La historiografía considera el nazismo como el resultado “natural” de las terribles condiciones impuestas a Alemania por los vencedores de la Primera Guerra Mundial en el Tratado de Versalles. De lo que se habla menos, y quien lo hizo con más acierto fue Erich Fromm en su imprescindible obra “El miedo a la libertad”, es de las características psicológicas de las clases sociales alemanas que auparon a Hitler al poder. Por supuesto que Fromm no fue el único en señalarlo. El sociólogo e historiador estadounidense Lewis Mumford también llamó la atención sobre este hecho cuando afirmó que el origen del nazismo no estaría en la economía- debido al desastre de la República de Weimar en cuanto a inflación y crisis económica-, ni tampoco en la política -a causa del sentimiento general entre los alemanes de que Versalles era una humillación nacional-, sino en la psicología. Así, en su obra “Fe para vivir” Mumford dice que el origen del nazismo está: “En la existencia de un inmenso orgullo, en el placer de ser cruel, en la desintegración neurótica es donde reside la explicación del fascismo, y no en el Tratado de Versalles o en la poca capacidad de la República Alemana”. En “El malestar en la cultura”, Freud también señala esta inquietante idea de una agresividad connatural al ser humano cuando dice: “Los hombres no son criaturas amables, que quieren ser amadas, que a lo sumo pueden defenderse si son atacadas; son, por el contrario, criaturas entre cuyas dotes instintivas se debe contar con una parte poderosa de la agresividad.
Como resultado, su prójimo es para ellos no solo un ayudante potencial u objeto sexual, sino también alguien que los tienta a satisfacer su agresividad, a explotar su capacidad de trabajo sin compensación, utilizarlo sexualmente sin su consentimiento, apoderarse de sus bienes, humillarlo, causarle dolor, torturarlo y matarlo. Homo homini lupus. ¿Quién, frente a toda su experiencia de la vida y de la historia, tiene el coraje de disputar esta afirmación?”. Sea como fuere, el nazismo tendría como origen un componente psicológico muy específico que ahora examinaremos, que se desarrolla a su vez en el contexto de unas terribles condiciones de inestabilidad política, social y económica, a la par que un sentimiento de humillación nacional que acaban generando un ser humano de una maldad y crueldad nunca vistas en la historia.
Hay cuestiones que merece la pena destacar. Del mismo modo que personajes groseros como Trump o Bolsonaro no son los creadores del racismo en Estados Unidos y Brasil, sino algunos de sus exponentes más desinhibidos y obscenos, el antisemitismo ya estaba presente en la historia de Alemania desde siglos antes de la llegada de Hitler, y lo mismo sucedía con el odio al eslavo, que se remonta a las tensiones entre las Iglesias católica y ortodoxa en la Edad Media. La percepción del otro como diferente, mucho más en los siglos pasados, influía a la hora de construir una imagen negativa sobre él. Sucede un fenómeno parecido en la elaboración del relato histórico que las naciones hacen de sí mismas, en el que se suele glorificar lo excelso a la vez que se ignora lo execrable. Los franceses hablan con orgullo de su Ilustración y de la Revolución de 1789, pero tratan de ocultar lo que Camus denunciaba en el prólogo de las “Crónicas argelinas”, cuando decía que “Francia había caído en la deshonra al recurrir a la tortura en Argelia”. Durante la Guerra de la Independencia de Argelia (1954-1962) los paracaidistas del general Massu rivalizaron con el FLN argelino en cuanto a violencia, tortura y asesinatos indiscriminados. El ejército francés no solo torturaba y mataba para obtener información, sino con el propósito de extender el terror (tanto Massu como el general Aussaresses reconocieron haber autorizado la tortura y las ejecuciones sumarias). Lo habitual después de un interrogatorio era matar al detenido, una forma de proceder que fue exportada a algunas dictaduras de América Latina, que contrataron a militares franceses expertos en la lucha contra las disidencias internas con el fin de perfeccionar sus métodos represivos. El argumento más utilizado por los partidarios del uso de la tortura era que se hacía imprescindible para ganar la guerra, pero Francia la perdió, lo que prueba que este medio además de inmoral era poco efectivo. Otro tanto podemos decir del gobierno colaboracionista de Vichy, que bajo el mando del mariscal Philippe Pétain ejecutó a 15.000 personas y ayudó a deportar a casi 80.000 judíos a los campos de concentración nazis, y lo hizo por propia iniciativa, no por obediencia a las órdenes de los alemanes. Tanto los crímenes de Argelia como el vergonzoso gobierno de Vichy figuran en las notas a pie de página en la historia de Francia escrita por los franceses, mientras que la Toma de la Bastilla y la liberación de París se escriben en letras de oro. Estos ejemplos históricos hacen que no nos extrañemos cuando, ante la menor diferencia con nuestros semejantes, surge el delirio de considerarlos como monstruos carentes de toda dignidad y no como seres humanos idénticos a nosotros y merecedores por tanto de los mismos derechos.
Es curioso que todas las violencias ejercidas por los países occidentales con posterioridad al nazismo hayan adquirido un carácter manifiestamente monstruoso y condenable porque evidencian que los nazis, el epítome del mal en la conciencia universal, no fueron el único actor con la capacidad de encarnar la maldad, sino que las democracias, en ocasiones, también se comportan como las peores dictaduras. La lucha de Reino Unido contra la independencia de la India hubiera sido indudablemente más cruenta si la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto no nos hubiesen proporcionado una idea abyecta y precisa sobre la capacidad de represión y brutalidad de los nazis, que al fin y al cabo es el retrato de todas las crueldades cometidas por el hombre sobre el hombre a lo largo de la historia. Las opiniones públicas occidentales ya no consienten la barbarie, entre otros motivos porque es el perturbador reflejo de nosotros mismos, y eso es un avance más que notable. La Guerra de Vietnam no se detiene únicamente por la resistencia del Vietcong, sino por las protestas de la sociedad civil estadounidense en las grandes capitales. Los norteamericanos salieron a las calles indignados por el elevado número de muertos, heridos y jóvenes que regresaban lisiados y con horribles traumas psicológicos que arrastrarían el resto de sus vidas, pero también por el horror que les causó conocer masacres como la de My Lai, en 1968, en la que los soldados de Estados Unidos mataron a entre 350 y 500 civiles, incluidas mujeres y niñas a las que antes violaron. En 1971 una asociación de veteranos de la guerra de Vietnam presentó en Detroit un informe para demostrar que las masacres no constituían hechos esporádicos, sino algo sistemático. Por eso cesó un conflicto en el que Estados Unidos lanzó más bombas (alrededor de 7,5 millones de toneladas en Vietnam del Norte, Vietnam del Sur, Laos y Camboya) que las utilizadas en la Segunda Guerra Mundial por ambos bandos y la mayor cantidad alcanzada hasta hoy en una guerra. También fueron usadas unas 400.000 toneladas de napalm, 75 millones de litros de agente naranja y otros herbicidas, y cientos de millones de piezas de artillería.
Exacerbar las diferencias es el primer paso para deshumanizar a un colectivo, y, créanme, cualquier grupo humano puede ser despojado de su dignidad mediante una persistente campaña de estigmatización, y lo más trágico es cómo esa deshumanización pasa a ser aceptada con normalidad e indiferencia por el grupo dominante e incluso por una mayoría social. Entre 1877 y 1950, durante la llamada “era de los linchamientos” (principalmente de negros), en el sur de Estados Unidos eran habituales las escenas de tortura y ejecución de personas negras, presenciadas por familias enteras que asistían a estas ceremonias de maldad y salvajismo consumiendo limonada, alcohol y comida campestre. Incluso algunos periódicos anunciaban estos actos convocando a las masas a participar como público. De esta forma, torturados, ahorcados, mutilados, decapitados, linchados o quemados vivos murieron al menos 4.400 negros, según documentó la ONG Iniciativa para una Justicia Igualitaria, con sede en Alabama. Los ciudadanos blancos también sufrieron linchamientos, pero en un número considerablemente menor. Entre 1882 y 1889, la proporción de víctimas era de 4 negros por cada blanco (hay datos de esta práctica desde 1836); entre 1890 y 1900 pasó de 6 a 1; y a partir de entonces y hasta 1950 llegó a ser de 17 a 1. Una monstruosidad similar se puede llevar a cabo contra cualquier grupo humano en cualquier lugar del mundo. Lo único que se necesita es una idea supremacista seguida de una campaña de deshumanización prolongada en el tiempo. Precisamente, una de las características del trumpismo tiene que ver con la propaganda y consiste en la creación de un relato delirante, elaborado para que prevalezca sobre la realidad en el alma del electorado. Otros políticos de extrema derecha como Isabel Díaz Ayuso, Esperanza Aguirre, Santiago Abascal, Javier Milei o Jair Bolsonaro utilizan esta práctica para evitar hablar de su gestión, pero también porque reciben votos cuando inventan una imagen estereotipada de un adversario político. Por eso Milei habla de "socialismo" asemejándolo al estalinismo o al totalitarismo y la corrupción de la Nicaragua de Daniel Ortega o la Venezuela de Nicolás Maduro. Sin embargo, nunca menciona los sistemas socialdemócratas del norte de Europa, que han llevado a ese reducido conjunto de países a los niveles de desarrollo humano, bienestar y transparencia más altos de la historia, y los más bajos de corrupción. Por estos motivos, solo podemos esperar que este tipo de líderes continúen endureciendo su dialéctica.
Volviendo a la Alemania nazi, el politólogo Harold Lasswell y también Erich Fromm hablaban de la parte baja de la clase media alemana (pequeños comerciantes, artesanos, empleados y bajos funcionarios) como el sector social que adoptó la ideología nazi con más entusiasmo, en especial sus hijos. Según Fromm, las características de la baja clase media alemana a lo largo de su historia eran: “el amor y la admiración hacia el fuerte, su odio al débil, su mezquindad, su hostilidad, su avaricia, no sólo con respecto al dinero, sino también a los sentimientos, y, sobre todo, su ascetismo”. Cuando Fromm habla de “ascetismo” se refiere a una frugalidad extrema debida a las carencias económicas. Esta austeridad dejó una profunda huella en el alma de los alemanes, y su primera consecuencia era el rechazo y la desconfianza hacia los extranjeros. El odio hacia los débiles también fue una constante en el pensamiento de Hitler, que en sus últimos días repudió al pueblo alemán al que había llevado a la hecatombe calificándolo de: “débil y merecedor de su infausto destino”. Otro de los rasgos de la baja clase media era el respeto reverencial por la autoridad, representada en la monarquía del káiser Guillermo II. Este grupo social se identificaba con su monarquía y, como ocurre en la actualidad con buena parte de los británicos, en esa identificación adquiría un sentimiento de seguridad, sumisión y orgullo.
Los miembros de este sector social, en definitiva, sentían que pertenecían a un sistema sociocultural estable que salta por los aires al desaparecer la figura del káiser tras la Primera Guerra Mundial y a causa de la crisis económica del período 1919-1924. Ese último año comienza una recuperación que de nuevo se desmorona en 1929 por la crisis mundial derivada del Crac de Nueva York, y el colectivo que más sufrió las devastadoras consecuencias económicas de la nueva crisis fue la baja clase media, que se encontraba entre el proletariado y la burguesía. A una cierta ridiculización de la figura del káiser, es decir, de la autoridad, Fromm suma rasgos presentes en casi todas las sociedades capitalistas, como el odio de clase, cuando afirma que: “Después de la Primera Guerra Mundial, el prestigio social del proletariado creció de manera considerable y, en consecuencia, el de la baja clase media disminuyó correlativamente. Ya no había nadie a quien despreciar: privilegio que nunca había dejado de representar el elemento activo más sustancial en la vida del pequeño comerciante y de sus congéneres”.
Como sucede con extraordinaria frecuencia, identificamos fácilmente nuestras frustraciones individuales con las de nuestro país, de manera que millones de alemanes percibieron que su destino en el orden económico no procedía de los cambios estructurales de enorme alcance que se estaban produciendo en varios lugares del mundo occidental, sino del desastre del Tratado de Versalles. Aunque los alemanes consideraban en su mayoría que el Tratado era injusto, esa percepción era diferente en los distintos sectores sociales. La clase obrera había combatido con energía y convicciones al antiguo régimen, de manera que la derrota del káiser constituía para ellos un triunfo, como también lo eran las conquistas sociales de los trabajadores, producto de la mejora económica que se produjo entre 1924 y 1928. Pero no sucedió lo mismo con la baja clase media, que identificaba su decadencia con la humillación nacional posterior a la derrota en la Primera Guerra Mundial. La crisis económica de 2008 no está tan lejana como para que no podamos entender el sentimiento de insignificancia, impotencia y angustia que experimentaron los alemanes de entonces. Una crisis existencial parecida la sentimos los españoles, portugueses, italianos, chipriotas, irlandeses y griegos ante las descabelladas cifras de destrucción de empleo, pobreza y precariedad que nos dejó la pasada crisis financiera.
Algunas particularidades socioeconómicas y políticas del período de Entreguerras están también presentes en nuestros días, estableciendo un inquietante paralelismo al que debemos prestar atención con el fin de que no se repitan los mismos terremotos sociales que tuvieron lugar cien años atrás. La propaganda nazi describía a las minorías raciales como decadentes y degeneradas, hecho que encuentra su equivalente en la estigmatización que la ultraderecha hace de los extranjeros al considerarlos potenciales delincuentes, algo que ocurre en todo Occidente. Lo mismo sucede cuando líderes como Trump, Milei o Bolsonaro utilizan un lenguaje agresivo y despectivo para referirse a los mejicanos, los izquierdistas y los socialdemócratas, similar al que Hitler empleaba al hablar de los comunistas, los miembros del SPD, los judíos y los eslavos. Los ciudadanos estadounidenses blancos de clase media, que hasta hace 30 años no sufrían las devastadoras consecuencias sociales de fenómenos globales como la deslocalización de empresas y la desindustrialización de áreas como Detroit, Pittsburgh o Baltimore pueden compararse a la baja clase media alemana de la República de Weimar en su desafección hacia una democracia que no resuelve sus problemas de desigualdad y pérdida de poder adquisitivo y posición social. El individuo que se considera desposeído de aquello que cree que le pertenece por derecho propio desea escuchar un discurso que al menos le reconozca esa superioridad sobre el diferente (el extranjero), y esas palabras, que normalmente proceden del poder político son suficientes para al menos aliviar sus sentimientos de inferioridad e impotencia. Del mismo modo que Hitler encarnaba la figura de un líder fuerte que dotaba de certezas a la baja clase media alemana con sus promesas de restaurar la gloria nacional, Trump habla del retorno de una “América grande”, idea que en parte atenúa las frustraciones de los grupos blancos empobrecidos que piensan que su situación se debe a los avances de las minorías y a la vez se sienten humillados en su orgullo como estadounidenses ante el imparable ascenso de China. Estas circunstancias también nos recuerdan la identificación que millones de alemanes hacían de su lamentable situación personal con la decadencia de Alemania. Respecto a China, solo podemos decir que, como todos los imperios que han existido, no se guía por principios éticos o filantrópicos, sino prácticos y geoestratégicos, pero esto no significa que su irrupción como superpotencia implique la guerra y la hostilidad hacia otros países.
Otro paralelismo entre Hitler y Trump lo encontramos en la admiración por el fuerte y el desprecio al débil presente en ambos personajes. Hitler despreciaba la República de Weimar por su debilidad e inestabilidad, y lo mismo sentía por Neville Chamberlain, primer ministro de Reino Unido entre 1937 y 1940. Por el contrario, admiraba profundamente la historia de Inglaterra -y así lo expresó en Mein Kampf- porque el Imperio Británico representaba a sus ojos los ideales de fuerza, violencia y crueldad necesarios para someter a los pueblos que consideraba “inferiores”. Cuando Chamberlain, amedrentado ante la agresividad de los nazis, pacta con Alemania, Hitler pasa a percibir a Inglaterra como un país débil, y la admiración ante el fuerte se torna en desprecio y ese desprecio se convierte en un deseo de destrucción de lo que fue el objeto amado y admirado. Trump habla en términos de absoluto desdén hacia los mejicanos y los inmigrantes, pero suele mostrarse respetuoso en su relación con tiranos que a sus ojos poseen la determinación de conservar el poder a cualquier precio, como Putin, Xi Jinping o Kim Jong-un. Del mismo modo, ha envilecido el debate político al prescindir de todo argumento racional y datos veraces, para centrarse en el insulto, la ridiculización de sus adversarios políticos y la permanente difusión de bulos. Gran parte de la propaganda nazi iba dirigida a estigmatizar a sus enemigos mientras se idealizaba y victimizaba al pueblo alemán, calificándolo de inocente ante la maldad de los ingleses, los judíos o los polacos. Lo mismo sucede ahora no solo en la manera en que Trump demoniza a los mejicanos, el resto de los inmigrantes o los chinos, sino en la relación de Putin con el pueblo ucraniano al que culpa de la invasión rusa; en la de Netanyahu con los palestinos y libaneses inocentes a los que masacra; o en como los líderes ultraderechistas europeos califican a los extranjeros como potenciales delincuentes y violadores que llegan con el fin de destruir la civilización occidental. Esto desvirtúa por completo la democracia y hasta la niega porque no se puede integrar y dialogar con aquel al que no se reconoce ninguna virtud, de manera que solo queda el enfrentamiento como marco de acción y pensamiento.
Los propietarios de periódicos y revistas que operan en Internet amplificando los discursos de odio y miedo de la ultraderecha quieren trasladar a la sociedad su resentimiento hacia la izquierda, los inmigrantes y los sectores más progresistas de la sociedad, y lo hacen porque el modelo que propugnan es otro: un sistema cercano a la autocracia, que no tolera rivales políticos y en el que la pluralidad de las sociedades modernas no se vea representada. Irónicamente, su aspiración es que nuestras sociedades se conviertan en sistemas como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela, a los que condenan y dicen combatir al considerarlos de izquierdas. De manera paulatina, en la última década se ha normalizado un discurso racista, que es el paso anterior a la deshumanización y por tanto a la exclusión y la violencia contra los inmigrantes. Es posible que este escenario nos parezca remoto, pero debemos recordar que la violencia ejercida sobre las minorías en la Alemania nazi se impuso de manera gradual, a la vez que se intensificaba el discurso contra ellas, porque solo de esa forma no encontraría oposición en la sociedad. Tanto una parte de la derecha como la ultraderecha usan un lenguaje denigrante y miserable que, en nombre de la libertad de expresión, es pródigo en términos que no se escuchaban desde el triunfo del fascismo cien años atrás. Y con orgullo aldeano y bárbaro se lanzan mensajes contra los extranjeros, las mujeres, los miembros de la comunidad LGTB, los impuestos y la justicia social. Existen muchos discursos que tienen como fin dividirnos, categorizarnos como seres humanos y crear muros, y todos apelan a nobles principios. En realidad, conceptos como la libertad, el amor a la patria, el orden, la justicia, la igualdad o la protección de la propia democracia han sido utilizados como pretexto para justificar la imposición de un nuevo totalitarismo y ocultar los impulsos reaccionarios de las formaciones ultraderechistas del siglo XXI. E incluso líderes como Javier Milei e Isabel Díaz Ayuso apelan a la defensa de la libertad para enmascarar su deseo de imponer un proyecto de desregulación económica en el que las empresas y multinacionales no encuentren límites legales a sus actividades. No nos engañemos: el neoliberalismo más descarnado y salvaje es el único proyecto de ambos, aunque lo envuelvan en otras banderas. De la misma manera, desde el peor periodismo se ensalza la libertad de expresión con el único fin de difamar y manipular las noticias de forma vergonzosa, comportamiento que muchos usuarios anónimos trasladan a las redes sociales.
Millones de alemanes aceptaron en los años treinta una identificación de Hitler con Alemania y fueron conscientes, incluso no compartiendo la ideología nazi, del delirante entusiasmo que el Führer despertaba en las masas, de manera que oponerse al nazismo significaba atacar a la propia Alemania y arriesgarse a ser excluido de la patria, un sentimiento desgarrador de aislamiento difícilmente soportable para el hombre común. Muchos de quienes no se opusieron al nazismo eludieron el enfrentamiento para evitar ser excluidos socialmente, pero también porque lo consideraban un enemigo descomunal e invencible contra el que era inútil luchar. Por tanto, su pasividad y miedo no significaba una adhesión activa. También existe un cierto paralelismo entre aquella sociedad alemana y el actual Partido Republicano en Estados Unidos si observamos la poquísima resistencia, salvo muy contadas excepciones, que la irrupción de Trump ha tenido en esta formación, otrora pilar del progresismo y del sistema democrático estadounidense. Incluso James David Vance, senador por Ohio, nombrado candidato a vicepresidente, que en 2016 se opuso frontalmente a Trump calificándole de “Hitler estadounidense”, ha preferido alinearse con él en lugar de optar por un enfrentamiento con el fin de defender la democracia más antigua del mundo de una nueva embestida totalitaria. Lo que vemos ahora en Estados Unidos es el viejo culto a los símbolos de fuerza presentes en la tradición estadounidense, representado en el amor a las armas, la idealización de las intervenciones militares en el exterior, la admiración por el líder fuerte y agresivo y la influencia que figuras como el exluchador Hulk Hogan tienen en el electorado. Lo que Trump personifica no es el primer episodio grotesco de la historia del país, lo verdaderamente trágico es que el Partido Republicano y un porcentaje enorme de la población estadounidense estén dispuestos a validar con su voto al único presidente que intentó un golpe de Estado y representa una amenaza real para el sistema democrático. Por cierto, James David Vance creció en un entorno marginal y salió adelante mediante el esfuerzo y sorteando toda clase de obstáculos. Todo eso lo relató en un libro, “Una elegía rural”. Pero lo que él explica en tono de epopeya resulta ser la excepción en un país en el que muchas circunstancias confluyen para crear un marco de terrible precariedad del que millones de ciudadanos, pese a esforzarse tanto como él, no consiguen salir. En su libro, Vance no cuestiona ni condena las circunstancias generales que originan la desigualdad, luego poco podemos esperar de él si Trump gana las elecciones porque entre sus preocupaciones no parecen estar las diferentes condiciones de partida que tanto determinan la vida de las personas.
Una significativa parte de la derecha y desde luego todas las ultraderechas del planeta han decidido que la democracia es un accesorio prescindible. Para ellos, la única presencia del Estado debe limitarse a la existencia de fuerzas policiales y ejércitos y tribunales civiles que diriman las diferencias entre los ciudadanos. El resto sobra porque quieren construir sociedades teocráticas a su imagen y semejanza, gobernadas por partidos únicos que no dependan de contrapesos (parlamentos y tribunales) y en las que no haya mecanismos de corrección de la desigualdad y de protección de los más débiles. Focalizándonos en Estados Unidos y Brasil, podemos constatar de forma nítida que el trumpismo y el bolsonarismo han llegado para quedarse. Trump o Bolsonaro simplemente han sido las cabezas visibles de movimientos autoritarios y ultraconservadores que llevaban décadas gestándose, que están profundamente arraigados en ambos países y que bien podrían haber tenido otros líderes que los representasen. El 19 de marzo de 1964, nada menos, tuvo lugar una manifestación de 500.000 personas en la ciudad de São[CC1] [CC2] Paulo para implorar la intervención del ejército contra el Gobierno del socialista Joao Goulart, que se produjo apenas doce días después. Los que asaltaron el Congreso brasileño en enero de 2023 son los hijos y nietos de aquellos extremistas para los cuales la democracia no significaba nada y se han ocupado durante 60 años en incubar el huevo de la serpiente. Todos estos movimientos extremistas brasileños sienten que ha llegado su hora y han comprendido que su fuerza está en la unidad, de manera que bien pueden reagruparse de nuevo para vencer en las elecciones de 2026. De la misma manera, pese a los múltiples escándalos judiciales de Trump y la buena gestión de la Administración Biden, el trumpismo ha llegado intacto y con posibilidades de victoria a 2024.
Ni Trump ni Bolsonaro han sido peligrosos para el sistema, aunque hayan contribuido a crear una sociedad más polarizada y llena de odio, porque además de ser dos líderes intelectualmente irrelevantes han estado más preocupados por sus propios intereses que por modificar la arquitectura jurídica del Estado. Pero puede que la próxima embestida reaccionaria sea letal para la democracia tal como la conocemos porque las mayorías necesarias para acometer reformas institucionales con el fin de modificar los sistemas democráticos hasta sus cimientos se están creando en muchos lugares, no digamos en Estados Unidos y Brasil. La lección que estamos aprendiendo a marchas forzadas es que el trumpismo es anterior a Trump, está muy vivo y por supuesto le sobrevivirá porque es la expresión de una sociedad enferma de insolidaridad, agresividad, racismo, autoritarismo e ignorancia. Un eventual triunfo de Trump en 2024 puede entrañar el principio del fin de la democracia estadounidense, pero también un retroceso de derechos civiles en todos los países, no solo en aquellos que, como Polonia y Hungría, llevan años estancados en una fiebre conservadora.
El fenómeno de la polarización tanto en Estados Unidos como en Brasil no se explica sin la participación de grupos religiosos extremistas que han exacerbado los ánimos de sus fieles en lugar de templarlos. En ambos países, el ala más dura y radical del cristianismo evangélico niega el laicismo, sitúa a Dios por encima del sistema democrático y defiende un discurso de odio que justifica y a la vez promociona la violencia contra la izquierda, las mujeres y las minorías, y creo que todo esto está solo en estado embrionario. El crecimiento de la ultraderecha, sin embargo, no está obligatoriamente ligado al descontento social o al extremismo religioso. De hecho, en países como Suecia, Bélgica, Francia, Austria o Finlandia, en los que el Estado del Bienestar y el laicismo están ampliamente consolidados y los niveles de igualdad y riqueza son altos la ultraderecha ha crecido porque existe un sector de la sociedad que ha decidido que hay que combatir con un discurso enérgico y desde la política el aumento de la inmigración y la creación de las leyes que protegen a las mujeres y a la minoría LGTB. Se trata de una parte de la población europea que ha creado un relato idílico del pasado nacional, y a esa tierra prometida, que nunca ha existido en los términos que habitualmente mencionan (los países comienzan a recibir inmigración cuando aumenta su nivel de vida y bienestar), desean regresar. Los medios de comunicación son fundamentales para entender la percepción del problema migratorio por parte de la sociedad. Cuando un medio informa de la llegada de inmigrantes nunca lo hace incluyendo los testimonios de las personas que se ven obligadas a abandonar sus países. Rara vez se dice quiénes son, de qué están huyendo, cuál ha sido el trayecto y las circunstancias que han pasado hasta llegar al lugar de destino, cuánto han tardado en llegar desde su país de origen y qué obstáculos han de superar hasta integrarse en la sociedad. Todo ello contribuye a su deshumanización.
Vivimos hoy condicionados por los miedos, y eso ha contaminado la política occidental. Formaciones pertenecientes a la derecha moderada y la democracia cristiana, que en un pasado reciente han tenido responsabilidades de gobierno recomiendan propuestas que en materia de inmigración no están tan distantes de las que promueve la ultraderecha. Y esa miopía se ha trasladado incluso a algunos partidos socialdemócratas, que se muestran timoratos y pusilánimes ante el arrogante y sentencioso discurso de los racistas, cuando lo deseable sería que la izquierda se moviera sin complejos en el escenario político, combatiendo enérgicamente los disparates de los extremistas con más democracia, pedagogía, tolerancia, libertad y Estado del Bienestar. El desafío actual es que la democracia, sobrada de atractivos, atributos y espacios en los que todos podemos encontrarnos, enamore de nuevo a los jóvenes y a los sectores sociales más desfavorecidos, que se han desvinculado de los asuntos públicos para desgracia de todos. Los ciudadanos de todo el planeta contamos con el ejemplo histórico de lo que fue el período 1945-1980 en Europa y Estados Unidos: una etapa de crecimiento económico enérgico debido a las políticas públicas expansionistas, salarios generosos, tributos extremadamente altos a ambos lados del Atlántico, disminución de la desigualdad y consolidación de los sistemas democráticos. Esa época no surgió de manera espontánea, tuvo que ver con decisiones políticas que se tomaron después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando democristianos y socialdemócratas en Europa, y republicanos y demócratas en Estados Unidos establecieron como objetivo acabar con la pobreza. Se trataba de poner sobre la mesa un modelo de democracia liberal respetuoso con los derechos humanos y con la suficiente capacidad de erradicar los problemas económicos y sociales que habían facilitado la ascensión de los modelos totalitarios que aparecieron en el período de entreguerras. Todo esto también constituía un propósito ético que se situaba lejos del actual papanatismo de la derecha – y de su electorado- de aceptar que la desigualdad es inseparable del desarrollo económico. Ese espíritu de consenso para acabar con la desigualdad y erradicar la miseria no debería estar sujeto a ideología alguna, es el modelo a seguir y se sitúa muy lejos de los delirantes ejemplos de autocracia de izquierdas – Cuba, Nicaragua y Venezuela- y de su equivalente de derechas -Rusia- por los que ningún demócrata debería optar.