No soy ni agnóstico ni ateo, pero tampoco vengo con ningún rollo mesiánico, así que relájense. Esto no es un sermón ni voy a repartir estampitas. Los de Los Planetas lo dijeron bien claro: no es cuestión de fe, es cuestión de vértigo. Porque Dios -si es que existe y desde esta tribuna de moral les digo que sí existe-, no está sentado en un trono celestial, ni escondido entre las páginas de un misal. No, Dios se halla en ese feliz instante de la dicha, más allá del tiempo y del espacio, que no es otra cosa que el vértigo de la existencia. ¿Acaso la ilusión y la esperanza no son el lenguaje de lo divino?
Y sí, Dios existe. Y no me vengan con que no, porque yo lo he visto y lo he sentido. No en las iglesias ni en los altares llenos de oro y de santos de mirada perdida. ¡Qué va! Lo he visto en los ojos de los enamorados, observándose a un palmo de distancia, cuando sus ojos se encuentran como quien se halla al borde del abismo y decide dar el salto, sin red, confiando en el otro. Ahí está Dios, en ese vértigo. Dios no está en el templo, está en la dicha que te recorre el espinazo cuando el otro te mira como si fueras el único ser en la Tierra.
Los curas se han pasado siglos buscándolo en libros polvorientos y en letanías monótonas. Pobres ingenuos, ¿cómo va a estar Dios entre el incienso y las homilías recitadas de memoria? Lo divino vive en el amor, el amor palpable y cotidiano, no las cadenas de esos dogmas que nos ha querido imponer desde hace milenios esa Iglesia miserable y manipuladora, que nos ha engañado con sus pecados, sus mandamientos, sus tributos, sus abusos y sus mentiras.
Dios no es el Señor de las alturas, sentado en un trono de nubes, dirigiendo desde allí arriba nuestras miserables existencias. ¡No! Dios es un rumor que corre de boca en boca cuando dos se confiesan su amor y se besan y sienten el cosquilleo en las entrañas, es el abrazo cálido cuando todo lo demás se desmorona. Porque, ¿qué más queda cuando no queda nada? El amor, ¡siempre el amor! Esa es la evidencia de lo divino, la única que cuenta.
Las religiones lo han empuercado todo, han convertido a Dios en un comerciante, un burócrata del cielo que pide sacrificios y plegarias como quien rellena formularios. Pero la verdadera divinidad no se deja enclaustrar en sus oficinas celestiales. No. Dios si existe -y ya les he dicho que sí existe- se vislumbra, escurridizo, en los momentos más simples, en la sonrisa del ser amado, en el susurro de una promesa cumplida, en el silencio compartido. Lo divino está en lo simple, en lo pequeño, en aquello que pasa desapercibido. No pertenece a nadie, y nunca lo hará.
Si lo queremos, a lo mejor hasta se sella la expresión de lo divino en una estampita de la Virgen de los Ángeles -o el Arcángel San Miguel o San Francisco de Asís o San Cristóbal o el santo de su devoción-, regalada con sincero amor. Porque, al final lo divino se articula con el lenguaje de nuestras tradiciones, donde cosmogonías y cosmologías se hacen cachos. Y si no lo creen, fíjense, sobretodo los incrédulos, piensen en esto como una posibilidad más que en una certeza:
Cristo es un invento de Roma que combina características de varios mitos previos. Su nacimiento fue el 25 de diciembre, de una virgen, y comparte similitudes con los relatos míticos de Atis, Buda, Horus, Krishna, Mitras y Zoroastro, quienes también nacieron de vírgenes y fueron vinculados al solsticio de invierno. Mitras tuvo doce discípulos y fue llamado el Buen Pastor, el Salvador, la Verdad y la Luz; se sacrificó por la paz del mundo, fue enterrado y resucitó a los tres días, y su día sagrado era el domingo. Atis, además, murió por la salvación de la humanidad crucificado en un árbol, descendió al submundo para resucitar… ya se podrán imaginar: a los tres días. Podríamos seguir con el resto.
Y fíjense, que no comparto ninguno de estos relatos que van cambiando con los tiempos, sean supersticiones, creyencerías o la Verdad revelada, pero me pregunto si todo eso no es más que la expresión de lo divino en las tradiciones humanas. Lo divino en su esencia no necesita púlpitos ni templos de mármol ni minaretes ni torás. La expresión de lo divino está en las manos que se entrelazan, en la risa que estalla sin motivo, en la ternura que desarma al más duro de los hombres. Si no lo han visto, abran los ojos, es lo único que aturde el caos de la existencia.
Dios, ese ser adusto y distante que hemos moldeado a nuestra conveniencia, es poco más que un espejo de nuestras miserias y aspiraciones. Se le adora en templos fríos, se le teme, se le implora. Pero lo divino, ah, lo divino está en todas partes, sin nombre ni rostro. No pertenece a ningún libro, ni necesita intermediarios. Se manifiesta en un amanecer silencioso, en la mirada cálida de un desconocido, en el leve roce del viento. Lo divino no es propiedad de nadie, ni lo será. Dios es una idea; lo divino, una presencia.
Lo divino, se imaginarán, no va a ponerse a perder su tiempo con los miserables que se revuelcan en sus propias miserias. Porque lo divino no anda por ahí, metido donde todos se pudren. Lo divino está en otra parte, donde te jala de las tripas, te revuelca el alma, te arranca del fango. Y es fuera de ahí y solo fuera de ahí donde florece. Todo lo demás es basura, un sueño de basuco, un asco, una trampa de perversidad sin remordimientos. ¿Y el amor? El amor, si lo tenemos es para darlo, como dijo el Maestro. No es para guardarlo como un avaro miserable, es para regalarlo, para lanzarlo, para desperdiciarlo si hace falta, pero nunca para pedirlo. ¿Qué pide zutanito por ahí si nunca lo dio? Si no lo tiene, que no se queje, porque igual nunca se lo van a dar. El amor es para darlo. Y hay que ser generosos. Solo ahí encontraremos el feliz instante de la dicha de transitar lo divino.
El amor y la esperanza, ese par que se nos muestran tan débiles si no se les cuida, son los que al final tienen razón. Son los que de verdad valen algo, aunque a los cuerdos no les guste escucharlo. El amor es la luz que brilla en la oscuridad más negra, ese fondo necesario para que brille la luz, esa que ni el odio ni el miedo pueden apagar. Y la esperanza, esa ilusa, es la que insiste en que siempre hay un camino para salir, aunque todo se haya ido al carajo.
Así que, si buscan a Dios, no lo busquen en los templos de mármol ni en los sermones vacíos. Busquen en el amor que dan, en la sonrisa que comparten, en la mano que tienden. Porque ahí y solo ahí florece lo divino. Todo lo demás, todo lo que se construye sobre el odio y el miedo, tan humanos ellos, no es más que humo. Lo divino solo está en el amor y en la esperanza, no en el pozo de odio y miedo donde los muertos siguen vivos.