Un amigo me comparte un artículo, y en relación con su lectura comenta que viene observando desde hace tiempo patrones de masculinidad tóxica en muchas chicas jóvenes, algunas hijas de amigos. El artículo y el comentario me provocan esta necesaria reflexión.
El modelo social, político, económico y cultural de las sociedades capitalistas en las que vivimos nos socializa tanto a hombres como mujeres en los valores del patriarcado, asignándonos posición y roles según seamos de un sexo u otro. En este reparto el poder y los privilegios se reservan a los hombres, y las funciones subordinadas y de menor valor social a las mujeres. De esta forma, los hombres, al ser los beneficiarios de este reparto, asumimos de conformidad y con normalidad el rol que se no ha dado, y ejercemos las funciones que nos corresponde.
Las mujeres, tradicionalmente y debido a que en su posición y rol se incluyen condiciones que les dificultan subvertir la situación, como la idea de su mayor debilidad, de su predisposición natural para los cuidados y el trabajo del hogar, la dependencia económica del hombre, o el escaso valor y consideración social dado a su trabajo, tradicional, y mayoritariamente, aceptaron ese papel subordinado, y limitaron su vida a aquellas tareas que entendían les correspondía por su distinta naturaleza. Funciones centradas en la procreación, el hogar y los cuidados. De esta forma, con su obligada sumisión reforzaban los valores que el patriarcado imponía, no solo los de ellas, sino también los de los hombres.
Sin embargo, como casi todo en la vida, nada es monolítico, y surgieron grietas que cuestionaron esa realidad. Fueron la lucha y vida de muchas mujeres aisladas que se negaron a la aceptación de la desigualdad las que confluyeron con distintas reivindicaciones y derechos en la formación de ese movimiento internacional que hoy conocemos como feminismo, que está revolucionando el mundo con sus avances, y la denuncia de una sociedad patriarcal basada en la desigualdad y las violencias.
Las chicas aceptan de buen grado la sexualización de sus cuerpos, los chicos las consideran objeto de deseo; el macho violento y viril es el deseado por ellas, y el chico amable y afectivo es considerado poco hombre. Aunque en apariencia parece que hemos cambiado, aún nos queda mucho por avanzar
Pero, y a pesar de los avances logrados en materia de igualdad entre los géneros, seguimos viviendo en sociedades en las que los valores del patriarcado, si bien de una forma más amable, siguen mandando, y no solo porque los hombres nos encarguemos de ello, sino porque hay mujeres que aceptan ese reparto desigual de roles y posiciones entre hombre y mujer, favoreciendo de esta forma la desigualdad.
Lo vemos en el comportamiento de una parte importante de nuestra juventud, donde las chicas aceptan de buen grado la sexualización de sus cuerpos, los chicos las consideran objeto de deseo; el macho violento y viril es el deseado por ellas, y el chico amable y afectivo es considerado poco hombre. Es decir, aunque en apariencia parece que hemos cambiado, aún nos queda mucho por avanzar.
Con esto no estoy imputando la responsabilidad a las mujeres, que bastante tienen con tomar consciencia de su situación, e intentar remar contracorriente para cambiar la realidad, con los riesgos y costes que conlleva, sino a la cultura y el sistema en el que vivimos, que con nuestra aceptación colectiva, sin darnos cuenta ni darle importancia, sigue colando en nuestras mentes el mismo mensaje de siempre, el que necesita para sobrevivir, que no es otro que la diferenciación entre hombre y mujer, y la atribución a unos y otras de funciones, posiciones y estereotipos diferenciados y desiguales.
La pervivencia de estos valores patriarcales se ponen de manifiesto también en las relaciones afectivo-sexuales, donde, ante la falta de una formación e información seria y objetiva en las escuelas y las familias, la juventud sigue sin conocer sus cuerpos, ni explorar sus posibilidades, aceptando la realidad que la pornografía les muestra. Realidad donde se reafirman los patrones más perversos, violentos y desiguales del patriarcado. De esta forma, chicos y chicas carecen de opciones y libertad para elegir, en cuestiones y momentos tan importantes para sus vidas. Se implanta así una visión insatisfactoria y atrofiada del sexo, del cuerpo, del placer y los afectos, que determinará sus vidas.
La educación es la base por la que se construye una sociedad justa e igualitaria, y es por ella por donde debemos comenzar a repensar el futuro. En este sentido, la familia es un agente de primer orden para combatir la poderosa maquinaria e influencia del sistema patriarcal. De ahí la gran importancia de la existencia de familias donde los valores de la masculinidad no sean empoderados. El ejemplo es la mejor forma que tenemos de transmitir principios. Aprendemos no solo por lo que escuchamos sino sobre todo por lo que vemos. Necesitamos familias feministas en las que el concepto de igualdad sea un eje transversal que impregne las vidas, y los espacios. Porque es muy probable que en aquellos núcleos familiares donde no se actué así, y la igualdad no sea considerada, e incluso menospreciada, los menores que en ella convivan adopten en su adolescencia, juventud, y madurez actitudes y comportamientos patriarcales, no importa si son chicos o chicas, solo que en ellos estas actitudes estarán unidas a la idea de su superioridad, y supremacía sobre las mujeres, y a la alternativa de la violencia como vía para resolver los conflictos y frustraciones. Nuestro trabajo como hombres es fundamental en este ámbito y en esta tarea.