Esta es la pugna eterna entre quienes no quieren que nada cambie, para mantener un statu quo que estratifica la sociedad y privilegia a los que más tienen; y los que quieren que las cosas cambien, que progresen, en pos de una justicia social que mejore las condiciones de vida de las clases populares y medias, y reconozca nuevos derechos y libertades acordes a la evolución de las demandas sociales. Ésta es la razón que hace inviable la equidistancia, pues no existe un término medio entre el estatismo y el progreso que se puede modular, pero que siempre implica cambiar las cosas.
Pugna que en estos meses está presente en diferentes ámbitos donde se dirime una lucha de poder. En el Vaticano, durante el proceso de elección del nuevo Papa, que ha reverdecido el debate entre los conservadores de las interpretaciones más dogmáticas del mensaje del Cristo crucificado, y los defensores de una iglesia más abierta a las realidades de una sociedad plural y diversa que reclama un cambio de enfoque en el mensaje del catolicismo. Veremos para donde tira el nuevo Sumo Pontífice.
Lo mismo sucede en EEUU, epítome del populismo disruptivo de las democracias occidentales, encarnado por Trump, un mediocre que necesita sentirse el centro de todo, del mundo, incluso Papa ha llegado a decir, para sublimar su baja autoestima. Todos los histriones, como él, necesitan tener amarrado el poder férreamente, para hacer lo que le venga en gana que pasa por derruir el sistema de controles y contrapesos, el Estado democrático, que es la barrera que les impiden gobernar como lo que son: sátrapas. Todos, Orban, Erdogan, Netanyahu, etc., siguen la misma pauta de suprimir derechos y libertades adquiridas que suponen cambio y progreso. De ahí que la mixtura social favorecida por la inmigración, que abre las mentes a la pluralidad de visiones de la vida, sea el enemigo a batir para mantener unas esencias de raza, moralidad, y tradición que les permiten mantener el adocenamiento de las mentes articulado en la exacerbación del nacionalismo.
Lo mismo sucede en España, donde esperar que el PP (condicionado por Vox), se avenga a negociar y pactar o, simplemente dialogar, es pedir peras al olmo, porque como cromo nacional del populismo disruptivo, las necesidades y penurias de la ciudadanía solo le sirven de arma arrojadiza contra el Gobierno de progres que ocupa la Moncloa. Muestras sobradas son las excusas, que se le agotan, para justificar el no permanente a todo, aunque a Feijóo no se le caiga de la boca el mensaje falaz de que el PP es un partido de Estado.
Cerrazón justificada en que no se cuenta con ellos y no se les informa o cuando se les consulta y se abre una negociación, porque el Gobierno no acepta ninguna de sus propuestas que el PP plantea como imposiciones, todo o nada, que impiden cualquier negociación. Así justifica su proyecto real, que oculta, y se permite el lujo desvergonzado de votar en contra de la subida de las pensiones, del salario mínimo, de la reducción de la jornada laboral, del plan de vivienda para abaratar los alquileres, del plan de defensa de la economía española frente a los aranceles de Trump, de la distribución de inmigrantes menores o contra cualquier proyecto que reduzca la desigualdad.
Artimaña cobarde esa de echar la culpa al maestro armero, en lugar de ir a cara descubierta ante la ciudadanía optando por la infamia de esconder que el PP es: un partido de derecha, populista y disruptivo, que necesita tener el poder para evitar todo progreso, todo cambio social que pasa por defender a los poderosos y sus privilegios. Así quedó demostrado en el debate en el Congreso sobre el apagón, donde Feijóo defendió, de manera encendida, la prolongación de la vida útil de las centrales nucleares, en manos de las grandes energéticas, con el objetivo de reducir el peso de las renovables que abaratan el coste de la electricidad a los consumidores.
Cuando uno se avergüenza y esconde el sentido ético y moral de aquello que defiende necesita enmarañarlo todo con mentiras y tergiversaciones de los hechos objetivos. Engaño deliberado que crea el ambiente irrespirable y ponzoñoso que polariza la vida política y social del país.