Aterricé, al azar, en Francia. Casi sin buscar, con un francés muy chapurreado y una gran sonrisa, me ofrecieron un trabajo de responsabilidad en una universidad. Con apenas 25 años, era mi primera experiencia en un departamento de comunicación. Mi afán por aprender era tal que, sin darme cuenta, estaba dando mucho más de lo que me pedían. Me inventaba eventos ERASMUS, organizaba coloquios con profesores investigadores, invitaba a la prensa a dar conferencias a los estudiantes sobre temas de actualidad y, lo más inquietante del asunto, me quedaba trabajando hasta las 18:30 de la tarde. Una hora y media antes, y como si de un acto reflejo se tratara, automáticamente alrededor de mí, todos mis compañeros lanzaban el boli, los ordenadores permanecían en silencio, cualquier rastro humano desaparecía y la única luz encendida era la de mi despacho. Yo, allí, sola en medio de tanta gente orgullosa de salir de estampida de su trabajo, oteaba la escena como si aquello fuera de un cortometraje de ciencia ficción. Hasta ese momento y en España, yo no me atrevía a levantar el culo de la silla hasta que lo hubieran hecho cuatro o cinco antes que yo. (Por aquel entonces, cuando yo había terminado eficazmente mi trabajo, mi jefa española me hacía ojitos y me convencía para que me quedara un ratito más a ayudar a mis compañeros).
Después de unas semanas en mi nuevo trabajo, una compañera me preguntaba extrañada que qué hacía yo a partir de las 17:00 de la tarde cuando todos se iban. Y yo, inocentemente, le contestaba que seguir trabajando un ratito más. Que mi voluntad era demostrar (todavía no sé a quién) que era una buena responsable de comunicación. Que yo venía de España y que allí salir la primera no estaba bien visto. Y que, de cualquier modo, salir a las 18:30 era todo un lujo en mi corta vida de periodista, que a mí no solo no me importaba, sino que lo hacía con mucho gusto. Cuando acabé de explicárselo, ella me contestó en un francés muy correcto que hacer más horas de las debidas en Francia estaba mal visto y que era síntoma de ineficacia y de falta de organización, porque las horas extras se pagan y porque hay que dedicarle tiempo a la vida personal y familiar, me razonaba ella.
A mí aquello me sonó a bombazo y tuve que llamar rapidísimamente a familiares y amigos para contárselo.
Con el tiempo pude saborear el placer de trabajar y, al mismo tiempo, poder ir al cine, leer, salir con amigos, dormir y hacer macramé si se me antojaba. Y ahora que ya no tengo que demostrarle nada a nadie salvo a mis hijas, aquello que como primeriza me parecía un lujo se ha convertido en un derecho que disfruto y defiendo a ultranza cada día. Aquella compañera tan sabia llevaba toda la razón, algo tan básico como ir al cine a una sesión que no sea la golfa (que aquí ni existen) y jugar al parchís con tu familia es más que necesario para la salud mental de cualquiera. Y cuando digo tiempo, hablo de tiempo de calidad, hablo de levantarse sin prisas, de no llevar al niño al cole arrastrando y con el desayuno a mitad. Hablo de tirarse por el tobogán con ellos antes de llegar a casa, de preparar la cena juntos, no de descongelar a prisas y carreras. Y, por supuesto, de leer siempre una historia antes de dormir.
Hoy, en el año 2016, abro el periódico y leo que en España se empieza ahora a debatir esta posibilidad. Ahora. El problema es que a lo largo de los años se ha ido aceptando con resignación una realidad desoladora como si otro mundo no fuera posible. Pero lo es.
En España se acepta sin ningún juicio de valor algo tan aberrante como levantar a tu hijo en pijama, meterlo en el coche medio dormido y llevárselo a la suegra a las 6:00 de la mañana para que ella lo arregle, le dé el desayuno, lo lleve al cole y, al final del día, lo recoja. Que digo yo, que pobre suegra.
Y mientras yo tengo la suerte de ver los ojos de mis hijas chirriar de felicidad cuando se abre la puerta del cole, al otro lado de la frontera hay un puñado de madres entregando su tiempo a una labor, a una empresa y a un jefe encorbatado que, con un poco de suerte, cuando llegue a casa se acercará a darle una ojeada a su hijo, que lleva cuatro horas durmiendo.
Pero queridos señores importantes, no engañen a nadie. Decretar que a partir de ahora la oficina se cierra a las seis de la tarde es una limosnita. Si de verdad quieren parecerse en algo a Europa, no se olviden de incluir también en su debate quién se queda en casa cuando el niño se pone enfermo, quién subvenciona las guarderías de mañana y de tarde, quién paga la guardería hasta los tres años, que las madres de día existen, pero también hay que pagarlas, que las jornadas laborales también se pueden acortar y el país puede seguir funcionando, y así hasta el infinito.