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El dilema de la corrección

21 de Marzo de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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duda

Un dilema es una situación en la que es necesario elegir entre dos opciones igualmente buenas o malas según recoge la primera acepción de la RAE. En el sentido práctico el dilema aparece cuando una persona tiene que elegir entre dos opciones en las que en ambos casos se siguen cosas buenas o malas y uno queda sumido en la duda porque no sabe por cuál de las dos optar. Generalmente, el dilema plantea dos opciones disyuntivas: o se hace una cosa o se hace la otra, pero ambas parecen excluyentes.

Ante una situación en la que uno observa un error (o lo que cree que es un error) tiene la disyuntiva de advertirlo para su corrección o callárselo. Por ejemplo, si en un restaurante encuentras una mosca en la sopa y superas la repugnancia, puedes optar por advertir de ello al camarero o apartarla sin decir nada, comiéndote la sopa o rechazándola por no encontrarla "de tu gusto". Aceptar el error, puede tener mayor o menor repercusión. Algunas personas son incapaces de protestar porque en la compra le han devuelto unos céntimos de menos con tal de evitar la tensión por tan poca cosa. Otros tienen mayor sentido de la justicia y protestan, no ya tanto por lo que supone la pérdida como por el hecho mismo de dejar claro que ahí ha habido un error.

Superado el prurito personal de manifestar que "uno no se deja engañar", quiero llevar la reflexión de la corrección hacia un aspecto más trascendente: ¿qué se sigue de transigir con un error? ¿Qué repercusión puede tener no solo sobre mí o las personas que conozco sino sobre otros a quienes no conozco, que se transija con un error?

Ha salido en la pregunta una palabra que merece aclaración: transigencia. En el fondo, es a lo que recurrimos cuando, por una u otra razón, dejamos pasar el error sin señalarlo. De nuevo acudimos al diccionario de la RAE para ver que transigir es consentir en parte con lo que no se cree justo, razonable o verdadero, a fin de acabar con una diferencia. En el fondo, es lo que hemos aplicado cuando hemos dejado de reclamar esos céntimos que nos sisan en la vuelta. Enseguida caemos en la cuenta de que la transigencia puede operar según la magnitud del daño por aceptar el error. Desde luego dejamos de ser transigentes si en el cambio de una compra nos han dejado a devolver diez mil euros. Incluso mucho antes. Parece que en las transacciones comerciales está claro lo que significa transigir aunque efectivamente habría diferentes grados de intransigencia entre los preguntados.

Este planteamiento preliminar nos lleva a la consideración de la importancia de saber lo que está en juego a la hora de saber si se puede o no transigir con el error. Si aceptar condescendientemente un error puede significar un problema serio, uno se ve más motivado para manifestar su opinión en contra, para señalar el error e intentar que se corrija. Saltamos entonces del plano de los dineros al plano social, ético, moral. Porque estamos asistiendo a una escalada de medidas y leyes normativas que se muestran claramente contrarias al sentido común y a la lógica. Cuando un trabajador recibe cada vez menos dinero por su trabajo mientras que su empleador paga más por tenerlo contratado, no es difícil comprender que alguien entre medias se está quedando con el dinero del uno y del otro. La presión fiscal hace que tanto el empresario como el trabajador pierdan poder adquisitivo y al mismo tiempo promueve que se enfrenten entre ambos, mirando el uno al otro como causante de su desgracia, sin atreverse a señalar al aparato estatal como origen del problema. Se asume que el error es del otro, el infierno son los demás que decía un existencialista.

Saliendo del entorno de lo pecuniario, en el ámbito moral uno siente que cada vez más normas elementales se subvierten. Ideología de género, derecho a la vida, inmigración ilegal, impunidad de los cargos públicos, malversación de fondos, contaminación medioambiental, seguridad ciudadana, presión fiscal, derecho a la educación, derecho a la sanidad, protección a la familia, libertad de expresión, censura en los medios de comunicación, secuestro del debate,... Cada cual puede pensar en los diferentes ámbitos en los que se pueden ver manifestaciones de esta presencia del error. Algunos han visto en esta falta de leyes claras o de normas contradictorias una "anomia", una negación de cualquier ley, el caos, la falta de criterio, el todo vale por igual porque nada vale nada.

La deriva social hacia el caos se traduce en el silencio de las voces autorizadas. O lo que es peor, en la compra por el caos de las voces supuestamente autorizadas. El ciudadano que conserva un atisbo de sensatez, de sentido común, el que se pregunta por el sentido de las cosas y de su vida, contempla la situación social con asombro ante el progresivo caos. El asombro puede llevar a la inacción, a la parálisis contemplativa de la debacle. O puede generar un sentimiento de indignación que no se quede en mera queja sino que se traduzca en acción social para corregir el caos. Porque sorprende ver la gran cantidad de personas con las que uno habla y la inmensa mayoría de ellas hacen un diagnóstico social sombrío. Pero también esa inmensa mayoría se queda en la queja sin más, en la inacción, en que "ha de ser así", o "qué le vamos a hacer" (suele emplearse las formar impersonales o las formas del plural porque singularizarse puede comprometer). Se diría que la mayor parte de la población es capaz de percibir el error pero por unas u otras razones ha decidido transigir. Su dilema se ha resulto por callar y acatar, convivir con la barbaridad. Y, total, si un día se legaliza la pederastia, como yo no tengo niños, que protesten los que los tengan, es cosa de ellos.

El mundo está girando hacia posturas legislativas perversas. Porque volviendo a la mosca en la sopa, puede suceder que se lleve una sorpresa y al protestar al camarero, éste le diga. "No es un error, es gentileza del maître que se acoge a la norma social de integración con la naturaleza en el ahorro de huella de carbono y el derecho le asiste para darle un toque de creatividad a la cocina fusión". Vamos que lo de la mosca no es un descuido sino un detalle deliberado. Y seguramente la mosca la pagas a real de vellón. Con IVA. Es lo que tiene la degeneración progresiva, te conduce por un plano inclinado y no sabes dónde tienes que decir basta, porque el error se pone como norma. Todo comenzó cuando el emblemático Adolfo Suárez defendía que “se trata de hacer legal lo que es normal”.

Habiendo detectado un problema, un error, hemos visto que la importancia de corregirlo es mayor o menor según lo que está en juego. Todos tenemos nuestra escala de valores, nuestra axiología. Cada cual tiene en más estima unas cosas que otras que a lo mejor para otra persona no tienen la misma importancia. Voy a referirme a dos ámbitos en los que el dilema de la corrección tiene connotaciones especiales.

Uno es en el ámbito médico. La actividad médica no deja de ser un oficio como lo puede ser cualquier otro. Pero casi todo el mundo coincide en que la actividad del médico "no es como la de los demás", acaso porque uno estima que el médico tiene en sus manos la salud de los pacientes. Y la salud es uno de los activos más valorados por las personas: todos aspiramos a estar sanos y a vivir con buena salud el mayor tiempo posible. Por eso, el quehacer del médico se suele mirar con más detenimiento y la valoración de las personas atendidas puede fluctuar muchísimo según el resultado de la atención o cómo se hayan cubierto las expectativas. El médico tiene el deber deontológico de velar por la salud de los pacientes y respetar su libertad, su autonomía, a la hora de tomar decisiones que afectan a su salud, una vez que han recibido completa información sobre su proceso. Es un deber que trasciende leyes y gobiernos: ninguna ley puede obligar a los médicos a dañar a los pacientes, ninguna institución puede instar a que los médicos obliguemos a los pacientes a medidas o tratamientos que no tengan utilidad para ellos o que la ciencia haya demostrado que pueden ser no solo innecesarios sino hasta perjudiciales.

Durante los tres últimos años hemos tenido numerosas ocasiones de poner en práctica la ejecución de este dilema. Porque desde las autoridades políticas y también desde instituciones científicas y colegiales, se han promovido y se promueven aún a día de hoy medidas destinadas aparentemente al bienestar de los ciudadanos y que la ciencia ha comprobado y corrobora día a día que no tienen justificación científica para la salud de los pacientes. En esta disyuntiva surge el dilema del médico de posicionarse a favor de la ciencia y los pacientes o del lado de las instituciones y las autoridades políticas. Cada cual en su fuero interno tiene que ponderar los pros y contras de una u otra posición. Pero el tiempo es obstinado y muestra la verdad por más que se haya querido manipular. El médico se ve entre la espada y la pared a la hora de ser fiel a su compromiso ético con los pacientes o situarse del lado de esas instituciones que dicen ser los garantes del contenido del Código de Deontología Médica. Tienen nombre y apellidos y serán recordados por la historia que ya se está escribiendo.

El otro ámbito tiene un dilema similar. Porque si los médicos nos ocupamos de la salud del cuerpo, los sacerdotes se ocupan de la salud del alma. Cuando el error puede llevar a la condenación eterna, es inaceptable la opción de callar: siempre hay obligación moral de denunciar el daño, por el bien de las almas, por muy alta que sea la jerarquía que tolera o incluso auspicia ese error. En ambos casos, la salud del cuerpo o del alma, está fuera de toda duda la importancia de lo que está en juego, y por eso es más imperativo denunciar el error ahí donde resida, asiente donde asiente. Es un deber de conciencia y quienes están sujetos a la disciplina de una jerarquía también saben que hay una axiología y unos deberes y obligaciones que están por encima del deber de obediencia, a un Colegio de Médicos o a un colegio episcopal.

Es clásico el debate de a quién se le debe qué. Pedro Calderón de la Barca en "El alcalde de Zalamea" lo sintetizaba así: «Al Rey, la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios». El honor dice mucho del compromiso profesional con los ciudadanos, de su sentido del deber. Hay mucho vil cobarde pero también queda gente con honor.

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