Por más que sostengamos que garantizar el cumplimiento de los derechos humanos se asocia indiscerniblemente a la práctica democrática no podemos dejar de soslayar las faltas o carencias de ésta. El silencio de millones, sus lágrimas y estertores famélicos por el hambre y la indignidad a la que están sometidos nos liberan, emancipan, o mejor dicho o más justamente, nos obligan a que dejemos de un lado, por un instante a las palabras, que las pongamos entre paréntesis. Y en tal entre, suspenso o epojé, acaece, sucede, acontece, el ipso facto. La acción que dimana de un sentido intuitivo, de una noción que asoma como defensa ante la posibilidad de que finalmente caigamos en el resultante ocluyente del ser procedimental, automatizado y privado, por ende de humanidad y por tanto de subjetividad. La instancia objetiva, el devenir opresivo de lo que es y a partir de tal sentencia que nos insta a que no podamos decir más nada. Tal fuga es la que debemos continuar, la historicidad misma de una aventura descollante, dónde nos descubren y nos vuelven a encerrar para nuevamente intentarlo. El pasaje al acto, más allá de lo psicoanalítico, que sale de lo personal, vía lo singular para encarnarse en lo general, público, colectivo o político. La idea del estado-nación en pleno feudalismo no dejó de ser tal hasta el momento mismo en que la trama de la huida de los castillos se convirtió en la norma que constituyó aquel germen instituyente, que un día y una hora germinó en un campo social que hasta tal entonces parecía yermo.
Lo expresa muy bien Jorge Alemán desde la izquierda lacaniana "el acto instituyente se juega en la relación entre lo imposible y lo contingente, y la institución se juega entre lo necesario y lo posible" (El retorno de lo político. Página 12. 20 de Agosto de 2015).
La democracia necesita de una institución aún no constituída, que fortalezca el fantasma de que aún es posible que dentro de sí, los sueños sigan teniendo lugar dentro de las urnas. Para tal constitución, se precisa de la contingencia performativa del acto puro, del que solamente a partir del mismo pueden surgir las indagaciones. Hasta para la ciencia misma, es decir, sobre todo para la ciencia misma, la última ratio es una instancia inexplicable y fuera de las condiciones que alentaría una explicación. La más reciente conjetura, en este campo acerca del origen de la vida eucariota propone que habría surgido cuando una arquea engulló una bacteria y estableció con ella una relación de cooperación. La bacteria se terminaría convirtiendo en la mitocondria que tienen todas las eucariotas, un orgánulo que genera energía y que todavía hoy mantiene material genético propio.
A diferencia, ahora, de la izquierda lacaniana que traza el diagnóstico, más no así el tratamiento vinculado o bajo una armonía de sentido, lo imposible del acto instituyente no puede provenir de la soledad común de un pueblo, una mayoría en construcción que tenga por objeto lo inasible o lo inapropiable.
¿Cómo no desear formar parte o ser partícipe de la propuesta de un acto instituyente? ¿Bajo que parámetros teóricos nos pueden indicar en las máscaras de populismos y emancipación que la diáspora, que la dispersión y lo difuso, la multiplicidad estallada no vuelve, nuevamente a pretender agenciarse en un sentido unívoco o que se agrupe, junte o constele bajo una idea, noción, intención o hermenéutica identitaria?
Alumbramos como propuesta, desde el desierto de lo real de un ámbito deforestado de posibilidades amigables para el desarrollo de un corpus normativo o de una teorética aséptica de enjundias, inequidades, temores y vacilaciones demasiado humanas, que un acto instituyente, que suceda por la contingencia para constituir un dispositivo o una institución que brinde, aporte u ofrezca a la falta de lo democrático, tiene necesaria, como estrictamente que ver con un ejercicio del filosofar permanente.
Llamamos a esta dinámica, en el caso de que pueda ser tal, al cuestionamiento orientado ante las fuentes infranqueables de lo dado, entendido como sistema general, asentado en la lógica basal, neural y resultante del número o lo numérico. Es decir en términos tácticos, la institución que alumbre tal acto instituyente, podría ser un parlamento filosófico. Desde tal lugar, en la asunción de una representación de hecho, todos quiénes se dediquen a los aspectos generales, a las primeras y últimas causas, y a la búsqueda del saber, como manifestación del poder, podrían reunirse allí, cada vez que lo resuelvan para brindar a la democracia y por ende a la comunidad, legitimidad argumental, es decir razones, dialéctica, intenciones e intuiciones y la noemática armónica de sentidos en un papel.
Sostener el filosofar permanente e incardinarlo cómo método para alcanzar objetivos políticos puede sonar, a primera instancia contradictorio, ilusorio y en el mejor de los casos impracticable.
Nos alienta el saber, que sea de esta manera, y aún no existiendo otra u otras, lo seguiremos intentando y esto mismo es la prueba irrefutable que el filosofar permanente es el sendero de bosque de la vida auténtica que nos puede sacar de la prisión opresiva e intolerable en la que hemos convertido nuestra experiencia de vida y nuestro modelo de cárcel.