Francisco-Villena.jpg

Donde habita el recuerdo

06 de Octubre de 2024
Guardar
Donde habita el recuerdo

“Yo he tenido un montón de hogares. Ahora mismo, en este preciso momento, contigo, aquí, esta casa es mi hogar. Esta finca, este jardín, esa playa, la desembocadura, la otra banda, el coto, Malandar, todo esto visto contigo desde aquí es ahora mi hogar. Cada habitación, cada estudio, cada apartamento, cada piso, cada cama que alguna vez compartí con alguien que me quería y a quien yo quería, o con alguien a quien le gustaba y que me gustaba, todo eso fue mi hogar. Un hogar pasajero, provisional, improvisado, efímero, vale, pero un hogar”.

Aquí me tienen, tomándole prestadas unas palabritas que el maestro Eduardo Mendicutti dejó sueltas por ahí en su Malandar del 2019, donde tres amigos, Toni, Miguel y Elena, se reencuentran en la playa una y otra vez a lo largo de sesenta años. Porque, claro, las vidas de ellos se enredan y se desenredan, caminos que se bifurcan, como siempre ocurre. Pero, pese a todo, la playa sigue ahí, testigo mudo de sus reflexiones sobre lo que fue, lo que amaron, lo que quisieron y lo que nunca se atrevieron a confesar. Porque en Malandar el hogar no está entre cuatro paredes y un techo, ¡qué va!, sino esos recuerdos, esas miradas cómplices, esas conversaciones al atardecer que resisten al tiempo, aunque el tiempo mismo les arrebate casi todo. Y ahí está lo hermoso, lo liberador y lo doloroso también: la vida sigue, pero no se olvida, nunca se olvida.

Ahora bien, Mendicutti, señoras y señores, no necesita presentación. Yo, si me apuran, les diría que es el mejor prosista en español que tenemos por estos días. ¡Vaya si es difícil elegir solo uno de sus títulos! Malandar, Otra vida para vivirla contigo, Los novios búlgaros, Para que vuelvas hoy, California, El palomo cojo, Una mala noche la tiene cualquiera... Cada uno de ellos es una joyita, una maravilla, una caricia y una bofetada. Yo, por supuesto, lo tengo en mi altar personal, junto con Vallejo, Puig, Zapata, Caicedo y Lemebel. Porque uno no puede andar por la vida sin sus diositos literarios, ¿verdad?

Empezar de nuevo no es para los tímidos ni para los que se asustan con su sombra. No, señoras y señores. No es que un día nos levantamos y decimos: “Bueno, hoy quiero cambiar de vida”. No, no. Como con la felicidad, que no viene gratis ni por defecto, sino que es una decisión, un acto de resistencia, de osadía, lo mismo pasa con los nuevos comienzos. Renovarse es lanzarse al vacío, con todo y vértigo, confiando en que, de alguna manera, habrá algo abajo que nos detenga, que nos acoja, aunque muchas veces lo único que encontramos es más vacío. Pero seguimos saltando, porque de eso se trata, de no rendirse.

Claro, todo esto del nuevo curso, la nueva vida, el empezar otra vez, es como una promesa que suena bonita: páginas en blanco que parecen curar todas las heridas. Pero, les digo una cosa, y no se lo tomen a mal: no se puede empezar de cero. Lo que fuimos sigue ahí, pegado como el polvo del camino, como ese viento del campo que nunca se va. Cargamos con nuestras decisiones, con las casas que habitamos, con las personas que amamos y que, a veces, dejamos atrás.

Entonces, ¿por qué insistimos en comenzar de nuevo? Porque es lo único que tenemos. Porque reinventarse es la única opción, la única forma de seguir adelante, con todo y cicatrices, con todo y miedos. Como la felicidad, que es un acto de rebeldía, un nuevo comienzo es una declaración de guerra. Y, al miedo, hay que ganarle siempre. Siempre, siempre, con esos “siempres” tan bonitos que parecen eternos.

Octubre apenas comienza y ya sentimos las rutinas que vuelven a atraparnos. Pero cada curso, cada inicio, es una oportunidad. Podemos enfrentarlo con resignación o con ganas. No es que el destino nos obligue a cambiar, no. Pero, en medio de este caos en que vivimos, hay que encontrar nuestras pequeñas victorias, esos momentos en los que podemos decir: “Esto es mío. Este es mi pedazo de libertad”. Y con eso, créanme, basta para seguir adelante, aunque sea por un ratito.

Empezar de nuevo, eso sí, es un lujo que no todos pueden permitirse. Y para otros es una condena. Pero, si lo hacemos, que sea con las manos bien firmes, con los pies bien plantados en la tierra. Porque cada caída es una lección, cada tropezón nos enseña algo. Y, si la felicidad es una opción, el nuevo comienzo también lo es. Y les confieso algo: ya estoy en una nueva casa, con esa ilusión de la página en blanco, mirando el amanecer cada día como si fuera el primero.

Al final, ¿qué hace que un lugar se sienta como un hogar? Pues Mendicutti, en su infinita sabiduría, me enseñó que el hogar no está en lo físico. No, queridos lectores. El hogar es donde habitan los recuerdos, donde todavía resuenan las risas, las lágrimas y los abrazos que nunca se olvidan.

 

Lo + leído