Estamos bajo asedio. El fanatismo se ha instalado entre nosotros por medio de una concepción autoritaria de la verdad que hace coincidir los deseos carniceros de los grandes poderes económico-digitales con lo que oficialmente ha de ser cierto. La semana pasada, hasta que youtube nos lo permitió, pudimos ver como tres diputadas presuntamente de izquierdas se convertían en inquisidoras para hostigar, sin ningún argumento más que el credo covidiano mal aprendido, al catedrático de Farmacología y asesor de la OMS Joan Ramón Laporte. El delito de este nuevo Galileo Galilei no fue otro que alertar, en el marco de una comisión de investigación sobre las vacunas del covid-19, de las graves negligencias en los ensayos clínicos de estas, así como cuestionar la estrategia de vacunación masiva que, recordemos, pretende vacunar a todo niño que tenga seis o más años contra la recomendación de numerosos expertos.
Pero si esta intimidación con luz y taquígrafos a uno de nuestros científicos más reputados no bastase, un día después, al estilo de los camisas negras de Mussolini, aparecieron los fact-checkers de Newtral y Maldita acusando a Laporte de lanzar bulos y desinformar mediante datos carentes de toda evidencia científica. Si para algo sirvió este incidente fue para revelar que el ataque de los fact-checkers a todo aquel que no comulgue con la verdad dictada por los grandes poderes mundiales, no sigue ni siquiera los protocolos de censura de medios oficialistas, sino que se presenta como un dispositivo de terror mccarthista que intenta atemorizar a la sociedad, y buscar la complicidad de esta despertando sus instintos más bajos.
Tomemos como ejemplo el slogan de Maldita.es, que proclama “Únete y apóyanos en nuestra batalla contra la mentira”, complementándose al final de cada artículo con una apelación a “luchar más y mejor contra la mentira” (nótese que en esta semiótica amigo/enemigo, un científico como Laporte no es acusado ni tan siquiera de estar equivocado sino de ser un peligroso mentiroso, es decir, alguien malvado que difunde bulos a conciencia). Esta estrategia del terror delator se evidencia en la imagen -reproducida a continuación- de lo que parecen un marido y una mujer de la época puritana que Maldita utiliza para promocionar sus valores como agencia de fact-checking. La mujer, en posición delatora y sumisa, sin que se le vea el rostro, mostrando solo el dorso de su gorro (representando, se entiende, a la desvalida sociedad), le ruega a su protector al oído: “Hazte maldito”. El marido, perfectamente visible, en una posición activa (representando, se entiende, a los fact-checkers y jefes del mundo), mira desafiante a un enemigo que pareciese constituir un peligro social mientras piensa algo al estilo de “los voy a matar” o “hay que acabar con ellos”. Toda una declaración de intenciones en la que la presunta ironía destila odio y violencia por doquier.
Los fact checkers como destructores de la ciencia y la esfera pública
En el estado español abusamos tanto de la palabra “fascista” que la hemos convertido en un arma arrojadiza desprovista casi de sentido. Sin embargo, si queremos describir cuál es la lógica operativa a nivel nacional e internacional de agencias de verificación de noticias como Maldita o Newtral no tenemos más remedio que recuperar el término añadiéndole un “neo” y afirmar que los fact-checkers se comportan como neofascistas. La tramposa manera en la que estas agenciasjuegan con los sentidos de la ciencia y de la esfera pública tiene como único objetivo el acabar con estas dos defectuosas pero efectivas plataformas con las que la sociedad podía hasta ahora defenderse de los grandes abusos dentro del encorsetado marco del estado liberal.
Los fact-checkers nacieron como consecuencia de las fake news y la pos-verdad, esa gran crisis inventada que tuvo como único objetivo controlar cualquier resquicio de democracia que pudiera surgir de la imposición de las tecnologías digitales (las fake news siempre han existido, y sus mayores difusores han sido siempre los mismos que ahora dicen combatirlas, es decir, las grandes estructuras de poder nacional e internacional). Pero lo que en un principio comenzó siendo una policía de internet que, en su clasismo atroz, quería controlar la información para evitar que la plebe infrahumana bebiese lejía o creyese que Hillary Clinton prostituía y sacrificaba a menores en el almacén de una pizzería, cambió pronto de guion. En la crisis del covid-19 de lo que se trató fue de ejercer un ilegítimo poder de sanción contra expertos de relevancia mundial como Laporte, que se atrevieron a sobreponer los intereses de la sociedad sobre los interés económicos y post-humanos de los grandes emporios farmacéuticos y digitales.
La concepción vertical y providencial de la verdad (una verdad dictada desde arriba y previa a cualquier evaluación particular de los hechos) que promueven estos camorristas tiene como fin implantar entre nosotros la racionalidad del algoritmo. Es preciso advertir, sin embargo, que la noción algorítmica de la verdad no admite como válidos ni a la inteligencia humana ni al debate científico real, y presenta como natural una relación lineal y autoritaria entre poder y verdad. En este sentido, aunque los libelos de Maldita y Newtral lanzados contra Laporte no se basan en algoritmos, su lógica de validación de la información es algorítmica, pues concuerda con el control algorítmico de la realidad que estas agencias imponen al formar parte de la International Fact-Checking Network, organismo del que dependen, por ejemplo, servicios de verificación de Facebook como Politi-Fact o Check Your Fact.
Las verificaciones en base a las cuales los fact-checkers emiten veredictos que parecen tener valor científico e incluso legal, cuando son puro sensacionalismo, se limitan a consultar a un experto que diga lo que ellos quieren oír sin que importe nunca la divergencia entre las credenciales del evaluador con las del evaluado (en este caso, Laporte, un experto del mayor prestigio a nivel internacional). Este mecanismo de verificación, que no sigue ningún principio de ética periodística (encuentra lo que quiere encontrar), va en contra además de uno de los procesos básicos de validación científica, la revisión ciega por pares (peer review), y se escuda únicamente en unos autoproclamados principios metodológicos que no son ni periodísticos ni científicos y que los fact-checkers además no cumplen con rigor. Hay que remarcar que si el peer review pervive en el mundo científico es porque siendo un instrumento conservador (dificulta enormemente salirse del status quo), posee una naturaleza garantista que permite que las reticencias que un investigador tenga con respecto a la evidencia mostrada por otro se regulen en base a protocolos que permiten a ambos dirimir sus diferencias con el arbitraje de terceros.
La gravedad de la situación actual radica en que la verdad autoritaria de los fact-checkers invalida a efectos prácticos, tanto la libertad y autoridad epistémica de los científicos, como procesos básicos de regulación del conocimiento que aseguran que no pueda prevalecer la razón del investigador que goce del foco mediático o complazca a los poderes de turno. En ningún caso las razones de un experto como Laporte, que compareció bajo juramento de no tener conflictos de intereses, pueden ser desacreditadas mediante difamación pública sin permitirle participar en un debate. En este sentido, el autoritarismo de los fact-checkers, tras torpedear los mecanismos pluralistas de la ciencia, anula la esfera pública naturalizando que no se produzca un intercambio de pareceres entre científicos con ideas divergentes al tachar a los que no se alinean con la oficialidad de negacionistas enemigos de la humanidad. De esta manera, se nos usurpa a los ciudadanos un debate público -razón de ser del periodismo- que nos permitiría tomar una decisión informada sobre aspectos básicos de la actual crisis del covid-19.
La figura del divulgador científico, a caballo entre el influencer y el periodista amateur, ocupa un papel fundamental en esta destrucción de la ciencia y la esfera pública. El divulgador se supone que es una persona con conocimientos suficientes -habitualmente una licenciatura en física, química o biología- para ejercer de correa de transmisión entre aspectos básicos del trabajo llevado a cabo por investigadores y el público lector. Sin embargo, impulsados por la lógica fact-checker, los divulgadores -que carecen de la formación necesaria para intervenir en disputas científicas, pues no son investigadores ni tienen doctorados que los acrediten como tales- se convierten en autoridades mediáticas pseudo-científicas que vilipendian a los científicos que cuestionen la oficialidad, e impiden a los periodistas asegurar que se produzca un debate científico en el que se sometan a crítica todos los puntos divergentes. Pensemos, por ejemplo, en la cándida Rocío Vidal, que desde su silla de escritorio para videojuegos interviene en directo en La Sexta para desacreditar en segundos a todo el que cuestione el dogma oficial, sea este Miguel Bosé o el jefe de Alergología del Hospital de Ourense. El trabajo sucio de esta influencer consiste en aprovechar un vacío mediático-legal para desacreditar impunemente a una autoridad científica de una manera que no está ni tan siquiera permitida a los controvertidos Colegios de Médicos por la seguridad jurídica que el juramento hipocrático otorga a los médicos.
La fuerza alegal que estos divulgadores convertidos en yihadistas de la ciencia emplean es tan grande que llegan a cuestionar incluso el elemento más básico de la labor científica: esto es, el derecho a cuestionar consensos relativos o totales. Deborah García, la mediática divulgadora del programa Órbita Laika (TVE2), afirmaba en un hilo de tweets reciente que “los científicos que critican las pautas vacunales en los medios de comunicación, desviándose públicamente del consenso científico, han contribuido a minar la confianza en las vacunas y, por tanto, en la ciencia”. Por si no quedase claro lo que quería decir, añadía: “El consenso científico es un pilar de la ciencia. Responde a algo tan fundamental como qué es la verdad para la ciencia. Es, por tanto, una cuestión epistemológica básica. Por eso, si un científico no respeta el consenso, es que no respeta la ciencia”. La prueba de la naturaleza autoritaria e inquisitorial de estas declaraciones es que convierten incluso en negacionistas a científicos mediáticos de la ortodoxia covidiana como Margarita del Val que cuestionan la tercera dosis. Pero la gravedad de estas líneas radica en que la fanática divulgadora parece ignorar que lo que afirma es falso, y que no existe consenso con respecto a las medidas oficiales contra el covid19 como muestran los más de 60.000 expertos que se sumaron a la Great Barrington Declaration.
El aspecto más peligroso de esta lógica divulgadora-inquisitorial es que pretende hacer creer a la sociedad que no hay ninguna relación entre ciencia y política y que la política -el arte del disenso- es una peligrosa práctica que debe ser abandonada por todo ciudadano de bien. Los infructuosos intentos de anulación del disenso en la ciencia están en el origen de las discusiones que dieron lugar a instituciones científicas pioneras como la Royal Society de Londres. Es conocida la polémica entre Thomas Hobbes y Richard Boyle, inventor de la bomba de aire, acerca de la idoneidad o no de desvincular la filosofía experimental -la ciencia- de la política y de lo que hoy denominaríamos las ciencias humanas. Es paradójico que fuese Hobbes, convertido a la postre en teórico del absolutismo, quien alertase de que la ciencia (como cualquier otro ámbito de la realidad humana) siempre es -y ha de ser- política, y que ocultar su naturaleza política nos haría caer en el enfrentamiento civil, pues los científicos se convertirían en una élite política ilegítima capaz de manufacturar la realidad a su antojo. Como afirmaban Shaphin y Schaffer en la última línea de su influyente libro sobre el tema: “Hobbes tenía razón”.
Los fact-checkers como los grandes terratenientes del mundo real/virtual. (Cómo combatirlos)
En castellano el palabro “fact-checkers” suena a fachas que reciben cheques, fækt ˈʧɛkəz. Nada más próximo a la realidad, pues las agencias de verificación de noticias forman parte del entramado de control mundial puesto en marcha por quienes reclaman para sí el derecho de ser los propietarios de todo nuestro tiempo y acciones. Detrás de servicios de software de verificación de información como Newsguard están fervientes defensores del espionaje ilegal a ciudadanos como Michael Hayden, antiguo director de la CIA y el NSA. Pero tras las bambalinas del International Fact-Checking Network al que pertenecen Maldita y Newtral (empresas vinculadas a periodistas de La Sexta, siendo Ana Pastor la propietaria de la segunda) están individuos como Pierre Omidyar, fundador de eBay asociado con organizaciones globalistas anti-rusas cercanas a la OTAN como The Allegiance for Securing Democracy.
El objetivo de los fact-checkers -como reconoce, por ejemplo, Newtral en su web- es convertir el control de la información en un asunto de inteligencia artificial monitorizado por algoritmos. Este proyecto forma parte de los planes de despolitización social impulsados por el post-humanismo, que pretende producir en un futuro próximo el 90% de las noticias mediante algoritmos, tal y como defiende Klaus Schawb, apologeta de la revolución post-humana y presidente desde 1971 del Foro Económico Mundial. Esta lógica de producción fordista-digital de la verdad es la que explica que actualmente haya 10.000 verificadores contratados por Google o 30.000 por Facebook que se dedican a imponer una censura invisible carente de toda ética. Estamos ante un aspecto clave de la revolución post-humana que explicita como las ciencias del comportamientoinvaden todos los aspectos de nuestras vidas, pretendiendo dictarnos cómo hemos de percibir la verdad, como hemos de ser y como nos hemos de politizar.
Si hemos de tener una cosa clara es precisamente que la lógica post-humana de los fact-checkers teme a la política real más que al fuego. La violencia informativa y social de los fact-checkers se sustenta en uno de los muchos vacíos legales del mundo digital contra los que es necesario actuar políticamente con una legislación que defienda los derechos de la ciudadanía. Tenemos que ser capaces, por eso, de impedir que las agencias de verificación de noticias, no siendo más que medios de comunicación amarillistas y contra-republicanos, se presenten con una legitimidad científica inexistente que sí tienen otras cabeceras al estilo de Redacción Médica o Acta Sanitaria (estas, pese a estar formadas por expertos, no pretenden trascender las fronteras del periodismo médico). La impunidad con la que operan estos secuaces del algoritmo post-humano parte de que no denunciemos que están cometiendo un crimen informativo y epistémico al dar gato por liebre, igual que alguien que intentase hacer pasar un terrón de azúcar por un suplemento dietético esencial. Si en el mercado está penado vender, por ejemplo, carne de caballo como carne de ternera, o fruta no orgánica como orgánica, la estafa informativa de los fact-checkers no debiera quedar impune. Por eso, mientras ellos nos gritan “¡hazte maldito!” nosotros, más educados pero eficaces, tenemos que legislar para combatir su terror y conseguir que desaparezcan de una vez por todas de nuestras vidas.