Hay que reconocer la gran habilidad con la que se ha construido la imagen del papa Francisco como líder progresista. Pensemos en la jugada maestra que fue proponerle a Javier Cercas que escribiera un libro sobre la visita del Papa a Mongolia. En el Vaticano le eligieron precisamente porque era ateo y anticlerical. Pensaron, con buen criterio, que eso daría más credibilidad al resultado final, que no tenía que ser un encargo sino una obra autónoma que el autor podría publicar donde quisiera. Acertaron de lleno. En El loco de Dios en el fin del mundo, el escritor, desde la discrepancia ideológica, trata a su protagonista con una simpatía indudable a la vez que se ríe de ciertos clichés anticlericales: “el problema es que a estas alturas ya no puedo ocultar mi desencanto por el hecho flagrante de que la Curia no está integrada por clérigos blasfemos que en antiguas catacumbas iluminadas por antorchas se entregan a misas negras, ritos satánicos y orgías con valkirias nazis amenizadas por sacrificios con machos cabríos y criaturas recién nacidas”.
En Mongolia, Cercas encontró a un misionero que empezó a despotricar contra Francisco por hablar mucho y hacer poco. Esta es una crítica muy común y en absoluto desencaminada: el Santo Padre argentino basaría su política más en gestos efectistas que en reformas de auténtico calado. Por eso, el vaticanista Vicens Lozano podía escribir, en un libro de 2021, que la “revolución” de Francisco se había quedado “muy coja”. A su entender, el papa actuaba con “parsimonia”, con una mezcla de pasos adelante y hacia atrás que no siempre resultaba fácil de entender. Pocos años antes, la revista Micromega mostró igualmente crítica con un polémico monográfico sobre “la fracasada revolución del papa Bergoglio”.
Nada de esto ha impedido que muchos compraran el relato del papa izquierdista. Se multiplicaron así elogios desmedidos con poca base en los hechos. Así, para el teólogo Jaume Flaquer, miembro de Cristianismo y Justicia, su pontificado representaba “el zenit de una Iglesia centrada en Jesús, inspirada por su misericordia y pacifismo absoluto, alentada por su acercamiento a todo tipo de márgenes de la sociedad”.
Dentro de esta línea hagiográfica, un editorial de El Periódico, con motivo de la muerte de Francisco, le calificaba de “papa contracultural”. A su vez, el periodista Pedro Ontoso le describía como un papa revolucionario. Habría conseguido, por ejemplo, que en la Iglesia las decisiones se tomaran “de una forma más colegiada”.
En realidad, la autoridad última, como siempre, continúa en manos del pontífice. La sinodalidad no tiene nada que ver con un parlamento: el Papa escucha a los demás y se supone que, en este proceso de diálogo, algo cambia en el su interior. Después hace lo que le parece que tiene que hacer por razones espirituales y no tanto por una cuestión de mayorías y minorías como en un sistema democrático.
En cuanto al protagonismo otorgado a las mujeres, que el propio Ontoso reconoce como insuficiente, está claro que aún no se han abordado los temas de auténtica importancia, en especial el sacerdocio femenino. Nos encontramos así frente a una versión curiosamente contradictoria: al mismo tiempo que se elogia a Bergoglio por ser un gran reformador, se reconoce que su mandato también dejó algunas cuestiones “a medias”. El propio pontífice, en su autobiografía, deja claro dónde está el límite. Primero, en términos vibrantes, proclama que la Iglesia es mujer y plantea la necesidad de desmasculinizarla. Eso, en la práctica, significa que pueda ejercer “roles de liderazgo” y que se estudie su acceso al ministerio diaconal. En cambio, se da a entender que plantear la cuestión del ministerio sacerdotal sería ir demasiado lejos. Eso es lo que parece decir Bergoglio cuando contrapone lo que, a su parecer, es el buen camino, con “cualquier reforma mundana fingida”.
Francisco, supuestamente, habría mostrado “una apertura incondicional hacia los divorciados o respecto al colectivo LGBT”. Lo cierto es que los primeros todavía siguen sin poder contraer nuevas nupcias por la Iglesia, aunque ya es algo que se diga que tienen derecho a los sacramentos. No obstante, no se estableció ninguna norma de ámbito general y se esperó que todo se solucionara con un discernimiento caso por caso. El papa, en su exhortación apostólica Amoris Laetitia, se mostraba a favor de ser comprensivos con las situaciones irregulares y las circunstancias “atenuantes”, pero este término presuponía, de forma clara, algún tipo de culpabilidad.
Bergoglio, en suma, no realizó ningún cambio doctrinal. Pese al nuevo estilo en las formas, especificaba un matrimonio, tras un divorcio reciente, no constituía el ideal propuesto por el Evangelio para el matrimonio y la familia. El mensaje, en cualquier caso, seguía siendo el mismo: Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza”.
Se trata de una cuestión de formas, no de verdadero contenido. Una cosa era la compasión hacia los divorciados. Se podía, sin faltar a la ortodoxia, estudiar qué tipo de sanciones se podían suprimir. Pero la comprensión, en modo alguno, implicaba rebajar las exigencias católicas.
Respecto a los transexuales, el aperturismo ha sido más bien tímido. Se ha aprobado su derecho al bautismo, pero solo cuando no exista riesgo “de causar un escándalo público o desorientación entre los fieles”. Respecto a la posibilidad de que sean padrinos de bautismo o padrinos de boda, eso se deja a la discreción y prudencia del sacerdote local.
El Vaticano seguía definiendo el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, sin abrirse a la legitimación de sexualidades alternativas. Fueron muy comentadas, como supuesta demostración de un nuevo espíritu, su aparente cuestionamiento de que él no era nadie para juzgar a un gay. En realidad, estas palabras eran una versión recortada y edulcorada de su verdadera afirmación, que no resultaba tan edificante: “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. Lo que el Papa quería decir, dentro de la más estricta ortodoxia, es que él no se veía legitimado para condenar a un homosexual siempre que éste controlara sus impulsos y no llegue a materializarlos. Ser gay no era, a su juicio, un delito, pero sí un pecado. Eso explica que, en 2010, cuando todavía ejercía como arzobispo de Buenos Aires, manifestara su rotunda oposición a la ley del matrimonio igualitario. Consideraba un profundo error que los niños crecieran en un entorno familiar donde, en contra de la voluntad de Dios, no iban a tener un padre y una madre.
Es un error calificar al Papa a partir de la distinción entre derecha e izquierda. El propio Francisco dijo que no le agradaba ser etiquetado como conservador y tampoco como progresista. Preguntar por eso era cosa de entomólogos y a él no le gustaba que lo catalogaran. En el mismo sentido cabe mencionar su rechazo a que lo etiqueten como el “papa de los pobres”. Eso no sería más que una caricatura o una ideologización que no tendría en cuenta que el Evangelio “está dirigido a todos y no condena a las personas, las clases, las condiciones, las categorías, sino más bien las idolatrías, como la idolatría de la riqueza”. Como podemos ver, aquí, Bergoglio, en la línea de la doctrina social de la Iglesia, deja a salvo el capitalismo y las jerarquías sociales para arremeter solo contra sus excesos más escandalosos. Lo suyo es el interclasismo de siempre.
A su muerte, Jordi Évole comentó agudamente que eran los demás los que habían hecho que pareciera más de izquierdas. El periodista se refería a que, a lo largo de su mandato, se había producido un desplazamiento hacia la derecha a nivel mundial: “El Papa llegó con Obama y se ha ido con Trump. Llegó con Kirchner y se va con Milei”.
Este contexto de creciente conservadurismo lo que explica que el diario El País considerase al moderado Bergoglio como “un vendaval social”. Se olvidó así muy convenientemente que el pontífice, “no se lleva bien con el racionalismo, que su entusiasmo por la democracia liberal es escaso o inexistente, que algunos de sus escritos rezuman nostalgia por el orden compacto de la cristiandad medieval”.
¿Es posible que Javier Cercas, el autor de la cita anterior, exagerara? No lo creemos. Francisco, en su autobiografía, recuerda que en el colegio donde se formó la verdad jamás era negociable. Insiste en la misma idea cuando afirma, con palabras de Lanza de Vasto, el pensador cristiano, que la peor mentira es “la verdad menos uno”. Esta forma de expresarse parece propia de un católico intransigente y no de un demócrata consciente de que, en un sistema pluralista, todos tenemos que ceder un poco en algo.