La deslealtad, reverso de la lealtad que es la fidelidad a unas ideas, a un grupo o una persona, es el delito moral más desgarrador que se puede cometer pues desvela el engaño deliberado y la traición de la confianza que el traicionado había depositado en el desleal. La deslealtad expresa la ruindad de quien la comete, porque muestra la falsedad de la amistad mostrada y, en este caso, de la ideología que se decía representar y defender. Por eso la traición del desleal tiene un efecto doloroso en el traicionado que se queda vacío, sonado y al borde del cao, como reflejaba el rostro de Pedro Sánchez, al pedir perdón a la ciudadanía por el grave error cometido que supone asumir sus efectos en primera persona, por haber puesto a dos desleales al frente de responsabilidades políticas que incorporaban la gestión de dinero público.
¿Cómo es posible que teniéndolos tan cerca durante años, nunca me di cuenta de los tejemanejes de Cerdán y Ábalos para llevárselo crudo? Seguro que este interrogante ha machacado la mente de P. Sánchez, como le sucede a cualquier mortal cuando descubre que le ha engañado el que parecía más afín: el más leal. Interrogante que debería llevarle a cuestionarse que no se puede tener confianza ciega en nadie, cuando lo que está en juego es el poder y el uso de recursos públicos. Hay que reforzar los controles.
Tras la reacción inmediata de cesar a Cerdán en todas sus responsabilidades y cargos políticos —lo que nunca ha hecho el PP con sus muchos cargos públicos procesados y sentenciados por sus desmanes en la administración de lo público—, el Presidente Sánchez no debería darse por satisfecho, sino aprovechar la situación para rearmarse ideológicamente, acometer cambios de calado en la dirección del PSOE, y renovar algunas caras en el Consejo de Ministros, para afrontar los dos años que aún quedan de Legislatura con ilusión renovada.
Salvo los muy cafeteros de la derecha dispuestos a hacer lo que sea para tumbar a este Gobierno, cualquier observador de la realidad sabe que la frase admonitoria de Aznar, el que pueda hacer que haga, fue la espoleta para desatar una estrategia orquestada para acorralar al Gobierno y a su Presidente. La razón de esa estrategia, repleta de inquina, no es solo el sentimiento de que cuando no gobiernan es porque les han robado el poder; sino el paquete de medidas sociales y económicas puestas en marcha en estos años de Gobierno, para equilibrar las desigualdades entre los ricos y la clase media y trabajadora. Medidas que están funcionando al punto de que nuestro país tiene los índices económicos de crecimiento y creación de empleo más altos de los países de la OCDE.
Pero no son estos datos lo que más solivianta a la derecha, que opta por ignorarlos; sino el haber tocado algunos cotos de poder donde no hubo transición política, de manera principal el ámbito judicial y las cloacas del Estado. La reforma, aprobada en primera lectura en el Congreso, de la Ley de enjuiciamiento y acceso a la carrera judicial, supone remozar y meter aire fresco a un sistema cerrado, accesible solo a las familias con recursos que ha degenerado en una endogamia, asentada en el poder omnímodo e intocable de los jueces. Sorprendente su indignación cuando son criticados por sus sentencias (la opinión libre es un derecho), mientras ellos se permiten el lujo de criticar las decisiones que aprueba el poder legislativo (la Ley de Amnistía o esta reforma), con concentraciones ante los juzgados, donde se ha gritado Pedro Sánchez corrupto. ¡Insólito!
Democratizar el sistema judicial no es el único frente en el que las políticas de este Gobierno hacen pupa a los poderosos. Por ejemplo, con el impuesto a la banca por sus beneficios extraordinarios (aún no han devuelto el dinero público gastado en salvarles el culo en la crisis financiera de 2018), o a las multinacionales de la energía. Empresas que, año tras año, acrecientan sus beneficios en rangos cercanos o superiores a los dos dígitos.
Hay mucho aún por hacer para conseguir un país mejor, menos desigual y más equilibrado socialmente; por eso, hay que dejar de lamerse las heridas por los errores cometidos por las deslealtades de los que parecían ser los más leales (lección de vida), y retomar la iniciativa con brío y proyectos renovados. Ahora con el verano encima, P. Sánchez podrá reflexionar para ofrecer un programa de reformas para seguir haciendo que España sea un país mejor.