No pasa día sin que las distintas cadenas de la televisión internacional nos traigan las imágenes de los cuerpecillos de los chavales destrozados por las bombas lanzadas por el ejército del estado de Israel. Y no, no me acostumbro. Además, no quiero hacerlo. Creo que el estremecimiento y la indignación ante el horror es lo último que nos queda como seres humanos.
Me encuentro luego una maraña en los medios y redes sociales de argumentos y contraargumentos. Que si empezaron los unos o si siguen los otros. Que si la misma génesis del estado de Israel fue la madre de todas las calamidades. Me sorprende el modo en que el ruido mediático consigue elevarse por encima del gemido de las víctimas.
Como en tantos conflictos prolongados, detecto la progresión gradual de la insensibilidad; una extensión del contagio del «no nos afecta». Pero es estúpido; claro que lo hace. Presenciar un crimen sin plantearse nada ya es reprochable de por sí. Tanto más cuanto hay una guerra en marcha. Una desigual, de estas proporciones. Pero todo esto le parecerá obvio, ¿verdad? Lo que no lo es tanto es la estrategia subyacente de Hamás y sus mentores globales. No puedo evitar la impresión de que, para ellos, el sufrimiento y la muerte de miles de los suyos no es más que un problema secundario. Al fin y al cabo, se trata de un movimiento religioso; siempre pueden invocar que las miles y miles de víctimas sacrificadas por la Fuerza de Defensa de Israel son mártires y serán acogidos por Alá. Pese a esta simplificación cínica, intuyo que el pensamiento de la cúpula de Hamás va mucho más allá de lo que usted y yo podamos imaginar.
Detengámonos un momento para evaluar la situación previa a octubre del 2023: podría interpretarse que el conflicto de Oriente Medio caminaba hacia la extinción, para beneficio de Israel. Puede proponerse que Líbano y Siria son poco más que un par de estados fallidos y, por otra parte, Jordania, Arabia Saudí y Egipto se encaminaban hacia la normalización de relaciones con su vecino hebreo. En tales circunstancias, podría esperarse que los colonos hebreos culminarían la ocupación ilegal de Cisjordania, y establecerían así una «nueva realidad» de la que vendría una «nueva oficialidad». Una victoria de la Real-Geopolitik norteamericana, sin lugar a duda. Cabe proponer, sin embargo, que todo este estado de cosas se ha visto bruscamente sacudido con el nuevo conflicto de Gaza.
Hamás lo inició mediante una provocación sanguinaria a la que un gobierno israelí repleto de ultraderechistas no pudo/supo/quiso medir la respuesta. Así, la reacción de estos fue la prevista por Hamás: el baño de sangre palestina. De este modo, en un solo año se han puesto sobre el tapete muchos más cadáveres de los cosechados en todas las guerras árabe-israelíes juntas. Y, lo que es más importante, se ha hecho en un momento en que lo mediático, lo instantáneo transporta a cada hogar la crueldad del horror. Un modo de decirnos: «vais a comer y cenar con nuestra sangre». Así, podría interpretarse que se trata de un éxito, en el sentido de vivificar un conflicto que estaba en una situación agónica. Visto con un cinismo cruel, podría plantearse que las cuarenta-cincuenta mil víctimas – y las que quedan por caer – constituyen una excelente inversión.
Pero lo más importante es que Hamás ha puesto de manifiesto la hipocresía y la debilidad moral de los valedores del estado de Israel. Ante el sufrimiento del pueblo palestino, la política exterior de los Estados Unidos no ha vacilado un ápice en su apoyo incondicional al estado de Israel. Los dos contendientes a la Casa Blanca — tan diferentes como son — no difieren en este aspecto: sea quien sea el elegido en noviembre, no es de esperar un cambio sustancial al respecto. Con ello, Hamás — y sus socios globales — se apuntan varios tantos.
Además de reverdecer el conflicto, consiguen desenmascarar al estado de Israel como genocida. A partir de ahora, viendo una película de nazis, el espectador no podrá sino enarcar las cejas y decirse: «lo vuestro con los palestinos no es tan diametralmente diferente». Pero, por otra parte, desenmascaran a los Estados Unidos como el patrón, padrino, amigo, cómplice y socio de un estado criminal.
El mundo podrá, por tanto, enterrar la vieja imagen de los Estados Unidos como «faro global de la Democracia y la Libertad». Más bien al contrario, este gran país ya no podrá evitar ser presentado — incluso ante sus amigos — como una fuerza geopolítica egoísta y sangrienta. Una más en el panorama global. En este sentido, la destrucción del prestigio es un arma fina y lenta, de consecuencias incalculables.
Y nos afecta. Porque, lo queramos o no, los Estados Unidos también ejercen de patrón, padrino, cómplice y socio del país que habitamos. Como verán, ahora he omitido de la lista el término «amigo». A fin de cuentas, este término posee un significado cuya aplicación podemos cuestionar en lo que nos concierne.