El año 1830 se inauguraba el Altesmuseum en Berlín, el primer museo de nueva planta. Y qué museo. El edificio, obra de K.F. Schinckel, era (es) tan bueno que por décadas no se pudo hacer otra cosa que replicar su modelo: un edificio representativo que contenía una secuencia de galerías donde exhibir obras de arte más o menos bien ordenadas e iluminadas.
En 1994, el estudio Herzog & de Meuron ganaba el concurso para la construcción del museo que lo cambiaría todo. Si hasta entonces los edificios que tomaban el Altesmuseum como modelo se erigían en templos donde exhibir obras canónicas, es decir, aquellas que definen la cultura, templos que preparaban al visitante para una ceremonia distante, este nuevo museo, la Tate Modern, quería ser un pedazo de ciudad donde pasear libremente, donde entrar con las manos en los bolsillos, donde quedar con amigos y tomar un café o una cerveza mientras disfrutabas no de las obras que fija el canon, sino de las creadas expresamente para ese espacio: apuestas arriesgadas que pueden incluso llegar a fracasar, vivas, vibrantes al ritmo de nuestra condición contemporánea. El año 2000 se inauguró este museo. 21 años más tarde, ya ampliado, es el centro de un barrio que cose las dos orillas del Támesis dando lo que promete año tras año. La Tate Modern es la responsable de la creación de este nuevo modelo, un modelo que ha parasitado una estructura obsoleta, erigiéndose como puente entre el patrimonio que representa y las obras que bullen en su interior. Aquello del tiempo real se inventó allí.
Cinco años antes de la abertura de la Tate Modern se inauguraba el MACBA de Barcelona, enésima variación del Altesmuseum nacida con mal pie. El MACBA, digno representante de la era de los Starchitects, se pensó antes como el edificio de Richard Meier en Barcelona que como museo, un edificio por encima de las posibilidades del lugar, excesivo, grandilocuente, chillón. Con su construcción sucedieron tres cosas: una, ganamos una marcianada, dos, perdimos cohesión urbana y tres (la peor), se interrumpió la implantación del brillantísimo plan Del Liceu al Seminari, obra de Clotet-Tusquets (en perspectiva, el equipo de arquitectos más brillante que construyó en la Barcelona del siglo XX), que ordenaba un Raval que jamás llegó a tener identidad definida, dependiendo siempre del más ordenado Barrio Gótico al otro lado de las Ramblas. Y es que Barcelona siempre ha llevado fatal eso de las estrategias a largo plazo.
El MACBA original, más un teatro que un templo con sus rampas que van mareando al personal de un lado a otro de la plaza dels Àngels, proponía todavía aquella distancia canónica hacia las obras de arte que la ciudad fue borrando como pudo a base de CCCBs y antiguas sedes del FAD y de obras que fueron colonizando el desbarajuste creado por su huella, culminando en esta especie de performance chunga que significó la deslocalización de la obra barcelonesa de Keith Haring, que tuvo que ser repintada por técnicos de esos con bata blanca y guante de látex, técnicos que reprodujeron milimétricamente aquellos trazos rápidos y resacosos que el artista hizo en otro solar, fosilizando un graffiti que nació como acto espontáneo para acabar erigiéndose en símbolo de la distancia entre la institución y la ciudad.
Ahora dicen que amplían el museo, pero lo que en realidad hacen es darse la oportunidad de cambiar su modelo, pasando del templo al ágora. El proyecto ganador del concurso, obra de una asociación de Harquitectes con el estudio suizo Christ & Gantenbein, construirá esta oportunidad, preparando la ciudad para esta abertura.
El cómo. Londres, 1100 quilómetros al norte, necesitó convertir la gigantesca sala de turbinas de una central eléctrica en un espacio público cubierto y climatizado para obtener su punto de encuentro. Aquí, en lugar de esto, se ordena el sistema que forman la calle Elisabets con la plaza dels Àngels, se acondiciona la capilla del convento como este espacio gratuito y abierto donde el público podrá acceder sin comprar una entrada y se dispone una galería contra la plaza montando unas vidrieras abatibles que funden literalmente el espacio público de la plaza con el semiprivado del museo en un gesto contundente que ha llevado al equipo a ganar el concurso con la autoridad que da no pensar en formas, sino en acciones. Por el camino se dota al museo de tres salas más de exhibición y de una especie de patio interior que recalifica la capilla al tiempo que ilumina la parte trasera de los soportales mostrando su carácter de elemento sobreañadido, un elemento regulador de tremenda potencia formal que me recuerda fuertemente a una de mis operaciones favoritas de la ciudad: la columnata que Daniel Molina propuso en 1840 (tan sólo diez años más tarde que el Altesmuseum) para ordenar el llano de la Boqueria, columnata que, como me dijo el mismo CLotet, es lo que tiene valor de verdad en este mercado, más que la cubierta modernista, y que Tusquets y él propusieron resolver de manera diversa a la que, finalmente, ha construido Carme Pinós en un proyecto que tiene tanto de valiente proponiendo formas edificatorias innovadoras como de inmodesto e ignorante hacia el contexto cuando se trata de gestionar esta cubierta modernista. Pero esto es otra historia.
El edificio Meier se mantiene como la marcianada que es, pero, gracias a esta propuesta, le suceden dos cosas buenas: la primera, se evita que tenga que competir con otra marcianada, porque la nueva propuesta se resuelve con el idioma de la ciudad. La segunda, su carácter escenográfico queda matizado por esta nueva plaza, que le enfrenta la galería que, en diversas intensidades, confronta a ciudadanos y visitantes con una cierta armonía creando esta especie de teatro de la vida que propone cualquier espacio urbano de calidad. Y, ya puestos, deberíamos hacer algo con los skaters, a quien la ciudad tiene el deber de reacomodar si no quiere dejarse perder un movimiento cultural de potencia insospechada.
Pero no es Meier el arquitecto que planea por encima de este proyecto, y cualquier participante del concurso que lo haya pensado habrá caído e una trampa que lo habrá descalificado sin más. Son Clotet y Tusquets en quienes había que pensar, y más tarde Clotet Y Paricio, que construyeron ese edificio excepcional de la parte sur de la plaza al que se ha adosado la galería, edificio que, por cierto, se erige en modelo de buena parte de la arquitectura de Harquitectes, primer estudio local en muchos años que sale de su asociación con unos arquitectos extranjeros dejando a todos convencidos de quién ha llevado la batuta y, de paso, de la mejor salud de nuestra arquitectura respecto de la suiza, que hace años que da síntomas alarmantes de envaramiento y cansancio. Decía. Clotet y Tusquets concibieron su Del Liceu al Seminari como un acto de amor hacia la ciudad de Barcelona, una obra que reconocía episodios, secretos, recursos de muchos edificios aparentemente anodinos que, por acumulación, habían densificado la zona poblándola de edificios demasiado grandes para su parcela, edificios capaces de subministrar la intensidad de uso al lugar que ahora apreciamos y queremos y reconocemos como lo que ha creado la vida de Barcelona: el Liceu, el Romea, la Virreina, que se encadenan y se cabalgan y abren perspectivas insospechadas. El plan se bebía todas estas anécdotas, las digería y las convertía en el centro del relato que animaba toda la propuesta.
Harquitectes ha dibujado su plan como la continuación lógica de Del Liceu al Seminari. Este hablar el idioma de la ciudad que he anunciado antes es la constatación que el estudio bebe de estas fuentes, las interioriza y las continua con sensibilidad, con una valentía que le permite operar sobre edificios catalogados con respeto pero sin complejos, resolviendo mucho con casi nada. Ahora falta que la dirección esté a la altura del edificio, que, como toda obra pensada desde la acción, quedará supeditada a cómo se gestione. Una mala barrera ante la entrada de la capilla, un error recolocando las taquillas, un segurata con mala cara y el proyecto perderá mucha intensidad. En mi render favorito, donde se ven la capilla y la columnata y Meier es tan sólo una mancha blanca en el margen superior derecho de la lámina, la terraza en que se transforma la cubierta de la galería (otro pedazo de ciudad) exhibe cinco obras contemporáneas que mi ignorancia manifiesta en este campo me impide reconocer, cinco obras como cinco cariátides que me han recordado a esta magnífica novela de David Pulido, La Torre de la Encrucijada, una novela fantástica (fantástica del género fantástico, aunque también sea fantástica porque está muy bien escrita) que sucede en un Madrid donde las estatuas de la Gran Vía cobran vida y bajan de sus pedestales y protegen a los protagonistas y luchan entre ellas, consiguiendo que el lector se haga suya una calle que ya no podrá ver nunca igual. Estas cinco cariátides-que-no-son-cariátides, si se llegan a colocar, se mezclarán con la gente y entonces sí que el museo estará vivo. Animo a alguien a escribirlo.