Me cuenta un niño amigo de doce años que él, de mayor, desea ser millonario, a secas. ¿Cómo?, pregunto. «Haciéndome youtuber», me transmite. ¿Y para qué quieres ser millonario?, insisto. «Para pagar y tener esto y aquello», concluye. Lo de menos aquí son los brillantes, más bien nebulosos, objetos de sus deseos. La cuestión es que se está educando, como la mayoría de la población infantil y «adulta», como todos lo hicimos, pero hoy, más si cabe, con una idea de la riqueza exclusivamente material. Porque hasta esa aspiración común, indisociable del concepto «éxito», como es «ver mundo», quizir: pagarse vuelos, hoteles y restaurantes, pasa a ser materia, «producto turístico», que así se llama: otra pertenencia más. Y esa, junto a una casa con piscina, coche/s, y una tele y cuatro teléfonos inteligentes para cada miembro de la unidad familiar, más un empleo exitosamente remunerado, donde «te toques las pelotas» todo el día (al margen de actualizar fotos y comentarios en tu dispositivo inteligente), un predecible destino atado a un puesto «para toda la vida», resultan ser las máximas aspiraciones para determinados miembros de esta sociedad de imitadores-comparadores. Pues qué bien. No me extraña que sus correspondientes psicólogos, pedagogos, terapeutas, coaches, farmacéuticos y demás intermediarios se estén poniendo las botas a costa de tanta insatisfacción perpetua, desubicación, ausencia de vocaciones, pasiones, que los imitadores aspirantes a «exitosos» destilan.
Y no lo digo por los niños, porque, en fin, que un niño, en su ingenuidad y tomando ejemplo (imitando, que es lo suyo), suelte su intención de hacerse millonario y hasta crea que es posible llegar allí arriba, a ese pedestal indefinido que no se sabe siquiera dónde está, qué vale y qué proporciona, pues se entiende. Por cierto, a mi amigo de doce años le pasaron hace unos meses, en el cole, un cuestionario para, literalmente, conocer si el niño es un «intelectual» (así, con esas palabras). Recuerdo que las preguntas giraban en torno a su posible naturaleza crítica, algo así como «¿cuestiona habitualmente las proposiciones dadas?». Me pregunto si están haciendo inventario de mentes peligrosas. Curioso es que a nadie se le ocurra un cuestionario para identificar a psicópatas en potencia; quizás porque abundan más de lo que se dice.
De cualquier manera, deseo aquí, abiertamente, y en contra del «sentido común» del sistema, que a mi amigo de doce años no le atraiga, no «le guste» ninguna de esas profesiones tecnoburocrátizadoras, cuyos temarios y protocolos vomitan al mundo peones, esclavos o tiranos, ingenieros o maquinistas, que igual da, colaboradores en la cadena de destrucción, nada inquietos por las consecuencias finales de lo que llevan a cabo. Ojalá suspenda, oh, sí, todas las asignaturas emparentadas con el «desarrollo tecnológico» y la «competitividad». Me alegraré, como buen amigo. Y es que lo prefiero como youtuber naif (hasta que el sistema estalle) antes que verlo licenciado y masterizado en una de esas disciplinas hijas de las ma-te-má-ti-cas y sus cuadrados derivados: protocolos, teorías, leyes inamovibles, inhumanas, enemigas del sentimiento, de la naturaleza, del arte, de la justicia. Ya vemos a qué sectores redirigen siempre los de arriba, amparados en el miedo y los números, en el eufemismo I+D+I (inversión, desarrollismo, imposición) a la maquinaria humana en prácticas: industria pesada, armas, químicos, minas, otra vez, ahora de «tierras raras», enarbolando el prostituido argumento «verde».
La última expresión del desarrollo científico-destructivo, su más logrado artefacto fue en su día la bomba atómica, producto final de sacrificadas, matemáticas mentes. Grandes empresarios y gobernantes se disputaron el invento. Parece mentira que en el año 2025 vuelva a estar «de actualidad» junto a los drones asesinos y demás basura, en boca de los «más preparados», integrados, autorizados, razonables, «racionales» y burros, al fin, de la clase. Muchos de ellos, con sus licenciaturas bajo el brazo, sus batas y uniformes, no sabrían ni escribir, de oídas, aquello de «ahí hay un niño que dice ¡ay!». Y es que muchos no-leen, pero ni carteles, ni etiquetas, ni prospectos, oiga, y eso se nota en partes, denuncias, informes, algunos de los cuales, a falta de puntos y comas (por ausencia de empatía y escucha hacia el emisor), terminan mal redactados y mal interpretados por el receptor, quizás con el envío a prisión o quirófano de algún inocente, como consecuencia última. Así, la marginalidad de las humanidades contrasta con el brillo y la eufórica promoción de profesiones «con salida», como si uno se pudiera saltar esa porción de humanidad, esto es, de atención a lo humano, necesaria en todo lo que se hace, tanto en letras como en ciencias.
La fidelidad a tu planeta y tus semejantes, a tu Tierra toda, incluido tú, pasa por la deserción y la renuncia al adoctrinamiento en un falso, venenoso, aniquilador «progreso», basado exclusivamente en la obediencia al temario y el billete, sin tiempo para los demás. No. La evolución, y el «éxito», han de medirse por lo que llevas ahí, en el corazón, donde hay más arte, lógica, sentido común y, por tanto, y a fin de cuentas, mayor riqueza que en un cerebro matematizado, hambriento de posesiones y control: de números. Lo que se lleva en el corazón no se estudia, ni se compra, ni se destruye: viene contigo de nacimiento, y puede, en todo/llegado el caso, germinar como una semilla que siempre estuvo ahí, soterrada, anulada por la presión del entorno, desatendida por el adoctrinador sistema educativo-productivo-destructivo.
Nadie lo suficientemente humano fracasa en un sistema que no está, ni se quiere que esté, a la altura del ser humano; igual que nadie gana una guerra, más que el insumiso y el desertor. Hay que ser muy mamarracho para promover y financiar un «rearme», otra expropiación de tierra de cultivo, una más macrorresidencia de ancianos. A eso lo llamo yo perder en la vida, integralmente.
Veremos lo que ocurre.