Me reconocí como feminista por primera vez al cumplir los veinte años, pero hoy sé que, aunque no fui consciente, lo era desde mucho antes. Con matices y en una versión particular, la femimora, pero lo era. Desde niña me fascinaba escuchar a mujeres empoderadas de todos los contextos sociales. De todas las razas, ideologías, creencias y clases sociales. Sentía adicción por aquellas mujeres que sabían lo que querían –o lo que necesitaban – y luchaban por sus ideales. A costa de todo y de todxs, pero no de sí mismas. Desde las que alcanzaban el éxito social, intelectual, artístico, deportivo, profesional; pasando por las amas de casa cuyo trabajo y rendimiento, de haber sido remunerado, no habría salario que les hiciera justicia; hasta mujeres pioneras como mi abuela, que mostraban vehementemente su disconformidad con los roles de género que había heredado. Mujeres que rompían sistemas normativos, discursos imperantes, esquemas de pensamiento o convencionalismos desfasados. Que cuestionaban el orden de las cosas sin que les temblara el pulso. Mujeres no solo conscientes del daño del patriarcado y del capitalismo, de las violencias y del uso de nuestros cuerpos como mercancía, sino con todas las herramientas para repararlo. Y redimirse. Pero yo era musulmana de origen árabe, nacida y criada en España, y sabía que aunque el patriarcado fuera una lacra universal, mi incursión en algunos grupos feministas occidentales crearía conflictos. Ser musulmana no sólo no me limitaba, sino que me impulsaba a luchar por nuestros derechos de género desde un compromiso religioso y; sin embargo, parecía que sí limitaba a las activistas de género coloniales y algunas academicistas que se atribuían el privilegio de repartir carnets de feministas y que no me consideraban “válida” o una “igual”. Así es como aprendí que el conflicto en realidad lo tenían ellas, no yo, y sólo algunas. En otros círculos feministas de lo más variopintos a nivel ideológico tuve una acogida muy calurosa y nuestro crecimiento y enriquecimiento fue tan bidireccional que pronto nos convertimos en manada. Y crecimos a la velocidad de la luz. También existía un conflicto entre feminismo e islam, aunque no fuera precisamente el de incompatibilidad –tan enfermamente vigente en los medios de difamación masiva. Como medida aclaratoria a esta incongruencia mediática estaría bien recordar (a propósito del poder que el islam otorgó a la mujer en forma de derechos y que recogí de pasada en mi columna la semana previa) la cronología histórica en la que tuvieron lugar afirmaciones como “La mujer es la mitad de la sociedad que da a luz a la otra mitad, por lo que en realidad constituye la sociedad entera” por parte de sabios y eruditos islámicos de la talla de Ibn Qayyim Al-Jawziyyah (siglo XIII, para contextualizar, misma etapa histórica en la que por estos lares debatíamos si la mujer tenía alma). A lo que iba: el conflicto básico que encontré entre feminismo e islam fue en el concepto de igualdad en materia de género al que apela el movimiento feminista. Como mujer y musulmana aspiraba a más, aspiraba que también se tuviera en cuenta nuestra herencia biológica a la hora de exigir derechos de género o incluso de asumir/eximir responsabilidades, ya que a efectos prácticos significaba que jugábamos –qué novedad – con desventaja desde nuestras premisas iniciales de enunciación. Me explico: el islam tiene en consideración la carga biológica de la mujer a la hora de conceder derechos y deberes, carga que es, desde términos científicos, cuantitativamente superior a la del hombre. Las mujeres menstruamos, ovulamos, gestamos, parimos, amamantamos, criamos, atravesamos un complejo proceso de premenopausia-menopausia-posmenopausia; y todo ello tiene un fuerte impacto sobre nuestro cuerpo. ¿Por qué no también sobre nuestros derechos y responsabilidades? Nuestras hormonas constituyen todos los meses una revolución en sí misma desde que apenas tenemos doce años hasta que alcanzamos la menopausia. Me vienen a la mente los conceptos de igualdad, equidad y justicia. Parecen similares, pero no lo son. Parafraseando a Sara Chokrini, esas diferencias conceptuales ya se hacen latentes desde una edad muy temprana: “¿Recordáis cuando en las clases de educación física se nos exigía a nosotras una mejor nota en flexibilidad y a los chicos en resistencia? No era igual, era justo”. Esa es la principal razón por la cual, por ejemplo, de acuerdo al islam, el hombre tiene a sus espaldas, por deber religioso, la carga financiera de la familia (debe encargarse de la manutención del hogar y el pago de facturas) y, sin embargo, en el caso de la mujer, trabajar es un derecho (solo si ella quiere), y no una obligación. A efectos prácticos esto quiere decir que en un matrimonio el sueldo del hombre es, forzosamente y por decreto divino, para lxs dos (e hijos si los hubiera) y el de ella, de haberlo, es sólo suyo –a menos que ella, en plena libertad, decida contribuir a subsanar gastos. De este deber religioso para el hombre y derecho para la mujer deriva, a su vez, la razón de la interpretación justa y no patriarcal del versículo coránico “Los hombres son responsables del cuidado de las mujeres en virtud de lo que Dios les ha concedido a ellos en mayor abundancia, y de lo que ellos gastan de sus bienes” (4:34). Es responsable, sí, pero sólo en un contexto económico, por las razones arriba mencionadas, y sólo en función de los medios que posee (físicos o materiales) como mantenedor. Eso no les hace, por consiguiente, superiores ni mejores que la mujer musulmana como han pretendido reclamar ilegítimamente las corrientes dominantes islamófobas al descontextualizar el versículo, y algunas lecturas retrógradas y tradicionalistas del Corán. Se entiende, pues, que a las mujeres musulmanas, en virtud a nuestra carga biológica, se nos exime de la carga financiera, a menos que también queramos asumirla. Interesante, ¿verdad? Sigamos deconstruyendo.
Empecé a militar como feminista al cumplir los veinte años
11
de Junio
de
2023
Actualizado
el
29
de octubre
de
2024
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