El espectáculo protagonizado hace algunos días, en el Congreso, entre algunos diputados de autonomías con lengua propia distinta de la castellana y la presidenta de la cámara, Sra. Meritxell Batet –catalana, por cierto– fue simplemente lamentable.
Fue nada más y nada menos que la constatación de algo, por otra parte, largamente sabido: que, de todas las lenguas que se hablan en el Estado español, éste sólo considera una verdaderamente española y de primera división: la castellana. Mientras que las otras parecen no importarle demasiado y las asume como una especie de estorbo inevitable.
Además, eso nos lo recuerda de manera permanente la sinonimia, que estableció la Real Academia Española, entre los vocablos ‘español’ y ‘castellano’ cuando se refieren al idioma. Si sólo el castellano, que es, como su nombre indica, la lengua de Castilla, merece ser sinónimo de ‘español’ ¿no podrían, los hablantes de otras lenguas del Estado, sentir un profundo agravio comparativo? ¿Se imaginan ustedes llamarle ‘británico’ al idioma inglés? Los escoceses, los galeses y los irlandeses protestarían, sin duda alguna, porque parecería que sus lenguas no fueran británicas. Pues algo parecido sucede en España si llamamos ‘español’ al castellano.
Disculpe, amable lector, este pequeño excurso, que no he podido evitar porque describe una estratagema tan torpe que me creo en el deber de denunciarla. Vuelvo al pretexto inicial, que da pie a escribir este artículo: por si algún lector no lo sabe, hablo de un incidente que se produjo en el Congreso el día 17 de los corrientes, cuando, primero el diputado Albert Botran de las CUP y, más tarde, Néstor Rego del BNG intentaron hacer su discurso en catalán y gallego respectivamente en el pleno y la presidenta se lo prohibió sin más, hasta el punto de retirarles la palabra.
Ya se sabe que la única lengua que se acepta en el Congreso es el castellano y que el intento de esos diputados en la lengua propia de su comunidad estaba destinado a ser sofocado de inmediato, como así sucedió por la intolerancia de la que hace gala el Estado español para con las lenguas que, despectivamente, llama periféricas. La cuestión es si eso es lógico, razonable, justo y democrático. No si es legal, que sí lo es para vergüenza de nuestra democracia.
Naturalmente, en Madrid, ciudad donde tuvieron lugar esos incidentes, ningún ciudadano de a pie tiene la obligación de comprender el catalán o el gallego. Sin embargo, entiendo que eso es muy discutible cuando se trata de la Administración de todos los españoles. Porque es que el Congreso de los Diputados, aunque no lo parezca, no está en Madrid cuando hay pleno, señorías. Está en España. Y, en España, hay varias lenguas oficiales – no sólo una– en distintos territorios, pero según la Constitución, todos ellos españoles y, teóricamente, con los mismos derechos. Por eso, es tremendamente ilógico y muy poco razonable que, mientras que muchos diputados pueden hablar siempre en su lengua, la presidenta del Congreso y Gabriel Rufián, por ejemplo, tengan que hablar públicamente en castellano entre ellos cuando, en privado, lo hacen en catalán. ¡Con la de recursos técnicos de los que se puede disponer fácilmente si hay la voluntad democrática de no marginar ningún idioma…! Pues bien: ese desigual tratamiento de las lenguas, señorías, es injusto y nada democrático.
En Bélgica, por ejemplo, el francés y el neerlandés, llamado allí flamenco, coexisten con igualdad de derechos y, en el parlamento federal, ambas son oficiales. Los diputados belgas, sean valones o flamencos se pueden expresar en la lengua oficial que deseen y ninguna de ellas se atribuye para sí misma el monstruoso apelativo de ‘lengua belga’ como si Bélgica sólo tuviera una sola lengua. Una de las de verdad, de las de primera división y no una periférica. Pues bien, en España se hace exactamente eso cuando se denomina ‘español’ al castellano.
Por su parte, en Suiza, un verdadero modelo de funcionamiento democrático, el artículo 4 de la Constitución Federal de la Confederación Helvética reza así: "Son idiomas nacionales el alemán, el francés, el italiano y el romanche". ¡Los cuatro en todo el territorio! Y, más adelante, en el 18, garantiza el uso de cualquier modalidad lingüística como derecho fundamental que es. Sin distinción alguna. Se llama respeto a los ciudadanos. A todos los ciudadanos. Hablen la lengua que hablen y por muy minoritaria que sea.
¿Por qué, entonces, en España, donde hay quien tiene la patética pretensión de que su democracia es perfectamente homologable a la de cualquier Estado europeo, un diputado por la provincia de Burgos, Valladolid o Cáceres tiene derecho a expresarse en su lengua, con las facilidades que ello comporta en cuanto a manejar con destreza los elementos discursivos, y los que lo son por la provincia de La Coruña, Vizcaya o Lérida no lo tienen?
Si los poderes del Estado nos quieren decir que las lenguas oficiales distintas a la castellana, a diferencia de lo que sucede en estados multilingües con democracias solventes, son de segunda división y, por eso, no se pueden utilizar en cualquier ocasión, ya es otra cosa. Pero, entonces, tendrán que reconocer que no todos los españoles tienen los mismos derechos. Porque no es cierto. Y, a las pruebas, me remito: todo español tiene derecho a expresarse en su lengua en todas las ocasiones, excepto si su lengua no es el castellano.
Pero aun siendo que las lenguas distintas a la castellana reciben un trato de segunda división, todavía tienen el cuajo de atreverse a exigirnos, a los ciudadanos del Estado español que tenemos otra lengua como propia, no ya que nos sintamos a gusto en este Estado que no asume la nuestra y sí la menosprecia, sino que, además, pretende que nosotros sí asumamos como propia una que no lo es. ¿Es que no tienen bastante con obligarnos a ser españoles? ¿Tenemos que ser, además, castellanos? ¿O es que no reconocen lo catalán como español? Porque si es así, ya nos vamos entendiendo… Pero, entonces, tendrán que actuar en consecuencia con las libertades y con el derecho de autodeterminación de los pueblos… ¿O es que la democracia no vale para eso…? ¿O es que los catalanes, vascos y gallegos somos españoles para unas cosas y no lo somos para otras?
Visto lo visto, que la lengua castellana tiene más derechos que cualesquiera de las otras que son oficiales en algún territorio del Estado, ¿creen ustedes que los que tenemos como propia una de esas otras lenguas oficiales podemos sentirnos cómodos en un Estado que las considera de segunda división y que las ningunea hasta el punto de prohibirlas como si fueran pecado, en lugar de aceptarlas, asumirlas, fomentarlas y sentirse orgulloso de esa riqueza? Pues, entre otras muchas más razones que no son de orden lingüístico, ésa es una por las que una gran cantidad de catalanes que queremos salir de este Estado.
Porque –métanselo en la cabeza de una vez–, por mucho que, con esa visión unívoca, cerril, cerrada y provinciana de la noción de lo que es español, la Constitución y todas las leyes que ustedes quieran promulgar consagren la lengua castellana como la de todos los españoles, no lo es. No lo es. El castellano, que domino ampliamente y que amo como cualquier otra lengua, como amo todas las lenguas porque soy un enamorado de la facultad humana del habla…, el castellano –decía– no es mi idioma. No. Mi idioma es el catalán y ningún otro. Y, afortunadamente, puedo expresarme en varias lenguas más, pero la mía es sólo una. Y no es la castellana. Es la catalana. Se lo digo tantas veces para que quede diáfanamente explicado. Eso es lo que yo siento y, por muchas prohibiciones, leyes y constituciones que proclamen lo contrario, no harán más que provocar resentimiento en mí. Resentimiento contra aquéllos que niegan la certeza que albergo en lo más profundo de mi conciencia. Y no sólo eso. Sino que alimentará mi convencimiento de que los que no tenemos la castellana como lengua propia somos una anomalía y que, como tal, hay que procurar combatirla para neutralizarla. Como si tuviéramos que curarnos de algo. Pues bien: no me interesa esa españolidad. Esa, no. Es intolerable. Con otro talante, con otra concepción de las cosas completamente distinta, con una mentalidad más abierta –y ahora no hablo sólo de la lengua–, quizás se podría iniciar un acercamiento de posturas y llegar a algún punto de entendimiento. Así, mi forzada españolidad me resulta del todo inaceptable desde cualquier punto de vista y en cualquier grado. Y estoy seguro de que muchos catalanes incluso de los que no tienen el catalán como primera lengua estarían conmigo en mis planteamientos.
¡A ver si va a resultar que los que proclaman a los cuatro vientos su infinito amor a España, de hecho, no pueden soportarla...! Por lo menos, no tal como es... Y, por eso se ven obligados a intentar cambiarla por la fuerza a imagen y semejanza de su quimera imposible y, a cada intento, topan patéticamente con el recio muro de la realidad, que, una vez tras otra, les devuelve su embestida y les muestra que la España que sueñan, esa España uniforme y castellana, que intentan, una vez tras otra, forjar a sangre y fuego, como ya han hecho varias veces a lo largo de la historia, no existe ni ha existido jamás, y que la España de verdad es una España diversa, un conglomerado de naciones de ningún modo uniforme y que clama por que le permitan ejercer su diversidad en paz, libertad y armonía.
Y que conste que he gozado con el ejercicio de bucear en el rico léxico castellano para hallar el vocablo más preciso, el giro más adecuado y la frase más pertinente para traducir, desde mi mente catalana a la bella lengua de Castilla, cada una de estas palabras que acaba usted de leer, respetado lector. A una lengua que es tan bella como la mía. Porque las lenguas nunca son culpables. La culpa debe recaer siempre en las personas, que, a menudo, las utilizan torticeramente en beneficio de unos determinados intereses. Es sólo que la de Castilla no es la mía. Y eso introduce, en mi razonamiento, un matiz fundamental que es imprescindible para poder entender lo que he intentado transmitirle. Porque si España no puede asumir eso, yo tampoco puedo asumir España.