A muchos, sin duda, les ofenderá la comparación. Sin embargo, aunque la España de matriz castellana y monolingüe no corresponda a los Afrikaaners de Sudáfrica, ni los catalanes son negros, el estado sí se ha dotado de mecanismos legales, jurídicos y administrativos que suponen, a la práctica, la merma de derechos políticos de la ciudadanía catalana. Y lo que es todavía peor, buena parte de la sociedad española ha asumido mecanismos psicológicos y discursivos que recuerdan al ignominioso régimen reinante en el país africano hasta 1992. En el primer caso, el institucional, cabe recordar que el gobierno de Pretoria era un estado de derecho que se consideraba democrático, con su constitución, su parlamento, su sistema de partidos, sus elecciones, con su aparente separación de poderes, sus tribunales aparentemente imparciales, su administración aparentemente neutral, y sus medios de comunicación aparentemente plurales. Pero la realidad es que, aunque la población de color podía votar, estaba terminantemente prohibido acabar con un régimen de discriminación. A pesar de que los medios eran plurales, los periodistas, teledirigidos por el poder despersonalizaban a la población discriminada. A pesar de que hubiera leyes o constitución, éstas se aplicaban de manera desigual para beneficiar a unos y perjudicar a otros, y a no reconocer los derechos, como sujeto político, de una parte de la población que, clamando el cielo, era la mayoritaria. Es cierto, el estado de derecho de la Sudáfrica anterior a 1992 no puede compararse al régimen del 78, pero a menudo existen coincidencias inquietantes. Nelson Mandela y otros siete dirigentes Anti-Apartheid fueron detenidos por su activismo político en 1963 y al año siguiente se celebró lo que se denominó como Proceso de Rivonia en lo que constituyó un lamentable espectáculo, con jueces prepotentes, con la no admisión de pruebas de la defensa, con la voluntad explícita, azuzada por los medios de comunicación, de castigar la disidencia, por el cual se condenaron a los encausados a cadena perpetua por el “delito” de “Alta Traición”. Como todos deberían saber, Mandela y los activistas reprimidos a escala industrial por aquel “estado de derecho”, ciertamente conspiraron contra los principios constitucionales de su país, entre otras cosas porque las leyes y las prácticas discriminatorias que establecían sus códigos legales estaban (y están) en contra del más elemental derecho a la dignidad humana y colectiva. La igualdad entre grupos étnicos es un principio universal que, como el de autodeterminación, están por encima de cualquier disposición jurídica de muchos estados, como así los grupos de derechos humanos de las Naciones Unidas les iban recordando periódicamente. Más de medio siglo después, España, que no es la Sudáfrica de los ochenta, pero que está yendo más lejos que Turquía a la hora de reprimir a su disidencia, ha montado un lamentable espectáculo en el Tribunal Supremo por el que unos activistas sociales y unos representantes políticos que hicieron lo que les exigieron la mayoría de los votantes, están siendo tratados de manera muy similar a Mandela y los siete de Rivonia. Se les acusa de algo muy parecido: de romper con una legalidad nacional para hacer prevalecer un principio superior, reconocido en los tratados internacionales y la ONU del derecho a la autodeterminación, o simplemente a que un territorio nacional, tras haber intentado secularmente un entendimiento con un estado que no acepta su singularidad, decide romper amarras. Y, otro paralelismo, los grupos de trabajo de derechos humanos de las Naciones Unidas han exigido repetidamente la libertad de los presos políticos. Y a diferencia de lo que han hecho democracias iliberales como Rusia o Turquía, ante los requerimientos de esta sagrada institución, Madrid ha optado por imitar a la Pretoria de medio siglo atrás, y pasar olímpicamente de lo que dictaminan comités compuestos por varios premios Nobel de la paz, no vaya a ser que reciban una reprimenda real, o que una prensa postfranquista les caracterice de “tibios”, o que unos partidos abiertamente franquistas, les acusen de “traidores”. Pero, un estado es un estado, al fin y al cabo. Algo que puede perecer sin que nadie derrame una lágrima, algo que puede mutar, algo que puede reformarse, algo a lo que podamos echar las culpas colectivas, algo en lo que escudarnos ante las responsabilidades propias por acción u omisión, lágrimas en la lluvia si me permiten licencias poéticas. Lo más grave de todo, lo que más debería preocuparnos, es la manera como se ha normalizado la despersonalización de la ciudadanía catalana. Lo peor es que buena parte de la opinión pública española ha normalizado una visión deformada de la realidad, en la que se ha desarrollado -más bien renacido, dados los precedentes históricos- una fobia hacia Cataluña y todas sus expresiones sociales y culturales que rompen con una visión impuesta de una España uniforme y uniformista. Desde comentarios insultantes en las redes sociales, una ofensiva histérica y obsesiva contra la presencia pública de su lengua, una asimilación del independentismo al terrorismo de ETA, llamadas al boicot, discriminación ideológica (con el caso reciente del despido de un director general de la comunidad de Aragón por sus antecedentes independentistas), y la creación-renovación de unos estereotipos que tienen inquietantes coincidencias con el antisemitismo tradicional. Es cierto, pocas cosas están tan bien repartidas como la estupidez y la maldad. El porcentaje de imbéciles catalanes y de imbéciles españoles debe de ser bastante similar. La diferencia es que aquellos que deberían ejercer un liderazgo social, político o cultural, deberían censurar el mal comportamiento individual. Y no es así. El monarca, en su intervención del 3 de octubre parecía corear el “A por ellos” que fue el grito de guerra en el que buena parte de las fuerzas policiales desplazadas para evitar el referéndum, comportándose como una fuerza de ocupación, causando más de mil heridos sin encontrar una simple urna. Javier Lambán, presidente de Aragón, aparece como instigador de una catalanofobia muy extendida entre la población aragonesa (y mi abuela de Barbastro debe estar revolviéndose en su tumba tras asistir a esta deriva xenófoba de sus antiguos vecinos). El gobierno andaluz, con el apoyo de la triple derecha que compite a ver quién tiene la rojigualda más larga, ofrece subvenciones para enseñar castellano a los andaluces (y sus descendientes) residentes en Cataluña, entre la indiferencia y el malestar de los propios andaluces catalanes que, aparte de alucinar sobre las surrealistas ideas de lo que pasa en Cataluña (las pruebas de castellano de las pruebas PISA de los alumnos catalanes es sensiblemente más elevado del de Andalucía), consideran que tienen suficiente criterio para saber lo que les interesa sin que nadie de fuera les diga lo que tienen que hacer. En el mundo de los intelectuales, que deberían ejercer un liderazgo moral, más bien escupen su resentimiento hacia una sociedad que no entienden. Incluso en mi campo, el de la historia, es muy preocupante asistir a cómo el mundo académico de Madrid está asumiendo elementos de revisionismo histórico tendentes a blanquear los crímenes de la guerra civil y la dictadura. Episodios como el aniversario de la Liberación de París, en el que los representantes del gobierno reclamaban la “españolidad” de la Nueve, la compañía de la Francia Libre formada por republicanos que fueron los primeros en llegar, obvian que el estado español les desposeyó de la nacionalidad y no parece que el régimen del 78 se la hayan devuelto. Los informes de “España Global”, una serie de dosieres informativos que tienen la intención de contrarrestar la mala imagen generada por la represión contra Cataluña, la suspensión de facto, de la autonomía, y la existencia de presos políticos, están plagados de los mismos lugares comunes elaborados hace medio siglo por Juan José Linz, Gonzalo Fernández de la Mora, o el historiador de cabecera de Fraga, Ricardo de la Cierva. Por cierto, una curiosidad histórica. Mientras que algunos resistentes catalanes como Ramón Vila Capdevila, que actuaron de manera destacada en la liberación de Francia, fueron condecorados con la legión de honor y recordados como héroes antifascistas, hoy todavia son considerados “terroristas” por esta España que, insultando la memoria histórica, trata de colocar la rojigualda en los espacios de memoria antifascistas como Mathausen. Es cierto, España no es Sudáfrica, pero lo cierto es que el aparato del estado y su ausencia de separación de poderes al nivel de “los que manejan el cotarro”, ha hecho del fraude electoral y legal algo cotidiano. Es fraude electoral que Puigdemont y otros diputados electos en el Parlament de Catalunya no hayan podido ser investidos (y que pueda circular por todo el mundo menos en España, con cargos psicodélicos). Es fraude electoral que los diputados elegidos en las Cortes Españolas, pero que han sido encarcelados por la cara (es lo que se desprende de los endebles y surrealistas argumentos jurídicos del supremo) no hayan podido ejercer sus responsabilidades como cargos electos, en contraposición de lo que sucede en casi todas las democracias e incluso en algunas dictaduras). Es fraude legal que un Tribunal Constitucional compuesto por personas elegidas a dedo por quienes recogían firmas “contra Cataluña” se cargaran buena parte de un Estatuto votado por los catalanes, anulando artículos que daban por buenos en otras reformas estatutarias de comunidades autónomas inventadas tras la aprovación de la Constitución. Es fraude legal y electoral que España utilice todas sus malas artes, presiones democráticas y otras cosas que no sabemos para evitar que eurodiputados electos, violando el derecho de sufragio pasivo, ocupen sus escaños. Es fraude legal, y un ejercicio de hipocresía esperpéntica que se pida la extradición de exiliados catalanes mientras que jamás, jamás, jamás, extraditó ninguno de los miles de criminales nazis que acogió. Uno de ellos, León Degrelle, enemigo público número uno de Bélgica, tras 49 solicitudes de Bruselas, murió tranquilamente en 1994. Es cierto, España no es Sudáfrica, pero como sucedió con el país que puso nombre a una práctica contraria a la Carta de Naciones Unidas y al más elemental sentido de justicia, el precio que tuvo que pagar para mantener aquella ficción de estado de derecho fue una degradación profunda y la corrupción moral, no solamente de sus élites, sino de aquellos que, por acción u omisión, participaron o callaron ante la flagrante injusticia de sus prácticas y crímenes. Es cierto, ni España es Sudáfrica ni los catalanes son negros, pero la pésima gestión de un conflicto bastante común en el campo de las relaciones internacionales, ha creado una cesura profunda, y diría que irreversible. La cobardía de los políticos, incapaces de encarar una cuestión de administrar las diferencias nacionales, y preferir el cómodo e irresponsable recurso a la represión (con el fin de satisfacer el franquismo sociológico, y una visión inquisitorial, hostil a la diferencia, de la que participa buena parte de la sociedad española) ha colocado a España en un callejón sin salida, y ha condenado el país, no sólo a dilapidar su crédito internacional, sino a corromper su propio espíritu y comprometer su viabilidad como estado y su nombre como nación. En una situación de estas características todos cometen errores. Y cuanta más violencia y represión, por parte de quien dispone de la fuerza, más y mayores errores se cometen. La ausencia de autocrítica por parte del estado o la ciudadanía, explicable por cierta tendencia gregaria y porque se castiga duramente a quien se salga del guión (lo que explica que el mundo cultural prefiera defender a tibetanos y saharahuis y deje tirados a sus colegas catalanes), lo único que hace es envenenar las relaciones entre personas y comunidades que, pocas décadas atrás, eran fluidas y más allá de algunas reticencias, normales. Pero cada día que España (lo que incluye tanto su aparato estatal, como su opinión pública) imita las prácticas del Apartheid, con su voluntad de negar la condición nacional de Cataluña, se continúan arrojando a la atmósfera los isótopos radioactivos que han hecho de este país una especie de Chernóbil político, que va arrasando, poco a poco, lo que había de democrático y positivo en las últimas décadas.
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