Manuel-F.-Garcia

El viaje del ateo

21 de Diciembre de 2023
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ateo

De los recuerdos más antiguos que conservo de mi infancia, destacan dos: el bautizo de mi hermana cuando yo tenía tres años, y, posiblemente con la misma edad,  la rabieta que pillaba cuando no conseguía que mi sillita de hierro blanca quedara colgada de la pared, a la mayor altura a la que mis manos podían colocarla. Era aún muy pequeño para saber gestionar las frustraciones. Mi madre intentaba consolarme explicándome que mi silla no podía quedar suspendida de la pared por sí sola, necesitaba estar colgada de un gancho clavado. Pero yo no quería eso; yo quería que la silla se quedara en el punto más alto de la pared al que  yo pudiera ponerla y punto, y clavar un gancho equivalía a un artificio que significaba un fracaso de mis expectativas.

No podía saber que había cosas que no eran posibles. Aún me quedaba por aprender  que la realidad no responde  a los anhelos humanos, y la fantasía contenida en los cuentos infantiles que me narraban mi abuela, mi padre o mi madre no ayudaban a entender que la naturaleza pone una serie de límites que describe la física. A los cuatro años, el médico de la familia descubrió que yo no veía bien; padecía un astigmatismo más que notable, que se solucionó con lentes de cuatro dioptrías y media nada menos. Ahí comencé a descubrir que la realidad funcionaba según unas reglas de funcionamiento; ahora sí podía ver que los objetos de las paredes realmente estaban enganchados a algún tipo de soporte clavado; ninguna magia actuaba en esos objetos haciendo que levitaran.

Fue la primera vez que cambió mi forma de ver la vida. Mi curiosidad insaciable, mis ganas de saber podían encontrar caminos y maneras donde adentrarse en lo todavía desconocido, y hacer descubrimientos.

La segunda vez que vi la vida de otro modo fue a los dieciséis años. En 1982 estrenaron en TVE1 la serie COSMOS de Carl Sagan. Desde siempre me había fascinado la exploración espacial, tanto como el mundo microscópico; las dos fronteras del conocimiento humano suponían para mí una atracción fascinante, una llamada cuasi religiosa. Pero, más que el misterio, me atraían las respuestas, las explicaciones; no me bastaba con el prodigio aparente de la vida y de la naturaleza; yo quería entender su mecanismo, su causa. Carl Sagan me ofrecía por primera vez una perspectiva del conocimiento que en los años de la EGB de la dictadura y la reciente transición no se me había mostrado: ahora veía que las respuestas no eran dogmas absolutos, como me habían llegado con el modelo educativo recibido hasta entonces (no en vano, que los mismos profesores enseñaran tanto ciencias naturales como religión, con un mismo método, que se limitaba a listas interminables de conceptos, relatos a memorizar y denominaciones a recordar, ya habían supuesto un encasillamiento limitado del saber que jamás satisfizo mi curiosidad; la escuela me aportaba más preguntas que respuestas).

Y en el segundo episodio de la serie, Sagan explicó la evolución de las especies comparándola con la idea de la creación, con un ejemplo que supuso todo un shock para mí. Usando un simple reloj de bolsillo, el cosmólogo explicaba que la naturaleza, el universo, la vida, no son manufacturas; los artificios diseñados no se reproducen por sí mismos, no evolucionan. Y lo que es más importante: todo diseño materializado lleva siempre la “marca del fabricante” y denota la necesidad de un “taller” donde el artesano, necesariamente más complejo que el objeto fabricado, tuvo que realizar su obra.

Aquella nueva visión conllevaba una manera de combinar las piezas del puzle de la realidad de una forma que encajaban mucho más elegantemente que lo que me habían enseñado en mi infancia. Ahora, con esas nuevas gafas de la comprensión, podía ver que no había ningún “gancho celeste” del que colgara una creación mágica del universo.

Menos de diez años después estudiaba programación informática, lo cual supuso otro salto cuántico en mi visión de la vida; mi mente amplió sus perspectiva con el entrenamiento que suponía saber cómo la información podía componer programas (componer, pero  no crear, ya que nada en este universo se crea ni se destruye, sólo se transforma); podía implementar secuencias de instrucciones mediante  un lenguaje que la máquina podía obedecer, y que daba como resultado que el programa podía ejecutarse por sí mismo en ese entorno de espacio-tiempo virtual del ordenador  (virtual  = sinergia del hardware y el software).

Esa capacidad ampliada de comprensión que ahora adquiría mi pensamiento, hizo que años más tarde entendiese, con la lectura del libro de Stephen Hawking y Leonard Mlodinov, EL GRAN DISEÑO (2010), cómo se había conseguido crear una simulación de los orígenes de la evolución del universo, que demostraba que las primeras partículas, por si mismas, por una simple sucesión de eventos de combinación, fueron capaces de generar sistemas que se replicaban, y por pura evolución, se mantenían aquellas combinaciones más eficaces, desmontando a aquellas que no lo eran, llegando incluso a mejorar los errores por pura cuestión de aleatoriedad, condicionada por la eficacia de los modelos que mejor persistían en su forma y función. Eso hizo que el paso siguiente que el universo impulsó fuese la vida, y podía comprobarse en un simple entorno virtual informático.

A medida que vamos avanzando por el camino de la vida, vamos cambiando nuestra forma de pensar y enfocar los momentos trascendentales. Llegó un momento, hace unos quince años, en que ya vivía en una situación social y personal muy distinta de la de mi infancia, y en la ingenua pretensión de que se puede compatibilizar la coherencia ética personal con la postura  de instituciones [extra]oficiales, decidí dar un paso simbólico (supongo que como experimentación personal, dentro de esa costumbre que tengo de someter a prueba siempre el entorno en el que vivo, como si la sociedad fuese un laboratorio científico). Así,  pedí al arzobispado de donde fui bautizado, que, en virtud de mi derecho constitucional a no profesar ninguna creencia, procediesen a borrarme de los registros de bautismo de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Me dejó perplejo la respuesta: procedían a anotar mi acto formal de defección (un eufemismo que maquillaba el pequeño detalle que la defección, en el derecho canónico, se considera  un delito equiparable al de herejía).
No se me borraba de los registros de bautismo porque al acto de bautismo (realizado sin manifestación de consentimiento alguno por parte de la persona afectada, pero que la somete a un compromiso de lealtad vitalicio –y post mortem- con la Iglesia Católica, Apostólica y Romana) se le otorga un rango ontológico (metafísico) superior a ningún acto reconocido de separación de la Iglesia.
Es decir, se me “acusaba y condenaba” de un delito, se me declaraba separado de la Iglesia, pero unido ontológicamente, irrevocablemente, absoluta y permanentemente.

¿En cuerpo y alma?, ¿bajo vasallaje?, ¿o quizás como “personaje creado por un guionista divino “ y sometido a derecho de autor?, ¿o se me había inmatriculado, tal vez?

¿O el problema  es que  un ser celestial todopoderoso e incansable, que fue capaz de crear un universo en seis días (aunque necesitó descansar el séptimo), ahora no puede, o no sabe, o  no quiere anular un compromiso unilateral que decidieron unos seres humanos adscritos a una fe que sólo comparten menos de un 30% de la población mundial?

Eso ni con gafas nuevas y limpias podía llegar ver de qué gancho celeste pendía.

El libro EL VIAJE DE TEO (1999), de Catherine Clément, describe el periplo de un niño con una enfermedad incurable, que es acompañado por su tía a conocer el mundo de las religiones conociendo a importantes representantes de las mismas. En la obra se presenta al protagonista como a un ser sometido por la intelectualidad laicista de sus padres, “a una profunda ignorancia religiosa”, por lo que ese largo recorrido por el conocimiento de las religiones del mundo, supone una profunda revelación para el niño.

Mi viaje personal fue justo a la inversa; en mi caso, la “ignorancia” no se erradicó hasta que me salí de toda esa “enseñanza oficial” de los representantes educativos y religiosos de la sociedad en la que había nacido; fue después de la influencia de “maestros y predicadores”, y al poder rebuscar en aquellas fuentes de conocimiento no programadas y que a mí me interesaban, cuando encontré una auténtica revelación: la realidad.

Pero mi sorpresa, en estos últimos años, ha sido la respuesta producida al no negar ni disimular mi forma de pensar ante los demás; tanto amigos y familiares como extraños, al relacionarme con la palabra ateo mostraron desde el principio problemas para aceptar la naturalidad con que yo expresaba mi enfoque de la vida, de la naturaleza de las cosas; desde amigos que me decían “no sé por qué  te complicas la vida; no hace falta llevar esa postura tan lejos”, a gente que me espetaba “no; tú sí que crees, sí que tienes fe, lo que pasa es que crees de otra manera”, o incluso, “es que el ateísmo es una creencia más” (a lo que yo les contestaba que si el hecho de que yo no fumo también supone que yo soy “adicto a no fumar”).

Nunca he tenido ningún conflicto ni enfrentamiento con nadie de mi entorno personal, ni con personas desconocidas con las que he hablado en persona, pero en las redes sociales, la cosa cambia totalmente; es como si el apantallamiento electrónico que nos enmascara a los internautas, se convirtiese en una especie de armadura de guerrero que nos vuelve territoriales y belicosos.

En la primera etapa de Facebook en que existía una opción de foros de debate, había verdaderas “cruzadas contra infieles” en las que se daban todo tipo de batallas dialécticas, luchas verbales y enfrentamientos coloquiales de lo más feroz. Y, lejos de apaciguarse las aguas con los años, la popular plataforma anunciaba en julio de 2021 a través de medios tan importantes como The New York Times, que se convertía en “una plataforma religiosa”, estableciendo alianzas con las comunidades religiosas (desde las congregaciones más pequeñas a las mayores organizaciones), para integrarlas en la plataforma virtual con el argumento de la pandemia.

Justo en ese momento me exiliaba de Facebook por la cuestión de la censura y de la ocultación e intoxicación informativa con el tema de la pandemia, y me trasladaba a Telegram, donde comprobé que todavía existía la posibilidad de expresarse con libertad y encontrar información libre y plural, con la oportunidad de participar en nuevos foros de discusión.
En esta plataforma, tanto en sus canales informativos como en sus foros de debate no he visto hasta el momento ningún tipo de privilegio hacia grupos religiosos para facilitar su proselitismo evangelizador, por lo que me animé, con ocasión de mi incorporación como debatiente a un grupo de debate que despertó mi interés durante la pandemia, a hablar abiertamente de temas de todo tipo, opinando como ateo de la forma más natural. Lo interesante del caso es que, sin tratarse de un grupo religioso, su administrador y moderador sí es religioso practicante, con las carreras de medicina y filosofía como digna acreditación, y su talante dialogante e invitación constante al debate respetuoso y libre como leit motiv.
Estos días, el tema recurrente que se discutía eran las concentraciones para rezar el rosario como forma de protesta político-religiosa en la calle Ferraz de Madrid, y que acabaron prohibiéndose, con altercados importantes al intervenir la policía.

Pensaba que, bien adentrados en el siglo XXI, se podría ya romper aquel dicho que leí en algún lado, que reza: “invitar a un ateo y un creyente a una fiesta es una forma segura de arruinarla”, pero me encontré que, en ese espacio de conversación y debate, se generó un minúsculo grupo de debatientes que se posicionaron automáticamente de forma, digamos territorial, considerando poco menos que una provocación el que yo quisiera dar un punto de vista no creyente, (aunque dejara sentado por anticipado que me consideraba  un mero “invitado” con total respeto a la forma de pensar de cada uno).

A pesar de la firme postura del moderador en cuanto a mantener el respeto y las formas, se me sometió rápidamente a un feroz interrogatorio sobre las razones de mi forma de pensar y mi ausencia de creencias. Aunque el debate duró bastantes días, se podrían sintetizar los temas más recurrentes así:

P -Tú te basas en la razón, pero la razón no puede dar explicación a lo que sí explica la fe.
R -La fe sólo acepta una única verdad unívoca. Para la fe, valorar cualquier otra posibilidad (por ejemplo la de que Dios sólo sea una creación literaria) significaría un pecado, una derrota intolerable de la propia fe. Para la razón lo importante no es si existe Dios o no, lo importante es avanzar en el conocimiento, careciendo de importancia si la premisa de inicio estaba equivocada. Yo como ateo celebraría también que se probase finalmente la existencia de Dios; reconocería que estaba honestamente equivocado y me alegraría de saber algo más que hasta entonces ignoraba.

P: -¿No te das cuenta que nos ofendes al negar a Dios con tu ateísmo?
R: -No, en absoluto. La propia palabra a-teismo significa “sin dios” y no “contra dios”. Mi concepto de ateo es el de una persona que no necesita de ningún dios para vivir la vida.

P: -¿Por qué quieres que dejemos de creer?
R: -Yo no pretendo que nadie cambie sus creencias. Únicamente no oculto hipócritamente mi propia forma de pensar. Defiendo la libertad de pensamiento, y por tanto, la libertad de creencias. Todos tienen derecho a que se respete su forma de pensar e incluso a que no se cuestione su fe ni en su casa ni en su iglesia. Pero en los espacios públicos se puede cuestionar absolutamente todo, incluso las ideas religiosas.

P: -Pero es que España es un país históricamente católico, con una antigua tradición que ha de mantenerse y que nos sirve de identidad. Tú no puedes ir en contra de eso.
R: -Primero, tradicionalmente, los territorios hispanos fueron cristianos, judíos y musulmanes; por tanto la tradición no puede usarse como argumento ético, teniendo en cuenta que se usó la inquisición como estrategia para mantener una sola de fe por la fuerza, y excluir a las demás, incluso en el período más reciente del nacionalcatolicismo durante la dictadura.
Segundo, España es actualmente un estado aconfesional reconocido constitucionalmente, donde la iglesia no puede formar parte de la estructura ni la función del estado y sus poderes. Ha de haber, por tanto, separación  estado-iglesia tanto en la educación como en el proselitismo religioso, que no deberían promoverse en medios educativos ni de difusión públicos pagados con el dinero de todos.


Y fue precisamente en la cuestión de la obligación constitucional a la aconfesionalidad del estado donde se destapó la caja de los truenos, con un empeño en que dicha aconfesionalidad no tenía validez alguna (por motivos tales como que, si las propias normas constitucionales y democráticas se saltan en otros temas, perfectamente podían  saltarse también en éste, por lo que dicha aconfesionalidad era totalmente prescindible y carente de valor real).

Mi salida de ese grupo de debate se produjo cuando el ataque rápidamente pasó de dirigirse a mis argumentos para apuntar no sólo a mi persona, sino a mis padres, de forma terriblemente cruel  y soez.

Aquello acabó como el rosario de la aurora (o el rosario de Ferraz).

En cuatro meses llegaré a los sesenta años. Desde esta apertura de miras que he adquirido a través de mi viaje personal, contemplo la vida como una maravilla mucho más fascinante, al vislumbrar su funcionamiento totalmente natural –desde su origen y expansión-, que si hubiese habido un marionetista celestial manejando los hilos.

Desde mi pensamiento escéptico, naturalista y a-teo, la vida humana me parece una preciosa e inestimable excepción a la inexistencia; y creo que deberíamos aprovechar el tiempo que nos brinda la oportunidad que supone estar vivos, en cooperar para conseguir el entendimiento y el progreso social.

Como dijo el ilustre ateo Albert Einstein en su último escrito, “el ser humano está aquí por el bienestar de sus semejantes, sobre todo por aquellos de cuya sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad, y también por las innumerables almas desconocidas con cuyo destino estamos unidos por un vínculo de simpatía”.

Felices fiestas de solsticio a todos, las llamemos como las llamemos, y ya seamos australes o boreales.

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