Zorrilla.png

La fundación Helga de Alvear

11 de Julio de 2024
Guardar
https://www.museohelgadealvear.com/es/el-museo/

He aprovechado una excursión a Mérida para acercarme con mi mujer a la Fundación Helga de Alvear en Cáceres, donde se custodia la colección de una galerista que desde los años de la dictadura se repartía el mercado madrileño con otra leyenda de la época, Juana Mordó. Esta última fungía de musa de la vanguardia, mientras que a la Sra. Alvear le correspondía el papel de modesta María de marinas y temas conexos.

He visto muchos museos en mi ya larga vida. Pocos me han dejado huella, salvo naturalmente los grandes mutantes como el Prado, el Louvre, Il Bargello, el Hermitage, el Metropolitan, el Art Institute de Chicago, el Royal Albert y, casi por razones personales, el Pushkin de Moscú y el Institut of Modern Art de Boston, en especial sus Degas. Por supuesto, el MOMA de Nueva York tiene una relevancia especial. Con él demostró Peggy Guggenheim que era posible abrir y mantener un museo de arte contemporáneo.

La Fundación Helga de Alvear no solo compite favorablemente con todos ellos, sino que se ofrece al espectador como el lazarillo de la sensibilidad de nuestro tiempo, un guía marcado por un ojo infalible y una sensibilidad excepcional. Pero asentada sobre un método que es un cambio de paradigma. Estamos acostumbrados a un nacimiento de la modernidad que arranca con Manet leyendo a Velázquez, y así lo vimos en una excelente muestra en el Prado. Alvear prefiere arrancar el Big Bang en el sueño de la razón de Goya. No le falta razón. Si recuerdan ustedes el cuadro de Tiepolo, y hay copia en el Ministerio de Asuntos Exteriores, “Que nos traerá el nuevo siglo”, un ramillete de gentes de todo tipo y condición está de espaldas al pintor y mira desde una balaustrada al sol, no recuerdo si poniente o naciente. Por aquellos años decía Talleyrand que regía “la dulzura de vivir”. Sin duda para la gente como él, vieja nobleza francesa. El pueblo era otra cosa. Las artes recogían a esas buenas gentes, sometidas, pero alegres, jugando al pelele en la Pradera de San Isidro o llevando frutas y otros agasajos a la Condesa de turno mientras sonaba como fondo un elegantísimo fandango de Mozart, recuerden Las Bodas de Fígaro. Y llegó la Revolución francesa. Con ella, el garabato de David describiendo a Napoleon en los Alpes, prólogo del arte “ad demostrandum” de la Revolución francesa, no académico, sino soviético, piensen en el Juramento de los Horacios,  y sobre todo despierta a Goya. Este genio se había ejercitado en relatar la aparente armonía de un orden social que era como el orden natural y al que articulaba la razón. Y de pronto se encontró sumido en el horror de la guerra revolucionaria, luego a la revolución devorando a sus hijos, como un nuevo Saturno y finalmente el akelarre de todos los monstruos sacados a volar por la fiereza de un nuevo sujeto histórico, la nación, esto es, los antiguos súbditos,  soberanos ahora en virtud de la Revolución e incansables en su furia destructora. No había entonces un Capa para recoger las crueldades nunca vistas de lo que fue la primera guerra nacional de la historia. Tampoco hizo falta. Occidente se nutrió para ese cometido del cuaderno de apuntes de Goya.

En términos pictóricos, nada refleja mejor el cambio entre la guerra de reyes y la guerra de pueblos que La Rendición de Breda de Velázquez y La carga de los mamelucos de Goya. Desde entonces no hemos hecho, sino cultivar ese huerto odioso. En las trincheras fangosas de Flandes, en Bielorrusia y Ucrania, en los Balcanes… Allí donde se han enfrentado dos pueblos, el apunte de Goya se impone con su exactitud cruel y minuciosa. Pues en ese sueño de la razón empieza el Museo, que no sé si merece ese calificativo por su excepcional alcance y lucidez. Tras haber explicado donde va a empezar el recorrido y haber puesto como etapa final del comienzo el duro ejemplo de Antonio Saura, la Fundación se complace en llevarnos por un tobogán de obras expresión de sensibilidades privilegiadas que van abriendo puertas y ventanas tanto a la reflexión y a la crítica como a los sentidos.

El espectador se deja llevar, por tanto, y tanto talento y se siente pequeño al medirse con artistas capaces de expresar lo inefable de nuestro tiempo. La mayoría de ellos dejan atrás marcos, pinceles o escoplos y martillos para descubrir la realidad que les provoca con un medio distinto para cada obra. Digamos que buscan expresar por medios originales su asombro o desconcierto ante lo que sienten. Van Gogh dio la vida con el testimonio de pinceles, el marco y los óleos, cierto, pero estos artistas de hoy hacen vivir su tiempo sin sujeción a cánones de expresión y  crean su discurso sobre la disposición de materiales que dejan atrás pintura y escultura. Cada obra crea su musa y su lenguaje.  En ese encuentro entre el desafío y la respuesta, el artista se desnuda para recoger mejor el mensaje y poder transmitirlo con una originalidad deslumbrante. Eso supone un nivel de exigencia altísimo tanto por parte del creador como del coleccionista, ya que ninguno de los dos se remite a lenguajes frecuentados, sino que los va haciendo nacer para cada obra.

Todo ese cauce de testimonios va fluyendo sin tirones, galería tras galería, en un devenir sosegado al que ayuda un diseño arquitectónico cómplice. Eso se lo debemos a unos sentidos, tanto del autor como del coleccionista,  afinados en la exploración de límites, más allá de las tiranías de modas y mercados. Un museo, o lo que sea, muy especial, al que volveré en cuanto pueda y desde luego en cuanto se abra la ampliación, que me aseguran es inminente. Háganse un favor. Peregrinen a ese monumento, piérdanse por sus salas, recójanse ante tanto testimonio de pureza y dolor del mundo. Entiendan que por mucho que vengan de París o Berlín o Londres son ustedes periferia y que el centro está en esa humilde ciudad de provincias, ahora ya no humilde, sino alto monumento de civilización. Y tanto más encomiable cuanto su origen fue un país marginal en un tiempo no glorioso ni epónimo. Muchas gracias a la fundadora y a todo el equipo, ciertamente a la altura de la gentileza y hospitalidad de sus gentes. Y otra vez gracias. 

Lo + leído