Imagino que no soy el único que creció con la impagable ironía de las historias de Mortadelo y Filemón, Agentes de información. Para mi generación, ambos personajes eran los protagonistas de la mejor parodia que jamás se haya dibujado sobre los superhéroes y las historias de espías. La creación de Francisco Ibáñez describía el país de la chapuza, la chabacanería o la estupidez glorificada que caracterizaba, sin duda, a la España de los sesenta y los setenta. Frente a la presunta sofisticación de las historias del 007, siempre había unos personajes que bajo una capa de altivez y orgullo escondían una triste realidad de mediocridad, falta de sentido y sordidez de la que reírse. En otros términos, Mortadelo y Filemón representaban a la España fracasada, gris, acomplejada y precaria, producto de un franquismo castrador. Los detalles de las viñetas, a menudo colocadas bajo un segundo plano, resultan más que significativas y representan un elemento muy ilustrativo para definir una época. Ahora bien, a menudo las historietas de estos agentes secretos que hoy bien podrían haberse formado en la Universidad Rey Juan Carlos, comenzaban con la transmisión de un mensaje que se autodestruía en pocos segundos, y que indefectiblemente carbonizaba a nuestros entrañables protagonistas. Hoy esta entrada puede parecer una premonición. La España franquista, en buena manera, era la de Mortadelo y Filemón. Pero otras creaciones culturales, como el cine, con las chabacanas comedias de Ozores, Esteso, Pajares, Paco Martínez Soria o Alfredo Landa (lo que se conocía como españoladas) también proyectaba ese mismo relato de mediocridad, altivez impostada, orgullo esperpéntico, pero sobre todo, tamizado por un gran complejo de inferioridad ante el mundo. España era un país sórdido, del cual la mayoría de quienes atravesaban fronteras o contactaban con ciudadanos europeos, se avergonzaban. El franquismo y su incultura militante, la presencia insoportable de una dictadura sangrienta, había hecho de España un paria internacional. Como historiador fui de los primeros en cuestionar el relato optimista oficial de la Transición. Continúo pensando que fue una estafa monumental, pero quizá en los últimos años he ido añadiendo algunos matices. Es necesario recordar que el impulso para que España se dotase de una democracia homologable a los regímenes europeos del bloque occidental provenía de aquellos sectores más aperturistas del régimen, aquellos jóvenes de familias acomodadas y bien relacionadas que sabían idiomas, habían viajado y estudiado en el extranjero, y por tanto, eran conscientes de la magnitud de la tragedia. Opinaban de manera acertada que enrocarse, como el sector purista del búnker, en el nacional catolicismo y el nacionalismo rancio ponía en riesgo el estatus y posición de los beneficiarios del franquismo. Leyendo los informes de la OCDE y el resto de organismos internacionales, sabían que el progreso económico y social únicamente podría darse mediante una apertura económica y cultural. Es ese impulso el que lleva a los pactos explícitos e implícitos (con sus sobreentendidos y malentendidos) los que llevan a la Transición. Es quizá por ello que, cuando se dan por cumplidos los objetivos propuestos, aquellos compromisos empiezan a debilitarse. Para crecer y prosperar, es necesario abrirse. Para abrirse, es necesario proyectar una imagen democrática, de enfrentarse a los problemas estructurales de un país y superar los fantasmas del pasado. Para superarlos, es necesario reconocerlos, y trabajar para aprobar las asignaturas pendientes que han llevado a España a suspender reiteradamente la modernidad. Estas materias para las cuales la sociedad española ha estudiado nada, preparado los exámenes a última hora y de mala manera han sido tres: cultura democrática; desigualdades sociales y plurinacionalidad. Durante la Transición, parecía que las cosas iban bien, que los españoles se habían hecho el firme propósito de prepararlas a conciencia. Para ello, era necesario un pacto tácito según el cual las estructuras profundas del poder, el franquismo más irredento, se instalaba en las catacumbas del estado (judicatura, ejército, jerarquía eclesiástica, consejos de administración de las grandes empresas, federaciones deportivas, cuarteles,…) mientras la cara más amable y aperturista, asistida por una tímida oposición democrática, se dedicaba a administrar los asuntos públicos. El búnker seguía acechando. No hay más que recordar el discurso de dimisión de Adolfo Suárez, presionado por la ultraderecha y la monarquía, reconociendo que se iba para evitar un golpe de estado en ciernes: “no quiero que el sistema democrático sea, un vez más, un paréntesis en la historia de España”. En apariencia, las cosas funcionaron. El relato de la Transición pacífica y el consenso coló. En una época de analfabetismo funcional masivo, combinado con un monopolio de los medios de comunicación y una oposición miedosa y cansada, se pudo ocultar la violencia generalizada (más de 700 muertos por causas políticas entre 1975-1982 según la tesis de la historiadora francesa Sophie Baby) y se pudo transmitir una imagen que, esta vez sí, España se incorporaba a la modernidad occidental. El estado seguía comportándose como durante el franquismo (impunidad policial y judicial, ultraderecha campando libremente, como complemento paramilitar, guerra sucia contra ETA, autoamnistía), pero estas acciones las realizaba desde las sombras. La cara visible era otra: cierta sofisticación cultural, un salto adelante educativo, una apertura económica y social al mundo. La entrada en el Mercado Común a mediados de los ochenta, una política internacional inteligente, tuvieron su culminación en los éxitos internacionales del 92. España se puso de moda. Obtuvo una respetabilidad internacional como no la había conocido a lo largo de la edad contemporánea. Era presentada como un modelo. La autoestima colectiva se elevó de manera inaudita. La alegría dura poco en la casa del pobre. Ya a mediados de los noventa, el pacto tácito entre una superficie democrática y un estado profundo, un sótano donde se habían confinado los fantasmas del pasado, empezaron a sufrir ciertos desequilibrios. La llegada de Aznar al poder a partir de 1996 (y sobre todo, cuando la mayoría absoluta de 2000 le permitió expresarse sin cortapisas) inició un período de crispación política en que poco a poco, una joven generación del viejo franquismo regresó a la escena pública, y a las instituciones. Poco a poco, la modernidad y sofisticación de las películas de Amenábar ha ido retrocediendo hacia un pasado de landismo. El Partido Popular fue resucitando los viejos demonios familiares. Primero fue su total oposición a las tímidas iniciativas respecto a la memoria histórica. Después, la criminalización de la izquierda. Una política internacional neoimperial aliándose con Estados Unidos en la fracasada intervención en Irak y Afganistán. Una obsesión enfermiza con ETA (que hace de sus víctimas una nueva versión de los caídos por Dios y por España, y que los privilegia respecto a las del terrorismo yihadista). Y, finalmente, lo más espectacular de todo: el enemigo interior, Cataluña, que recurre a los lugares comunes de deshumanización y criminalización con el que históricamente se ha agredido al pueblo judío. La gestión neofranquista desde el inicio de siglo ha representado una catástrofe. Ha multiplicado las diferencias sociales, ha deteriorado gravemente el sistema democrático, y ha hecho saltar por los aires la gestión de la diversidad nacional, arrastrándola al borde de la ruptura. En otros términos, España ha decidido dejar de estudiar y se dispone, de nuevo, a catear espectacularmente las asignaturas que nunca aprobó. Y a enorgullecerse de ello. Al principio, Europa, preocupada por sus propios problemas, no hizo demasiado caso. España seguía siendo un país simpático cara a la opinión pública continental. El 1 de octubre del año pasado lo cambió todo. La brutal y sistemática represión contra Cataluña, la abusiva suspensión de su autonomía, las advertencias de la justicia europea ante los abusos del Supremo y la Audiencia Nacional, incluso la denuncia de Amnistía Internacional (efectivamente, españoles, su país aparece ya en la lista negra de países donde se violan los derechos humanos, como en Turquía o Arabia Saudí) ante la situación incomprensible de presos políticos encerrados con cargos imaginarios, pruebas inventadas y espíritu de inquisición, ha dilapidado en un solo año todo lo que España había conseguido en décadas. España vuelve a ser un paria internacional. Pero esto no parece ensombrecer este retorno al orgullo patrio, a esta altivez de hidalgo resentido, esa especie de orgullo esperpéntico que propone poner bombas en las cervecerías alemanas cada vez que un tribunal independiente les recuerda que en Madrid han decidido resucitar la Inquisición o que no es posible mantener un mausoleo para el Pol Pot Europeo, que ahora pretende ser sepultado –y adorado- en la catedral de la capital española. La España de la Manada, la de los tres tenores de la ultraderecha (Casado, Rivera, y éramos pocos y parió la abuela, Abascal) que exigen la represión indiscriminada contra los catalanes, los inmigrantes y las mujeres, la de los medios de desinformación masiva que pintan Barcelona como si fuera la Beirut de los años setenta, la de una monarquía incompetente haciendo apología del odio contra una nación que (de momento) es parte del estado, la de una clase política miserable y una clase judicial hooligan que pone en evidencia lo que sucede cuando en un país no se producen unos necesarios juicios de Nuremberg contra el fascismo que controla las estructuras del estado. Todo este comportamiento irracional es más racional de lo que parece. España ya no es un país independiente. Ese ha sido el impuesto a pagar por haberse integrado en la Unión Europea y decidido formar parte de la globalización. La soberanía ha sido recortada por arriba. Pero también por abajo, donde, a partir de una evolución propia, diversos territorios –casi toda Euskal Herría, País Valenciano, Baleares, Galicia en cierta medida, y sobre todo Cataluña- han ido desconectando con la España de Alfredo Landa y Bertín Osborne. Contrariamente a la imagen falseada por los medios de comunicación, la Cataluña de hoy se ha hecho más compleja y diversa, más heterogénea en una medida similar a las sociedades europeas centrales. Eso lo ha hecho menos española –lo que no significa que sea más catalana- sino más europea, poniendo a la cultura hispánica en un plano de igualdad a la presencia de otras muchas culturas europeas y extraeuropeas. Y eso ha desatado un ataque de histeria colectiva. Muchos españoles creían que Cataluña es España. Pero hoy es también Filipinas, Argentina, El Riff, Ucrania, Europa, apátrida, refugiada o lo que decida la gente que es a cada instante. Y en esta promiscuidad identitaria, la catalana es la que arbitra, desde un plano de igualdad en una sociedad, como la norteamericana o canadiense, postnacional. Eso hace que a aquellos que reivindican el genocidio americano el 12 de octubre les estalle la cabeza. Lo que es la modernidad, ha provocado reaccionarismo y cerrazón. Y esto, en plena globalización, representa un suicidio. La evolución española de los últimos años, con los zombis del franquismo paseándose por las calles, los medios de comunicación, los tribunales, los partidos políticos convertidos en fábricas de odio, ha convertido España en un estado de deshecho. Lo sucedido y visto en los últimos meses, les ha devuelto su condición de paria internacional. Mientras la sociedad española no sea consciente de la situación, como los mensajes de Mortadelo y Filemón, este país se autodestruirá en 5, 4, 3,… Y todos los personajes acabarán carbonizados.
España se autodestruirá en 5, 4, 3,...
18
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