¿Cuánto tiempo precisa una persona para empezar a echar de menos el tiempo que le falta? ¿Por qué necesita el ser humano tanto tiempo para poder perderlo?
Crecían sobre mí los bosques de eucalipto, los percebes limoneros y un puñado de legumbres por cada vez que me afeitaba.
Crecían las amapolas tratando de cantarme al oído una copla escrita por el líder de las rebeliones cantonales de Cartagena.
Y creían a mi alrededor los intentos de secuestrarme la cordura aconsejándome a gritos un remedio para el dolor de cervicales.
Pero no es posible enloquecer a un hombre cuerdo si no se está más cuerdo que él.
Aprobé a la primera el carnet de identidad porque no nací con otra alternativa que la de ser como me plazca.
En mi mente se guarecía la opulencia de saberme respetado —cuando yo me levantaba, se sentaba Jurisprudencia—;
mas el cerebro se me moría como una flauta sumergida en cianuro, como un remedio para redimirme de no haber cometido nunca un pecado.
Durante toda mi vida fui un amante del oficio de la salvación.
Salvé a los bajitos de ver el cielo con un microscopio.
Salvé a los santos de poder decepcionarme —el Santoral es una nombradía de esclavos ilustres—.
Y salvé a las tortugas de sus propios complejos.
Dondequiera que he besado, hice de cada beso un lugar donde salvarme.
Y ahora, oculto entre las migas de una hogaza, clavado a la raíz que más pudo acercarse al centro de la tierra, me beso para pasar las horas en compañía de mis labios porque todo lo que soy ha terminado por gustarme, porque las ocasiones en que dejo de soñarme a mí son para soñar conmigo.