Ya sé que voy con retraso, porque a fecha de redacción de este artículo de opinión (17 de abril) ya han pasado 3 días de la efeméride del 90 aniversario de la proclamación de la II República. Pero, habida cuenta de la cantidad de desatinos que he ido leyendo en los últimos días sobre la naturaleza y causas de la caída de la misma, me veo obligado –como historiador- a poner los puntos sobre las íes.
En primer lugar, aseverar que la II República cayó por el golpe de estado de julio de 1936 es, sencilla y llanamente, una falacia. El golpe no es la causa, sino el detonante. Es como decir que la causa de la I Guerra Mundial fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, como si la carrera armamentística y el proceso de expansión imperialista de las grandes potencias no tuvieran nada que ver en la explosión del conflicto.
Las causas que nos llevan al golpe de estado tienen que ver con la creciente polarización que hábiles políticos sin escrúpulos promovían y utilizaban con fines electorales (¿les suena de algo?). Dicha polarización no era nueva, sino que ya venía desarrollándose desde tiempos de Fernando VII (concretamente a partir de su muerte en 1833): progreso (liberalismo político y económico, Estado-nación) contra reacción (feudalismo, unión Altar-Estado). Buena prueba de ello son las tres guerras civiles que tienen lugar durante todo el siglo XIX, que la historiografía ha venido a denominar “guerras carlistas”.
Entonces, como hoy, los profesionales del poder de la II República se dedicaron a agitar los espantajos del comunismo y del fascismo para movilizar a su electorado y militancia. Con una diferencia respecto al presente: en la década de los 30, las revoluciones (ya fuera socialista o fascista) sí podían vencer y prevalecer, en tanto que ya existían estados socialistas y fascistas en los que apoyarse. Actualmente, tanto comunismo como fascismo son ideologías y movimientos ubicados en la marginalidad con visos de perpetuidad.
Si a la conflictividad social derivada de esta polarización ideológica le añadimos los intereses extranjeros por desatar otra guerra civil, el clásico intervencionismo de los militares en política desde el siglo anterior y una población analfabeta que se adscribía –en muchos casos, acríticamente- a movimientos de radicales y exaltados, nos encontramos con la tormenta perfecta que habría terminado hundiendo a cualquier otra nación con cualquier otra forma de gobierno. Solo era
necesaria la espita, y ésta llegó en forma de asesinatos primero, y de golpe militar después. Los sublevados o alzados (como gustaban llamarse) ya tenían su ‘casus belli’ en la revolución de Asturias del 34, pero la muerte de Calvo Sotelo y la victoria del Frente Popular en febrero del 36 aceleraron los trámites de la traición a una República que gozó, inicialmente, de gran apoyo social.
En segundo lugar, se tiende a malinterpretar la naturaleza de la II República, y a menudo se reivindica como ejemplo a seguir, planteándose incluso “continuar su legado” rompiendo con la actual monarquía parlamentaria nata en 1978. He aquí el gran error de los segundorrepublicanistas: nada más parecido a la II República que la España de las Autonomías actual.
Para ver hasta qué punto es esto una verdad incómoda, basta con comparar las cartas magnas de 1931 y 1978. Ya la II República reconocía la existencia de “regiones históricas” y el derecho de éstas a gozar de autonomía en base a sus respectivos estatutos, como la Constitución de 1978. Sin ir más lejos, el artículo 1 de la CE de 1931 dice claramente: “La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de municipios y regiones.” Asimismo, el artículo 8 se expresa de la siguiente manera: “El Estado español […] estará integrado por municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía.” Y el artículo 11, dispone tal que así: “Si una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas, comunes, acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español, presentarán su Estatuto […]” Finalmente, el artículo 18 abre la puerta a que el Estado español delegue más competencias en los gobiernos autonómicos: “[…] éste [el Estado] podrá distribuir o transmitir las facultades por medio de una ley.” Teniendo esto en cuenta, no es de extrañar que ‘The Lluís Companys Gang’ entendiera estos artículos como una carta verde para proclamar la República catalana dentro de la República Federal española en 1934, dos años después de aprobarse el Estatuto de autonomía para Cataluña. Asimismo, se aprobaría el Estatuto de autonomía vasco durante la Guerra Civil (1936-1939) e incluso se llegó a aprobar, en 1933, un anteproyecto de Estatuto de autonomía para Andalucía. De no haberse perpetrado el golpe y posteriores guerra y dictadura, la España del 31 habría lucido –estatuto arriba estatuto abajo- como la de 1978.
Evidentemente, el régimen del 78 se caracteriza por una mayor descentralización que el del 31, pero los precedentes ya estaban sentados cuando los Honorables Padres Fundadores de nuestra Transición diseñaron el régimen autonómico y, por ende, la balcanización de España. Por esta razón, irrefutable he de decir, podemos asegurar sin temor a equivocarnos que el régimen del 78 es heredero de la II República, en la que solo se diferencia –en lo realmente importante- por su forma de gobierno (monarquía-república) y en su sistema parlamentario (bicameralismo-unicameralismo).
Es por ello que me asombro cuando leo a algunos hablar de continuar el “legado” de la II República cuando éste ya se encuentra a salvo en la actual Constitución.
P.D.: ni a izquierdistas variados ni a fachas autoproclamados “constitucionalistas” les gusta esto. Pero, como dicen por ahí, la verdad es siempre revolucionaria.