Cuando todo a tu alrededor se derrumba, sólo nos quedan los amigos, esa familia que elegimos libremente, tu perro, ese ser vivo que lo da todo por nada y tu familia más cercana, normalmente los que viven contigo.
Cuando la angustia comienza a abrirse camino en tu estómago, que parece que va a salirse por tu boca y sientes que sólo tienes ganas de vomitar. Cuando te vas a levantar y solo quieres que se acabe el mundo y tienes unas ganas locas de llorar, pero sabes que debes seguir para adelante. Porque tienes la responsabilidad de tirar de tí, pero también de los que viven contigo. Tu cuerpo se levanta, pero sientes que la fuerza te flaquea y apenas puedes caminar.
Es ahí donde te agarras a la tabla de salvación en forma de amigos, esos con los que puedes desahogarte sin temor, los que te comprenden, los que te escuchan sin criticar y te apoyan como si fueran el barco más seguro del mundo. Los mismos que te llaman para salir a tomar algo, te acompañan en los momentos buenos y en los malos, y que sabes que siempre puedes contar con ellos, sea cual sea tu situación. Son más que amigos, son familia, la familia que tú voluntariamente elegiste.
Y luego está tu mascota, ese perro de mirada risueña, que se vuelve loco cada vez que entras por la puerta de casa, como si hiciera un año que no te ve. Ese que sin pedir nada a cambio, te consuela, te alegra el día y si es necesario lame tus lágrimas cuando te derrumbas, se pone junto a tí muy cerquita, para que sientas su calor y su cariño. El que corre a subirse en tus piernas cuando te sientas en el sofá, el mismo que cuando ve que te preparas para salir, se sienta en medio de la puerta de casa, como diciéndote, yo te acompaño. Y que cuando sales sin él, tira de tus pantalones o de tus zapatos.
El que nunca ha tenido un buen amigo o un perro, no sabe lo que se está perdiendo en la vida, nunca podrá agradecer todo lo que ellos te reconfortan, te quieren, te ayudan a seguir adelante.