Si la cantinela de que España se rompe se hubiera cumplido todas las veces que la derecha ha utilizado el argumento: ya no existiría. Sin embargo, nada de eso ha sucedido, porque está vivita y coleando, más que nunca, a pesar de los agoreros que ante cualquier cambio que reme a favor de una mejor integración de su diversidad cultural y territorial; saltan como si ello supusiera una ofensa a la patria. A lo que ellos entienden por patria: una, grande y libre.
A lo largo de la historia, España nunca ha sido uniforme en su conceptualización simbólica, ni en su configuración territorial que ha ido cambiando, y ha mantenido a lo largo de los siglos, como ahora, una diversidad cultural que la enriquece y singulariza frente a otros países. Características históricas que se mantuvieron latentes e imborrables durante la dictadura franquista: a pesar del empeño que puso en laminarlas. Es con la llegada de la democracia efectiva (los fascistas no dieron tiempo a la Republica a asentarse), cuando esa diversidad adquirió reconocimiento y carta de naturaleza, lo que ha contribuido —aunque a algunos les pueda resultar paradójico— a forjar un nuevo concepto de identidad española, basada en la pluralidad de lenguas y culturasque han dado lugar a una nueva cosmogonía identitaria nacional. Porque lo que nos une es un poso emocional sustentado en las relaciones sociales tejidas durante siglos, a un uso propio del tiempo, a un saber vivir la vida particular, y a una cultura vital pegada a la tierra, común a todos los territorios: que admira a quienes nos visitan.
Espacio de diversidad en el que la derecha tradicional, mohosa y rancia, sigue sin encontrar ni su lugar ni su discurso: de ahí su exaltación desbocada e hiperbólica, cada vez que se producen cambios que favorecen una mayor y mejor integración de quienes, legítimamente, tienen sentimientos nacionales diferentes. Ahormar los sentimientos es un imposible, y menos por la vía de la imposición y la coerción; porque los sentimientos son eternos y se expanden cuando no encuentran su espacio de expresión; de ahí la necesidad del diálogo permanente para favorecer el mejor encaje posible de la diversidad que conforma la sociedad española.
Claro está que la derecha no entiende o, por mejor decir, prefiere hacer oídos sordos ante estos hechos objetivos, porque de hacerlo se quedaría sin el poco discurso que tiene, que le queda, centrado de manera sempiterna en esparcir el miedo a que cualquier cambio de pie a los nacionalistas localistas a salirse con la suya: romper España. De ahí su reiteración en mantener vivo el conflicto, negándose al diálogo y a toda modificación legislativa, para encauzar un problema que la derecha nunca ha sabido manejar, porque abrir la mano a la diferencia: va en contra de sus principios. Ese es el germen de su insistencia en la pobreza discursiva de airear de continuo a ETA —que abandonó la lucha armada hace más de diez años—o de dar bombo a los nacionalistas catalanes; sin ver ni reconocer que las encuestas de ambos Gobiernos autonómicos, reflejan desde hace años un descenso sostenido de los ciudadanos que desean la independencia.
Alergia al diálogo, desconocimiento de la historia, falta de reconocimiento a la diversidad cultural e ideológica que configuran España, que les aísla, cada vez más, de una realidad que no saben, ni quieren reconocer porque se quedarían sin el obsoleto discurso en el que viven encastillados: ¡Yo en el error, pero firme!