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El Gran Hermano y las Mamachicho

30 de Octubre de 2020
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Buscar ciudad en el diccionario es frustrante. La definición del término se da por oposición: urbano es, y únicamente en términos ocupacionales, aquello que no es rural. Busco alternativas a la definición de ciudad y las encuentro en Richard Sennett. La ciudad es el otro. La ciudad es todo aquello que gente condenada a no estar de acuerdo tiene en común, tanto en términos ocupacionales como, más importante, en términos espaciales.

     Me pregunto cómo tiene que ser el espacio común de una ciudad, de la civitas, del lugar de la civilización cuando ésta se entiende en estos términos. Lo primero que se me ocurre es que debe de estar cuando menos connotado mejor para que resulte cuanto más inclusivo mejor. Pienso en eso e inmediatamente me respondo que no existe espacio urbano que no esté connotado. Lo está el espacio clásico y lo están los edificios clásicos que conforman estos espacios, aunque el clasicismo es el estilo que, aunque parezca lo contrario, más capacidad de adaptación a cualquier cultura ha demostrado. En términos europeos el espacio urbano está también connotado por la fuerza de nuestra historia, con el agravante que la interpretación de esta historia es el fundamento de cualquier opción política.

     La contemporaneidad se está definiendo por el olvido de no pocas de estas condiciones políticas, tanto de derechas como de izquierdas, de esta alteridad. Del diálogo. De este sentimiento fraternal que constituye el legado principal de la Revolución Francesa que permite que público con creencias e ideologías muy diversas sean capaces de convivir.

     En este panorama no existen las actitudes neutras. La mía, por descontado, tampoco lo es. Defiendo unos ideales y condeno otros. Pero no olvido que, con independencia de que lo que pueda desear, la diversidad de los ideales contrarios a los míos no va a desaparecer. Lo que nos lleva de nuevo al otro. A cómo vivir juntos cuando sabes que tus vecinos no tienen, ni quieren tener, nada en común contigo, pero siempre estarán y siempre tendrán tanto derecho a estar como tu. Este panorama, este juego de contrarios, esta superposición de capas que no se pueden mezclar, este mosaico que no es ni puede ser armónico es el campo de definición de nuestro espacio común.

     Y este espacio común está obviando esta alteridad de maneras cada vez más agresivas. Es este el contexto en que me refiero a los muralistas que últimamente se dedican a pintar, alentados y pagados por instituciones públicas diversas, nuestro patrimonio contemporáneo. Algunso nombres: Boa Mistura, Hell’o, Okuda o Lekue. Y hay más. Están bastante de moda.

     Los muralistas vienen del mundo de la comunicación. Su campo de actuación es la aprobación directa de sus acciones por redes sociales: el like, la opinión pública que sólo puede expresarse en positivo, a menudo en números elevadísimos hasta que te das cuenta que, por elevados que estos sean, no lo son tanto si han de competir contra el conjunto de la población y el marco de unas elecciones libres, que es de lo que se trata si hablamos de operar con dinero público en un espacio público que se ha configurado y que debería seguir configurándose a base de acciones políticas decididas.

     Los actores decisivos que han configurado este espacio, y, con él, nuestro parque público contemporáneo, son los arquitectos, arquitectos formados en una plena asimilación de los códigos estéticos de las vanguardias. Arquitectos formados tanto en los postulados del Movimiento Moderno como en su crítica. Arquitectos formados en una carrera larga y difícil que te gira el cerebro después de una preparación de como mínimo cinco o seis años. Esta formación en una sociedad que todavía está asimilando los códigos estéticos de las vanguardias de hace un siglo ha derivado en una percepción de este parque construido que oscila entre el puro utilitarismo y un alto grado de incomprensión. Es decir: la voluntad de romper y/o evolucionar el clasicismo ha dejado solos a los arquitectos en frente de la opinión pública. Opuestos a estos esfuerzos encontramos una serie de movimientos que provienen directamente de los absolutismos (de nuevo) tanto de derechas como de izquierdas que apuestan por un código estético de tres puntos: retorno al clasicismo, homenaje a lo tradicional (que se suele llamar antiguo), exaltación del populismo.

     Y siempre hay profesionales provenientes tanto del campo de la arquitectura como de las Bellas Artes dispuestos a jugar en esta liga.  

     George Orwell sólo se equivocó en una cosa: el Gran Hermano no es gris. El Gran Hermano viene con las Mamachico haciendo twerking.

     Este es el campo de operación de los muralistas contemporáneos: acciones marcadas por la poquedad, sin ambición, efectistas, fáciles, legalizadas por políticos populistas que o bien las han encargado a dedo o bien las han sacado a concurso. Pero no podemos culpar sólo a estos políticos: la prudencia y el grado extremo de cinismo que estos muralistas demuestran evitando todo aquello antiguo y, por tanto, evitando toda acción susceptible de protesta, convierte sus argumentos transgresores en pura falacia. Pero esto no es lo más importante.

     Lo más importante es que estas acciones son cosméticas. Puramente cosméticas. Únicamente cosméticas. En este caso hablar de cosmética es convertir el término en sinónimo fuerte de parasitario. La arquitectura es el arte del espacio. El muralismo afecta sólo a la superficie, colonizando su epidermis, degradando su percepción, vulgarizándolo como si de un melanoma se tratase. No es que no tenga respeto por el substrato. No es que no tenga respeto por el lugar. Es que directamente los obvia. Los desprecia, ejemplificando, representando una política de bajo nivel, cortoplacista. Inmediata. La política táctica. La política de quien sólo piensa en las siguientes elecciones sin evaluar las consecuencias. Sin pensar en la estructura del espacio público. Sin pensar en cómo acomodar nuevos usos. Sin tan sólo pensar en la vida de los edificios, que pueden llegar a ver su piel seria e irreversiblemente afectada. O sin pensar tan sólo en las normativas: he tenido que reabrir este artículo después de haberlo escrito por la noticia que el maquillaje del faro de Ajo en Cantabria, obra de Okuda, contraviene el código naval, poniendo en riesgo la seguridad de los barcos porque el color blanco del faro es importante para su visibilidad.

     No es sólo que esta política sea estéril. Es que es una maniobra de distracción que elude debatir y proponer temas urbanos más profundos y urgentes. No rediseña la ciudad. La coloniza y se amolda, siempre a la contra de lo que otros han propuesto. Pintar así no es hacer. Es parecer que se hace. Es irrespetuoso con la cultura. Es quedarse en la superficie, pero no a la manera de Andy Warhol, que, como muy bien han entendido no pocos arquitectos que han propuesto este patrimonio, decía que lo profundo estaba en la superficie, sino a la de Paulo Coelho, que dice… bien, que no dice nada. O, más triste, que escribe mucho para no decir nada. Estos murales son el perfecto negativo de lo que propone la arquitectura: la manera de operar quedará. Los resultados se olvidarán, degradándose y tornándose irrelevantes. Eso sí, después de las elecciones.

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