02 de Mayo de 2025
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Cultura de garrafón. Almeida, Ayuso y Vaquerizo

Quien mucho abarca poco aprieta, me repitieron mis mayores cuando era niño para inculcarme la búsqueda de la excelencia en aquella actividad profesional, una, a la que me quisiera dedicar. Ejercitar la capacidad que se cree tener, la que sea, y profundizar en ella, y solo en ella, es la vía para adquirir el conocimiento necesario exigible para salir airoso de cualquier empeño porque, aunque no estés extraordinariamente dotado para ello, se adquiere la profesionalidad suficiente o, si se es honesto con uno mismo, se descubre que es mejor dedicarse a otra cosa.

Quien no hace ni una cosa ni la otra y anda por el mundo viviendo en la ensoñación de que es un artista se convierte, simple y llanamente, en un fantoche, que es la persona grotesca, neciamente presumida, que se maquilla y viste estrafalariamente como si eso bastase para ser un creador artístico, en la creencia de que llamar la atención y abrirte un hueco como personaje en la guerra mediática por ver quien lleva más lejos la estulticia, te convierte en un referente cultural; sin necesidad de demostrar ninguna capacidad artística que te distinga ni haber creado ninguna obra de valor significativo en la esfera de las artes ni del conocimiento.

La concesión de una placa honorífica a Mario Vaquerizo, en una sala de ensayo del Centro Cultural Galileo, por su aportación, según el alcalde madrileño Almeida, a la difusión de la Movida —manoseada de manera nauseabunda—, en la que el homenajeado ni participó ni ha sido nunca referente de ese movimiento cultural; supone realzar la cultura de garrafón en la figura de su principal epitome: Mario Vaquerizo, que se define a sí mismo como un hombre del renacimiento, lo que en términos mediáticos se denomina showman; esto es, un animador de espectáculos que toca todos los palos sin dejar huella en ninguno.

Él mismo se define como un hombre orquesta porque dice que canta, es actor, y lo más sorprendente, un personaje de reallity shows. Le cuadra más el sustantivo de personajillo coreográfico que vive a rebufo de su pareja, y de las amistades que ha ido cultivando—en pelotear es un experto— con paciencia y esmero en la órbita de la derecha madrileña, del PP, en sus eventos y celebraciones donde siempre anda revoloteando alrededor de Ayuso, y demás prebostes peperos, para a ver si le cae algo. Y le funciona, solo en 2024, su grupo Nancys Rubias fue contratado para actuar en las Fiestas de San Isidro por 30.000 euros y en las de San Antonio de la Florida por otro tanto, además de los contratos obtenidos en las fiestas patronales de varias localidades madrileñas gobernadas por el PP.

Se establece así una relación de conveniencia para ambas partes: el botarate Vaquerizo obtiene contratos y promoción, a cambio de dejarse usar por Ayuso y Almeida —a él le importa un bledo— para vestirse con una pátina de modernidad, falsa y rancia, que les sirve, de manera vergonzosa, para dar la batalla a lo que llaman despectivamente: cultura progre (woke). Todos son un mismo personaje pues representan la lucha eterna entre la cultura de garrafón (de la ignorancia) y la creatividad artística, entre lo grotesco y lo refinado, entre la simpleza de las verdades de Perogrullo, y lo evocador que agita el pensamiento.

Lo malo, lo insolente, es la convicción que albergan de que el modelo cultural de Vaquerizo, es parangonable al que representa, por ejemplo, Almudena Grandes de la que dijeron de todo menos bonito, cuando el Gobierno puso su nombre a la estación de Atocha en Madrid. Y malo, también, el mensaje que asocia la vulgaridad con la genialidad al expandir la idea de que cualquiera que se suba a un escenario y perore o haga cualquier cosa es un artista, pues supone tirar al barro el concepto de creador cuyas obras activan la mente, las emociones y los sentimientos, aspectos que Vaquerizo, Ayuso y Almeida desconocen.    

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