La corrección política y el argot neoliberal han secuestrado al lenguaje, esa víctima colateral de la estupidez humana. La izquierda también ha caído en la trampa del secuestro. La verbosidad vacua de la nueva moralidad y los sermoneadores de la productividad desarticulan y adulteran cada día las palabras en forma y semántica. Todo es susceptible de ser transformado en producto venable con el pretexto de la utilidad insoslayable o de la poderosa necesidad. La urbanidad y la buena educación (lingüística, hipócrita) postulan también su nicho de mercado. En el fondo de la cuestión está la venta y la rentabilidad, toda moral aspira a ser ganancia. Pero el lenguaje -uso y deleite- es cosmos y democrático, es más que comunicación funcional y jerga vendedora; es pensamiento y metafísica.
La lengua inglesa tiene dos palabras para aludir a la soledad, pero una hace referencia a una soledad sobrevenida, no deseada o impuesta -loneliness- y la otra -solitude- es la soledad requerida, voluntaria; deseada como hallazgo saludable, y como interpretación de un misticismo de encuentro con uno mismo. La primera es corrosiva, la que experimentan, por ejemplo, los ancianos aparcados socialmente en las residencias (apartamientos-morideros aceptados), en su gran mayoría empresas privadas que priman el beneficio sobre el humanitarismo, la gestión sobre la compasión. Lo presentan como un servicio ciudadano, lo que en su origen y final es desarraigo y cosificación crematística. Los viejos también entran en la fórmula.
A la segunda soledad, creativa, le dedicó un poema tan alado como reconstituyente (To Solitude) el autor romántico John Keats, el suave conversar de una mente. Del mismo modo, siguiendo el hilo infinito de los poetas, a Antonio Machado le gustaba hablar con el hombre que siempre iba con él. Los hombres y mujeres hipermodernos (cortoplacistas y epidérmicos) ya no hablamos con nosotros mismos, somos muñecos de ventrílocuos superiores (gobiernos, lobbies, gigantes tecnológicos), y regurgitamos a diario nuestra alienación sin darnos cuenta porque estamos dentro de una maquinaria (vida) que pensamos que es un espejismo inofensivo, pero es real. Nos creemos partícipes, pero sólo somos engranaje. Es muy sencillo apreciarlo: nos han extirpado la capacidad de contemplación.
En la era de los derechos humanos -cuánta prédica peripuesta- y de la alabada diversidad y multiculturalidad, los parámetros que nos configuran y nos fijan son masa, espectáculo (entretenimiento) y productividad, dicho de otro modo: indistinción, banalidad y neoliberalismo (como conducta) hasta en los detalles más insignificantes. Si no te incluyes en estos parámetros vitales estás repelido y no concernido, te queda la opción de esperar sentado a que llegue el redentorismo del demócrata de diseño que se estila hoy (con su traje ético oficial y su neolengua bíblica), si no, el siguiente paso es la enajenación definitiva (hay quien contempla el autoexterminio) o el último misticismo.
El último misticismo apela al individuo (incluye a la mujer) de la calle, aprendiz de mortal, al individuo solitario de John Keats, que camina como un funambulista sobre su destino, pero firme y creyente, con más valentía doméstica que orgullo mediático, cuya pisada silenciosa sobre la tierra, sin pancarta ni alharaca, ha fundado desde tiempo inmemorial a pie de obra la democracia de salón de los señores. El individuo anónimo, pero trascendente, que todavía tiene protagonismo (verbal) en las constituciones liberales y que no pertenece a ninguna tribu legislada ni tiene diagnosticada ninguna fiebre identitaria, y que intenta forjar con su intelecto y con sus propias manos su leyenda cotidiana, aunque en muchas ocasiones se parezca al mito de Sísifo. El último misticismo no es más que soledad creativa como sinónimo de libertad en medio del magma de las mercancías y la propaganda.