En un mundo cada vez más interconectado y digitalizado, la regulación del uso de tecnologías de vigilancia como el software espía Pegasus se ha convertido en una prioridad para numerosos gobiernos y organizaciones internacionales. Sin embargo, en esta creciente marea de concienciación y acción, España parece haber sido dejada de lado, específicamente en las discusiones del Proceso de Pall Mall, una iniciativa liderada por el Reino Unido y Francia que busca establecer un marco internacional para el uso responsable de estas tecnologías. Este notable evento tuvo lugar en la Lancaster House de Londres, donde se discutió la necesidad de un equilibrio entre seguridad nacional y respeto a los derechos humanos en el uso de software espía.
La ausencia de España en este conclave no es un mero detalle administrativo; refleja una desconfianza palpable hacia un estado que ha sido acusado de utilizar precisamente las herramientas que ahora se intentan regular, para espiar al movimiento independentista catalán, pero también a su propio gobierno. Fuentes del Ministerio de Asuntos Exteriores español confirmaron esta exclusión con una escueta respuesta que carece de las explicaciones que la gravedad del asunto merecería. Este silencio diplomático es, en sí mismo, una declaración de la percepción internacional sobre la ética de vigilancia del Estado español, más parecido a la Stassi que a un estado democrático.
La ironía de la situación es profunda, dado que la conferencia en Londres abogaba por frenar la proliferación de la vigilancia cibernética y proponía medidas para emplear el software espía de manera legal y responsable. Mientras tanto, el Gobierno de Pedro Sánchez parece estar más enfocado en esperar una invitación que quizás nunca llegue, en lugar de tomar iniciativas propias para limpiar su imagen en el escenario internacional. Y eso ha coincidido con el “recadito” que ha enviado Francia a la Audiencia Nacional sobre el espionaje al propio Presidente de Gobierno. Y es que sí, en este caso, los espías no están en recónditas montañas ni alejados desiertos.
La exclusión de España del Proceso de Pall Mall debe interpretarse como un voto de desconfianza hacia su capacidad de manejar con responsabilidad las potentes herramientas de la cibervigilancia. Este aislamiento no es solo un revés diplomático, sino también un recordatorio de que las acciones pasadas en el ámbito de la ciberseguridad pueden tener repercusiones duraderas. La reciente reapertura de una investigación sobre el uso de Pegasus contra altos cargos del propio gobierno español, incluidos el presidente Sánchez y varios de sus ministros, solo añade más peso a la preocupación internacional. De la misma manera, que en Bruselas se sigue un procedimiento penal por espionaje a funcionarios y trabajadores vinculados al euro parlamento, solo por el hecho de ser catalanes.
Mientras más de treinta países y los representantes de la industria tecnológica como Apple, Google, Meta, Amazon y Microsoft debaten sobre el futuro de la ciberseguridad, España se ha quedado al margen, observando cómo se configura un nuevo orden mundial en el que la transparencia y la ética en la vigilancia son prioritarias. Esta situación es un claro indicativo de que la comunidad internacional está buscando establecer un ciberespacio más seguro y regulado, donde la invasión de la privacidad y el abuso de las capacidades cibernéticas sean cosa del pasado. Y por eso, España se queda a las puertas.
La historia de España, en este contexto, es una advertencia para todas las naciones: el uso irresponsable de tecnologías de vigilancia no solo pone en riesgo la privacidad y los derechos de los ciudadanos, sino que también puede llevar a un aislamiento significativo en la diplomacia global. Y es que desengañémonos, en España se espía sin mesura al que puede perjudicar al “status quo” decidido por las puñetas, gorras de plato y tricornios.