Dios no ha demostrado que existo pero cree en mí con absoluta certeza.
Qué poca sombra hace mi cerebro y, sin embargo, cuando calla lo mucho que se nota —el ego es el origen de toda melancolía y la verdad nos hizo libres salvo de la verdad misma—.
Traté de suicidarme en Oslo, Menorca, Pekín y Melena del Sur; pero un hilo me tiene atado desde el tobillo a la Antártida;
y desde entonces empleo el tiempo en consolar la hierba en que reposa mi cadáver.
Nada he de hacer que la prudencia me lo impida.
Y no me fío nunca de quien se describe a sí mismo como si fuese un experto.
Tuve un sexo sentido, una caries monolítica, una otitis proclamada delegada de la clase,
la gravedad de las órbitas celestes en la cicatriz de mi clavícula y trece vacas asturianas con las que subo la marea todas las tardes en el camping La Paz.
Sirvo para pedir perdón y me sé perdonar para seguir adelante; me permito un error por cada vez que desespero.
Me tengo prohibido beber al día más de siete litros de agua y soy un puente más antiguo que el afortunado río que lo cruza por debajo.
Ay, ¡la mala suerte!; ella no es culpable del alfabeto griego, ella no es la causa de que los palacios tengan goteras y de que el pueblo español espere el advenimiento
de un ídolo de masas, con una Constitución intrauterina redactada del cuarto al séptimo mes de haber sido concebido.
Ay, ¡la buena suerte!; otra neurona acuchillada en la conciencia del idiota.
He pasado tres noches decidiendo si morirme o no al otro lado del abecedario.
He pasado tres noches en el dormitorio buscando la puerta de mi propia casa y tratando de comprender por qué se va la luz
cuando estornudo o qué será de mí cuando sonría el mes que viene.
Tengo siempre tanta sed que he pasado tres noches convenciendo a un río de que el mar se encuentra detrás de mi epitafio.
Pero jamás un corazón me dio por muerto porque defeco las heces más bonitas de mi barrio.