11 de Septiembre de 2024
Actualizado a las 11:05h
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El émulo impostor

Es algo sabido que el aprendizaje se adquiere por imitación de acciones y pautas de comportamiento que vemos en los demás que nos permiten avanzar e ir dando forma a nuestra personalidad que, en teoría, al llegar a la madurez deberíamos haber definido en una identidad. Proceso secuencial que, por lógica —los humanos no somos algoritmos— está sujeto al contexto y la actitud para encarar la vida de cada uno. Hay quienes reflexionan rápido sobre lo que observan, que luego adoptan o no; los que se toman su tiempo, a veces demasiado, hasta tomar una decisión; y a los que les falta un hervor porque no quieren o no saben sacar el jugo de lo que observan.

En esa enorme casuística están las personas que desarrollan una personalidad imitativa de los comportamientos, actitudes y patrones de conducta de otro individuo, sin reflexionar sobre su realidad por una baja autoestima que les impide afrontar por sí mismos los retos que plantea la vida por temor, incapacidad, falta de conocimiento, vagancia, desidia o envidia. Según la Teoría de la imitación desarrollada por el sociólogo francés Gabriel Tarde, las personas que de manera consciente o inconsciente imitan a otras, lo hacen por el deseo de reflejar en ellas sus propios anhelos y de ser aceptados. Y lo hacen por tres razones fundamentales: falta de seguridad en uno mismo, baja autoestima y por envidia.

Personas que al concentrarse en imitar a otras retrasan o anulan el desarrollo de su perspectiva e identidad, y pierden la originalidad y autenticidad al dejarse llevar por las opiniones y actitudes de los demás, de aquel al que imitan, sin cuestionar su propia realidad que no aceptan. Así se convierten en un clon, un farsante, en un émulo competidor arrastrado por el deseo intenso de ser igual que su referente. Imitación que se convierte en obsesión cuando la acompaña un sentimiento de impotencia por no alcanzar o superar lo que tiene el otro que, de este modo, convierte en su némesis.

Impostura que suele acompañarse de una coreografía que mimetiza las formas y entornos donde interactúa aquel al que imita, con añadidos de cosecha propia en la creencia de que refuerzan la imagen de autoridad y dan apariencia de verdad al fingimiento, al engaño, y a la imputación falsa y maliciosa. La enfatización reiterativa en el discurso de frases cortas que se transforma en arenga militar por el tono y cadencia lenta con la que se pronuncia; los movimientos pausados para dar la imagen de serenidad, seguridad y firmeza en lo que se dice; y la afectación en el andar, siempre con la cabeza alta, la mirada hacia adelante, el cuerpo estirado y el pecho hinchado.

Acciones impostadas, faltas de sencillez y naturalidad, que resultan teatrales y trasmiten el encorsetamiento de una representación artificial que no resulta creíble. Así fue la escenificación irrisoria de la reunión de Feijoo con sus presidentes autonómicos en un marco mimetizado al del Palacio de Moncloa, sentados en sillas individuales y mirando al frente como alumnos aplicados forzados a no rechistar en público, mientras el jefe, el profe, peroraba en el medio desde un atril. Espectáculo reiterativo que, como viene haciendo desde que es líder de la oposición, resultó ridículo no solo por el hecho de que la imitación, la copia, es siempre peor que el original; sino porque evidenció la incapacidad para desarrollar una imagen y un discurso propios que no vayan a rebufo de la ejecutoria del que pretende emular.

Y lo más patético, la demostración del ansia, la rabia, que despierta la idea fija y candente, de que no es Presidente porque se lo han robado, que sigue royendo sus meninges incapacitándole para asumir la realidad tal y como es. Que le impide adquirir el respeto, el prestigio y la confianza que debe generar un líder, la autoritas, que le conduce a adoptar posiciones erráticas al albur del acontecimiento de última hora, aunque contravengan otras anteriores, que a duras penas consigue imponer a sus secuaces solo por la autoridad que le da el cargo: la potestas. De este modo la capacidad de dialogar y llegar a los acuerdos que la sociedad reclama resulta imposible con quien vive encerrado en su propio corralito, obsesionado con su némesis.

 

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