La crisis derivada de la COVID19 ha puesto de manifiesto la fragilidad de la estructura económica española, así como la ineficiencia del modelo territorial adoptado en la Constitución de 1978. La descentralización, como dogma granítico de la izquierda, se ha impuesto en la mentalidad de todos aquellos que se posicionan a éste nuestro lado del espectro político (y allende del mismo), aun cuando la realidad material empieza a cuestionarlo.
Los nuevos reinos de taifas hacen la guerra contra el virus por su cuenta, con poca lealtad y menos atino, mientras que el gobierno central explota la incompetencia de los caudillos que no son de su cuerda y esconde bajo la alfombra los patinazos de los suyos. Mientras, en el Congreso de los Diputados, se suceden los debates superfluos y los teatrillos de baja estofa, con políticos histriónicos vertiéndose toneladas de basura oportunamente, por simple electoralismo.
Entretanto, la ciudadanía se ve en medio del fuego de mortero de los hunos y los hotros y termina por resignarse cristianamente, incapaz de imaginar un mejor escenario donde, por lo menos, sus representantes tengan la voluntad de defender los intereses nacionales y los derechos de la mayoría trabajadora, en riesgo por las recetas que las élites europeas nos imponen para “superar” la crisis.
Si en la crisis de 2008 se impusieron los criterios de austeridad y ahorro, en la de 2020 se habla de inversión pública y de una especie de “Green New Deal” cuyos objetivos están íntimamente ligados a los de la Agenda 2030, cuyo pin portan orgullosamente los principales miembros del actual gobierno (PSOE-UP) y de la “oposición” (PP-Ciudadanos): transición energética, digitalización y robotización, teletrabajo y renta mínima. Esto es todo lo que necesitan las élites globales para seguir ganando ingentes sumas de dinero y recortar costes de producción sin que la mayoría afectada se atreva a siquiera piar, inmóvil por el miedo a un virus de dudoso origen. ¿En qué otra situación, sino excepcional como es la de esta pandemia, sería posible tamaña transformación?
Las consecuencias de la adopción de este modelo económico y productivo se traducen en el avance de la desindustrialización en España (incluyendo la demonización de la energía nuclear: barata, eficiente y segura), en el aumento del desempleo y la inestabilidad laboral (y precariedad derivada de ello) y en una dependencia creciente de los ciudadanos a las ayudas públicas, concebidas exclusivamente para impedir posibles e hipotéticos estallidos revolucionarios. En suma, incremento del peso del sector terciario low-end –de bajo valor añadido- en nuestra ya de por sí depauperada economía.
Este es el panorama para el que parece no haber alternativa, y que va a complicarse con los próximos recortes derivados las “reformas estructurales” que la Unión Europea nos exigirá ahora que hemos pasado a ser un país contribuyente (esto es, que da más de lo que recibe) para así mantener la estabilidad presupuestaria. O lo que es lo mismo: funambulismo de Estado y gimnasias varias para contentar al Imperio europeo sin convertir España en un polvorín.