la ultraderecha de la AfD gana cada vez más terreno, y en Francia, Marine Le Pen acechando el Elíseo con el viento a su favor. En Latinoamérica, Argentina ha elegido a un presidente que, entre citas a La rebelión de Atlas y performances con motosierras, ha abrazado la demolición del Estado como si fuera un episodio de Jackass. Ucrania sigue resistiendo la invasión de Rusia, mientras Putin, imperturbable, juega su partida de ajedrez con la paciencia del que sabe que el resto del mundo se cansa antes que él.
No es Black Mirror, es la hiperrealidad en su máxima expresión, una trama en la que Baudrillard, Lyotard o Chomsky habrían encontrado más preguntas que respuestas. Lo peor es que ya no nos sorprende. Nos sobran estímulos y nos falta calma; preferimos consumir indignación a procesar información. Compartimos titulares sin leer los artículos, abrazamos relatos prefabricados y, cuando alguien nos enfrenta con datos, respondemos con emociones. De hecho, ya ni siquiera vivimos en el 1984 de Orwell; nos hemos mudado directamente a Idiocracy, donde el presidente no necesita hablar en frases completas mientras el pueblo aplaude porque “dice las cosas como son”. No es que Trump sea un Camacho metido a política, pero el modelo es el mismo: la política como entretenimiento, la vulgaridad como virtud, la estupidez como bandera.
Así las cosas, cuando todo lo que queda de la realidad es su simulacro, solo queda reconocer lo que mi amigo Eduardo decía alguna vez: “¿votar? eso es para vosotros que aún sois jóvenes”. Porque esto que llamamos democracia representativa cada vez se parece más a un feudalismo de élites financieras, con una masa entretenida en guerras culturales mientras el poder real sigue acumulándose en las mismas manos. Un contexto perfecto para salvapatrias, fanáticos, locos, chorizos y palmeros. Y sí, aunque me pese, cada vez estoy más seguro de que Marty McFly habría votado a Trump… otra vez.