Ha sido tanto el tiempo de emisión televisiva dedicado a las procesiones de Semana Santa de este año, que he tenido la sensación de haber vuelto a mi niñez cuando la vida se paralizaba por completo dedicada en exclusiva, y por el dictado de la Iglesia Católica, a la contrición de los pecados y la alabanza al Dios crucificado, hasta el punto de establecer lo que se podía comer y como vestirse. Una especie de Ramadán de los musulmanes, que para muchos nos parece tan ancestral como la Semana Santa católica, pero con menos parafernalia y ornamento artístico.
Según el artículo 16 de la Constitución, España en un estado aconfesional que garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto, y establece que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Artículo que el nuevo Presidente de la Corporación RTVE, José Pablo López, ha debido de olvidar o no se lo ha leído, al decidir que el jueves y viernes santo la segunda cadena, L2, dedicara tres cuartas partes de su programación a la retransmisión en directo de procesiones más significativas en diferentes ciudades de España.
Se ha debido olvidar el jefe de RTVE, que la televisión pública es para todos los ciudadanos y no para una parte, igual que no ha debido leer el informe de 2019 del CIS en el que, por primera vez, se apuntaba que el número de ateos, agnósticos y no creyentes superó al de católicos practicantes, con un 29% de la población. Caída que se agudizó en el informe de 2021 en el que el porcentaje de creyentes cayó hasta el 16,7%. Datos corroborados por la propia Conferencia Episcopal Española, que en su informe de 2019 ya confirmaba el descenso en picado, desde 2007, de la práctica de sacramentos como los bautizos y comuniones, un 40% menos, y los matrimonios religiosos, 45.000 menos en la última década. Guarismos que confirman la caída sostenida e imparable de la influencia del catolicismo en la sociedad.
Quizá por eso cuando los partidos católicos llegan a los gobiernos locales y autonómicos, se esfuerzan por reverdecer la Semana Santa. Así viene sucediendo en Madrid, donde desde 1945 no se fundó ninguna cofradía hasta la década de los noventa —50 años después— cuando se fundaron cinco, coincidiendo con los años de gobierno ininterrumpido del PP en la Comunidad desde 1995. Empeño baldío por retrotraer la inapelable secularización de la sociedad, para la que la Semana Santa es más un espectáculo ancestral que una celebración de exaltación de la fe religiosa, que viven con fervor superlativo los que han mamado desde niños el ambiente, el mundo cerrado y clasista, de las Cofradías y Hermandades que, compiten entre ellas —en especial en ciudades como Sevilla— por mostrar el mayor oropel posible en sus pasos procesionales y por mantener un mundo excluyente, solo para los Cofrades y Hermanos, que resurge como espectáculo social y televisivo una vez al año.
La Semana Santa hoy es una representación para la galería retransmitida al mundo por las televisiones y las cámaras de los móviles, espejo de un pasado remoto, atávico, donde el sentido de la vida era expiar un pecado original abstruso, y sufrir en éste valle de lágrimas lo que a cada uno le toque. Espectáculo orquestado por los penitentes, los nazarenos, con sus capirotes cónicos apuntando al cielo que ocultan el rostro, se supone que sufriente, que inspiran miedo más que fervor, sobre todo a los niños y niñas, cuando se mueven arrastrando los pies cubiertos con esas túnicas de vuelo ancho, el sambenito, cuyo origen se ancla en la vestimenta que se ponía a los condenados, una vez sometidos a la ordalía de la Inquisición, para su humillación pública camino del cadalso o la hoguera.
Parafernalia que hace de las procesiones de la Semana Santa—incluidas las torrijas— un espectáculo teatral y culinario que acentúa la comunicación fática, el entretenimiento, al que tan aficionados somos en esta piel de toro; diverso y diferente, único, respecto de la diversidad de espectáculos de todo tipo carentes del misterio en que te sumergen los nazarenos con sus velas, el incienso que acompaña a los pasos procesionales, el canto desgarrador de una saeta bien cantá, el silencio durante la marcha en algunas de ellas, y la pasión desbordada de algunos expresada en lágrimas que inundan sus retinas.