Una mañana de hace pocos días un muchacho adolescente estaba parado en una esquina del barrio de las Letras de Madrid. Su actitud de total indefensión y desconcierto me alertó. No pedía limosna porque no sabía. No llevaba más que una esmirriada chaqueta sobre los tejanos gastados. Ni mochila, ni maleta. Me acerqué y le pregunté qué hacía allí. Balbuceando me dijo: “He salido ahora de un centro de menores”.
No hacía falta más información. Rebusqué en el bolso, le dí unas cuantas monedas para un bocadillo y me dio las gracias.
Todavía no se me ha quitado la vergüenza de ser española, de dar una mísera limosna a un muchacho alto y flaco que debía tener hambre, y al que nuestro Estado del Bienestar había alojado un tiempo para echarlo a la calle cuando la ley dicta, que es cuando los señores y las señoras diputadas deciden que los menores que acogemos ya no tienen derecho ni a alojamiento ni a comida, ni a un empleo ni a estudios. Solo tienen la calle.
Allí donde en cada esquina hay un mendigo, que lleva de inquilino semanas, meses -no quiero pensar que años- en el portal de un edificio, en el cajero de un banco, debajo de unos asientos de piedra, en el barrio más céntrico de Madrid, y no tiene más esperanza que la de que alguno de los afanosos transeúntes se dé cuenta de que existe.
¿Cómo habrá llegado hasta aquí? ¿En patera, en tren, en avión? ¿Se tiene derecho al asilo que dispone la ley cuando se llega en avión como los ricos? ¿O es preciso haberse lanzado al mar en compañía de decenas de otros seres tan desgraciados como él, en una inestable y desguazada barquichuela, como las que vemos en las imágenes televisadas, a las turbulentas olas del Atlántico?
¿Y cuando llegó a tierra firme, sin naufragar, quién se hizo cargo de él y lo internó en un albergue de menores? ¿Y qué hizo durante todo el tiempo que transcurrió hasta que lo pusieron en la calle con las manos en los bolsillos? ¿Aprendió el idioma, estudió algo de la cultura española, le formaron para poder ejercer un oficio? ¿Y los que atienden a estos muchachos durante X tiempo saben que les van a abrir la puerta en un momento determinado y les indicarán la calle que será su único hábitat? Y después, ¿atienden igual a cualquier otro adolescente que ocupará la cama que deja vacía el que ha cumplido la mayoría de edad? La mayoría de edad, ¿para qué? ¿Para trabajar? ¿En qué? ¿Le enseñaron un oficio, le buscaron un empleo antes de despedirlo? ¿Dónde pensaron que iba a vivir? ¿Les importa?
Las excelentes noticias de la economía de nuestro país, que todos los días airean los medios de comunicación, los políticos, los periodistas y los expertos en economía, que se encuentra en la cima de la recuperación de todos los países europeos, ¿no permiten tener albergues, escuelas, tutores, para los migrantes menores que llegaron a las tierras españolas sin más equipaje que una raída chaqueta, cuando han cumplido la edad en que la ley dice que ya no merecen la protección de nuestro Estado?
¿Qué se supone que van a hacer esos muchachos cuando se encuentren en una esquina de un barrio esperando que alguien caritativo les dé dinero para comprar un bocadillo? ¿Qué seguirá a ese momento? ¿Volverá a pedir limosna? ¿Y luego qué? ¿Buscará un portal donde tenderse? En el infierno de la marginación siempre hay hueco para un muchacho que solamente tiene una chaqueta: la prostitución, el tráfico de drogas, la mafia que le enseñe el uso del butrón, la venta de fentanilo. Dependiendo de las habilidades que tenga, quizá podrá encontrar al aprovechado que le alquile la bicicleta con que reparte comida a domicilio, a costa de perder la mitad del salario. Hace poco que me he enterado de ese traspaso que algunos espabilados rentabilizan, que no sé si la empresa conoce, aunque no debe ser un secreto más que para mí.
Esto es a lo que se denomina Estado del Bienestar, aunque no dicen de quién. ¿De los diputados que aprueban las leyes, de los ciudadanos que podemos pagar los impuestos, de los políticos que compiten agriamente por alcanzar el poder? De los migrantes sin albergue, de los sin techo, de los menores emancipados en la esquina de una calle, desde luego que no.
Y a la vez, esos partidos y grupos y asociaciones de extrema derecha que se han hecho con unas cifras de votos apreciables, que braman todos los días contra los migrantes, incluso los menores, y que han convencido a la escoria humana de sus votantes de que hay que echarlos al mar o devolverlos a su lugar de origen o a cualquier otro en Albania, en Ruanda, en Turquía, en Marruecos, allí donde no los veamos. ¿Por qué nos molestan? Si apenas hablan, si se conforman con un bocadillo, si no les buscamos ni una cama donde dormir, ¿en qué consiste la molestia? En su existencia. En su presencia apenas visible, que cuando alcanzan a verla les recuerda que están ahí, que son seres humanos, que mientras ellos están en la esquina esperando la limosna nosotros y nosotras disfrutamos de la protección y las comodidades de nuestro Estado del Bienestar, y que les despreciamos, cuando no les odiamos, porque al estar ahí, en la esquina de una calle, en pie, esperando la limosna de un bocadillo, nos recuerdan que somos ciudadanos del país de la Unión Europea que disfruta de la recuperación económica más rápida del continente más rico del mundo.