De cuando en cuando se repite el debate sobre si España debería pedir perdón o no por la conquista de América. A juzgar por lo que dice Tomás Pérez Viejo en 3 de julio de 1898 (Taurus, 2020), la respuesta debería ser negativa. En su opinión, el único imperio español fue el del siglo XIX, con Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Lo que había antes el imperio del rey y se distinguiría por su carácter anacional. Esta tesis refleja claramente el eco de la propuesta de Benedict Anderson y su concepción de la nación como comunidad imaginada. La aportación de Anderson resultó estimulante en su momento, al enseñarnos que no hablamos de realidades originadas en la noche de los tiempos. Es hora, sin embargo, de preguntarnos si el argumento no se ha llevado demasiado lejos.
Antes de 1808 no habría existido una nación, sí una monarquía. Pero, si esto es así, hay muchas cosas que no encajan. En el siglo XVI, Bartolomé de las Casas advertía que Dios iba castigar a “España” por los desmanes de los conquistadores. Si los contemporaneístas actuales tuvieran razón, el gran dominico hubiera hablado del “Rey”, pero no fue ese el caso. Sostener que entonces no existía una conciencia identitaria resulta claramente excesivo. Cuando Góngora comentaba en uno de sus sonetos, irónicamente, que sobraban “tan doctos españoles”, no utiliza una referencia meramente geográfica. Podía haber dicho, en ese caso, simplemente “castellanos”.
No se trata, en ningún caso, de hacer profesión de fe nacionalista sino de respetar las fuentes. ¿Verdad que uno puede sentirse ateo pero no por eso va a pretender que el catolicismo empieza con el Vaticano II? Aquí sucede algo parecido. Si Tiziano pintó un cuadro en el que “España”, no Felipe II, aparecía como defensora de la religión, hay que entender que esa misión no corresponde a realidades meramente geográficas como una cordillera o una meseta. Detrás hay algo más.
Cuba la habría perdido la nación española. La América continental, el Rey. ¿Fueron las cosas exactamente así? En realidad, para los gobiernos hispanos de principios del XIX, fueran absolutistas o liberales, América representó una preocupación constante. Se hizo lo posible y lo imposible para evitar su separación de la metrópoli. De hecho, la mayor expedición que se envió al otro lado del Atlántico, en toda la historia, partió en 1815 a las órdenes del general Morillo. Y eso que el país, después de seis años de guerra contra Napoleón, estaba exhausto.
Michel P. Costeloe, en La respuesta a la independencia (Fondo de Cultura Económica, 1989), nos cuenta que solo Fernando VII intentó arreglar el problema americano. Sacerdotes, burócratas, comerciantes o españoles con vínculos con el mundo ultramarino… Todos “buscaban desesperadamente cualquier medio que tuvieran a su alcance para reconciliar a los americanos disidentes y restablecer la armonía imperial”. Existía un acuerdo generalizado sobre el deshonor que iba a representar para la nación, no solo para el monarca, el reconocimiento de la independencia.
Cuesta también trabajo entender que la Constitución de Cádiz, como asegura Pérez Viejo, fuera la última de la monarquía católica y no la primera de España. Todos sabemos que el texto gaditano proclama que España era la reunión de los españoles de ambos hemisferios y que la nación no podía ser patrimonio de ninguna familia o persona. Se podría argumentar que la mención a América demuestra que la España de entonces era algo sustancialmente distinto del estado posterior… Pero la existencia de un imperio trasatlántico es del todo irrelevante para el caso. Nadie pretende que Gran Bretaña, como nación, empezara a existir con la pérdida de sus dominios africanos y asiáticos tras la Segunda Guerra Mundial. Sería tan absurdo como suponer que Francia se convirtió en otra cosa cuando perdió Alsacia y Lorena frente a los prusianos.
Es un error suponer que todo empieza en 1808 o en 1789. Se puede escribir un estudio docto sobre los orígenes decimonónicos del Estado, pero ya antes, mucho antes, existen estructuras que controlan el territorio, cobran impuestos y reclutan soldados. Se puede pretender que la lealtad de la gente de a pie, antes de las revoluciones burguesas, era para su soberano, no para su nación, pero eso no explica porque las gentes de un país lo defendían en conflictos internacionales. Si todo era una cuestión de cabezas coronadas, ¿Qué más le daba a un vasallo tener a Carlos V o a Francisco I?
Interpretar la contemporaneidad como el salto de las monarquías a las naciones confunde las cosas más que las aclara. En historia importan las rupturas, sí, pero también las continuidades. En el denominado Antiguo Régimen se entiende que el poder absoluto del rey deriva del pueblo. Por eso mismo, no fueron pocos los liberales los que, en el momento de la revolución, en lugar de acudir a pensadores ilustrados como Rousseau, se sirvieron de autores clásicos de la tradición hispana como Suárez o Vitoria. Recordemos también que fue un jesuita, el padre Mariana, el que justificó el tiranicidio. Esta postura, del más profundo tradicionalismo católico, no se entiende si aceptamos que el reino es una propiedad del rey en el mismo sentido que éste posee un palacio.
Si no existe un sentimiento nacionalista en la Edad Moderna, ¿cómo es que los monarcas dejan de dividir sus dominios entre sus hijos? Eso lo podían hacer, en la Edad Media, Fernando I de Castilla o Jaime I de Aragón, pero a Felipe II ni se le hubiera ocurrido. Si cede los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia, es porque ese territorio no forma parte de España. ¿Y qué era España en el Siglo de Oro? Ahora, muchos historiadores tienden a pensar que solo un agregado de reinos en el que era lo mismo uno que otro. Dejemos que sea Francisco de Quevedo el que enfoque la cuestión con más exactitud: “Propiamente España se divide en tres coronas, de Castilla, Aragón y Portugal”. España, por tanto, es esa realidad nacional que encabeza el imperio. Un imperio que podríamos pensar como anticipo del federalismo actual por la obligación que tiene el soberano de respetar las leyes propias y la idiosincrasia de cada uno de sus territorios, como si solamente fuera señor de ese lugar. Un momento… ¿No es el federalismo lo contrario que el nacionalismo? Que se lo pregunten a Estados Unidos, donde el nacionalismo, tantas veces exacerbado, es compatible como unos estados celosos de sus atribuciones. La realidad es así, compleja y paradójica.