La vida es compleja. Hay momentos para ser científicos y otros en los que nos equivocaremos si nos aferramos demasiado a las pruebas. Nadie sabe cómo, pero unas personas poseen una especial habilidad para “calar” a otras solo con la intuición. La historiadora Mercedes Vilanova, maestra y amiga, pertenece a esta clase. Recuerdo una conversación, hace ya años, en la que yo manifesté cuanto me gustaba el discurso de Mario Vargas Llosa al aceptar el Nobel. Me conmovían, sobre todo, las palabras que dedicó a su esposa, Patricia, que en esos momentos me parecían el colmo del romanticismo. Mercedes, sin embargo, estaba horrorizada. En la intervención del peruano veía gratitud por los servicios prestados, no amor. Poco después, Vargas Llosa dejaba a su mujer y se iba con Isabel Presyler. Reconocí entonces que mi maestra estaba en lo cierto y que era yo el equivocado, seguramente porque me dejé llevar en exceso por la literalidad de la palabra escrita.
Pasó algo parecido cuando hablábamos de Toni Comín, el controvertido político hijo de Alfonso Carlos. Comentaba con Mercedes que presidía una asociación de homosexuales. A mi eso me pareció normal, pero no fijé en el dato de verdad relevante: cierto tipo de personas, allí donde estén, han de acaparar los puestos de dirección. Como se dice vulgarmente, han ser ellos los que manejen el cotarro.
La profesora Vilanova, en efecto, siempre ha tenido un talento especial para ir un paso por delante de las demás. Es lúcida, hasta extremos increíbles, y también más independiente que un galo del poblado de Astérix. La comparación no me parece gratuita. La sociedad, supuestamente tan favorable a la diversidad, penaliza la disidencia. Justo lo que Mercedes ha practicado toda su vida. Cuando nadie se dedicaba a las fuentes orales y a estudiar a los analfabetos, ella lo hacía. La elección de sus temas de investigación respondía a una pasión personal y no a un deseo de hacer carrera. Eso, en un ambiente como el universitario, tan aquejado de “titulitis”, no es poca cosa. Mi estupefacción no tuvo límites cuando me dijo que, tras alcanzar, por fin, la cátedra universitaria, un colega le dijo así como “Ya eres de los nuestros”. ¿Y antes no? El comentario me pareció de una superficialidad aterradora, por no hablar de la minusvaloración de una sólida trayectoria académica.
No obstante, Mercedes es una gran defensora de la Universidad, una institución que le ha dado una enorme libertad para hacer lo que ha querido. Aunque siempre desde una posición marginal. No ha sido uno de esos personajes poderosos que dispensan el patronazgo. Ese es, claro, el precio de la libertad, de no formar parte de la tribu.
Supongo que admiro a Mercedes, entre otras razones, porque los héroes que se enfrentan al mundo siempre han ejercido sobre mi una irresistible fascinación. La verdad es la verdad, con independencia de si la creen uno o doscientos mil millones. El mundo, por el contrario, nos marca límites. El otro día, en twitter, leí a un respetado historiador que aseguraba que los especialistas profesionales saben que consensos respetar y en qué pueden plantear una discrepancia. Si eso fuera así, estaríamos siempre prisioneros de la ortodoxia. Los genios son genios porque se atreven a decirle a la mayoría, a la cara, que se equivoca.
Al contrario que infinidad de sus colegas, la profesora Vilanova no es prisionera de los dogmas. Más de una vez me dijo que ciertos autores profesaban una metodología marxista pero que no reflejaban sus principios en sus obras. Exacto: cuenta lo que se hace en la práctica, no las buenas intenciones. Sin embargo, cuando hablan de su oficio, los historiadores tienen en mente lo que debería ser un profesional modelo, un ideal que no existe en ninguna parte. En la práctica, lo que encontramos no es esa abstracción sino luces y sombras, por más que a tantos traten de convencernos de que ellos, los salidos de la Universidad, poseen el monopolio del conocimiento del pasado. Como si el problema fueran solo los divulgadores y entre los historiadores de carrera no hubiera sectarismos, modas absurdas o luchas por el poder. Solo hay que pensar en lo mucho que costó que la historia oral alcanzara un mínimo de reconocimiento. Resultaba demasiado fácil menospreciarla, como pasa siempre con todo lo nuevo.
Los historiadores, supuestamente, se diferenciarían de los intrusos en un lenguaje común, el de la ciencia, que haría posible el entendimiento. Aunque está por ver en que sé parecen gentes de escuelas opuestas que llegan a conclusiones por completo dispares. ¿Fue la Revolución Industrial un progreso o un desastre para los trabajadores? ¿Sirvió la Revolución Francesa a la causa de la libertad o estableció la República de la guillotina? Yo no me atrevería a dar una respuesta tajante. Mercedes, al estudiar a los analfabetos, al cuestionar mitos como el de la abstención anarquista en las elecciones del 33, sabe lo que significa ser la oveja negra: decir esa verdad incómoda que destruye nuestras certezas tan queridas.