20 de Febrero de 2025
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Teorías de futuro

La ciencia antropológica y la sociología coinciden al afirmar -y la realidad lo confirma- que la humanidad avanza hacia estadios de civilización que terminarán con la miseria y las diferentes formas de opresión que han afectado al ser humano desde hace milenios, aunque ese progreso se produzca de manera desigual. Eso no otorga la razón a Francis Fukuyama, que en su célebre ensayo "El fin de la Historia y el último hombre" defendió la idea de un mundo futuro en el que no habría conflictos ideológicos a causa de la victoria de la democracia liberal como sistema. Cuesta entender por qué Fukuyama hizo un análisis tan ingenuo, tal vez debido a que la Unión Soviética representaba un enemigo tan formidable que su caída hizo que muchos analistas subestimasen otros sistemas tiránicos igualmente colosales. Cito dos modelos que en 1990 ya existían y estaban muy consolidados: el islamismo en sus varias versiones y el comunismo chino, ambos con la suficiente pujanza como para constituirse en alternativas a las democracias liberales. En el caso del islamismo, en el marco de sociedades en las que rara vez y con grandes dificultades y limitaciones se ha afianzado el sistema democrático; y en el caso de China, porque su sistema híbrido ha sido elogiado en numerosas ocasiones durante las últimas décadas por ese Occidente que suele perdonar las violaciones de los derechos humanos por parte de sus socios comerciales, dando lugar a un mundo en el que los diferentes modelos autocráticos se están fortaleciendo y no extinguiendo, como parecía en los años ochenta con el final de las atroces dictaduras latinoamericanas.

Respecto al análisis político, económico y sociológico del final de la Guerra Fría y el derrumbe de la Unión Soviética, aún falta por dilucidar si el concepto que salió triunfante de esas ruinas fue el de la democracia liberal o el de la libertad de mercado. Me inclino a pensar que, para desgracia de todos, fue más el segundo, como lo demuestra el insuficiente desarrollo de los sistemas democráticos de Europa del Este desde la caída del Muro de Berlín. El establecimiento de regímenes dictatoriales en Rusia y Bielorrusia y el escaso desarrollo democrático de Bulgaria, Georgia, Hungría, Moldavia, Polonia y Rumanía revela que para estos pueblos el bienestar material era más importante que el Estado de Derecho. En elogio de España, cabe decir que entre las prioridades de los españoles en los años anteriores al final del franquismo no estaba únicamente la mejora de las condiciones materiales, sino la llegada a una tierra prometida de libertad, democracia y desarrollo pleno de los derechos humanos y civiles. Por eso España es hoy uno de los pocos países que pueden calificarse de democracias plenas.    

Es verdad que la desigualdad económica y social sigue siendo un problema grave en la mayoría de los países; que el desarrollo económico ha tenido un impacto devastador sobre el medio ambiente, causando cambio climático, deterioro de la naturaleza y pérdida de la biodiversidad; y que los sistemas democráticos se ven amenazados hoy por la desinformación a lo largo y ancho de todo el planeta. Pero, pese a todo, estoy seguro de que la humanidad se dirige y alcanzará un estadio de progreso y felicidad en el que se superarán todas las ideologías políticas y el ser humano será el centro del sistema y no, como ahora sucede, los intereses armamentistas, financieros, geoestratégicos o supremacistas. Estamos más cerca de ese objetivo que hace 200 años, pero ello no significa que en mitad de ese avance no puedan producirse dolorosos y sangrientos momentos de regresión. Poco antes de la Reforma, entre el campesinado del Sacro Imperio Romano Germánico era común el hambre, la explotación y la servidumbre, y la mendicidad era también habitual en las ciudades. Pese al caos de la República de Weimar, los ciudadanos alemanes de los años veinte y treinta vivían en condiciones materiales incomparablemente mejores que sus compatriotas del siglo XVI, aunque eso no evitara que judíos y eslavos padecieran su propio apocalipsis entre la noche de los cristales rotos en 1938 y 1945, y que se produjera una conflagración de dimensiones bíblicas que acabó con la destrucción de Alemania. La inmensa producción científica alemana entre 1850 y 1930, su larguísima tradición filosófica y literaria, el extraordinario nivel de formación de la sociedad germana en cuanto a educación superior, nada de eso impidió que el país cayera en la sima del nazismo. Alemania se recuperó tras la guerra gracias al Plan Marshall y al Acuerdo de Londres de 1953, que le perdonó más de la mitad de su deuda nacional, regional, municipal y privada, pero eso no convierte en menor el sufrimiento que millones de europeos y alemanes padecieron a causa del nazismo durante el período 1933-1945.

Lo mismo podemos decir en el caso de Estados Unidos si prestamos atención a los enormes avances sociales que se produjeron durante la llamada Era Progresista (1890-1920) y en el período 1954-1968, cuando las movilizaciones de los defensores de los derechos civiles dieron su fruto con la aprobación de la Ley de Derechos civiles en 1964. Esta disposición prohibió las diferentes discriminaciones que existían por motivos de raza y religión, entre otros avances. Pero no por ello se hace imposible que el presidente Trump lance una enérgica embestida, sesenta años después, contra derechos ampliamente consolidados, parapetado tras una Corte Suprema de la que ha elegido a la tercera parte de sus miembros. Los avances sociales, políticos y en cuanto a derechos humanos llegan para quedarse, pero no existe una garantía de que no puedan retroceder durante un tiempo. ¿Alguien en su sano juicio pensaba que en pleno 2024, después de 150 años de desarrollo del Derecho Internacional Humanitario se podía haber producido una quiebra de la ética (de Israel) y de la responsabilidad (del resto de naciones del mundo) como la que ha causado el actual genocidio de los habitantes de Gaza? España es otro ejemplo de avance constante en todos sus parámetros. Pese a la gravísima crisis de la vivienda y la precariedad laboral en cuanto a salarios bajos, temporalidad y falta de empleos de calidad como los de la industria, hoy estamos en uno de los mejores momentos de nuestra historia, salvo para quienes lo simbólico es más importante que lo material y piensan que en el siglo XVI, cuando no se ponía el sol en el Imperio español mientras el pueblo vivía en la miseria, España era un país mejor.

Hay muchas más democracias en el mundo hoy que hace un siglo; el transporte y las telecomunicaciones se han desarrollado de una forma impensable para los seres humanos de hace 150 años; indicadores de calidad de vida como la alfabetización, el acceso a estudios superiores y a servicios de salud o el aumento de la esperanza de vida mejoran constantemente a nivel mundial, pero eso no será obstáculo para que se produzca un conflicto planetario o para que la libertad y los derechos civiles retrocedan en Estados Unidos, Europa y otros lugares debido al ascenso de la ultraderecha. En países como Brasil ya hay señales nítidas de que el sistema democrático, hostigado por el fanatismo evangélico en alianza con las diferentes ultraderechas, puede convertirse en una teocracia en un plazo de menos de dos décadas. Es el mundo en el que nos ha tocado vivir, ese en el que coinciden en el tiempo un convicto demagogo al frente de Estados Unidos, rodeado de insensibles millonarios y de una camarilla de indeseables de infame trayectoria personal y laboral; un tirano liderando Rusia; y otro dictador como Xi Jinping, que no tendrá reparos a la hora de anexionarse Taiwán al precio que sea, causando una convulsión de alcance mundial muy superior a la de la invasión de Ucrania.

Cuando hablamos con miembros de la izquierda de Cuba o Nicaragua se esfuerzan en decirnos que en sus países hay democracia, lo cual significa que, más allá de que no sea cierto, conceden un prestigio enorme (aún) al modelo democrático, algo lógico si tenemos en cuenta que varios países de América Latina adoptaron hace casi dos siglos principios del Código Napoleónico en diferentes ámbitos de sus sistemas legales. Esa impronta legal y cultural contribuyó enormemente a que la democracia, el respeto por la legalidad, la propiedad privada y los derechos humanos se convirtieran en aspiraciones legítimas en la América Hispana, largamente perseguidas por los movimientos sociales a lo largo del brutal y sangriento siglo XX. Pero el concepto de democracia liberal no significa nada para Xi Jinping ni para millones de ciudadanos de esa Asia indescifrable e inmensa en la que Max Weber no veía las condiciones socioculturales necesarias para la implantación del capitalismo, idea en la que profundizó Karl Wittfogel a través de su extensa obra Despotismo Oriental, que se inserta en la corriente antropológica de la ecología cultural. El presidente chino, como cualquier otro líder de un imperio solo otorga importancia a los intereses geoestratégicos y a una cierta estabilidad interna sin la cual China sería ingobernable. Son muchos los factores que hacen muy difícil ver el futuro con optimismo. Pero el mundo no dejará de progresar y será un lugar mejor a medida que el tiempo avance, sin duda, aunque eso no significa que no podamos vivir aún noches especialmente duras, largas, violentas y tenebrosas, y puede que el primer tañido fúnebre de nuestro tiempo sea el final de la democracia en Estados Unidos.

Pero el trumpismo, incluso después de sobrevivir durante un tiempo a Trump desaparecerá, tal como lo hicieron otras formas de atraso y opresión a lo largo de la historia humana, aunque antes es perfectamente posible que cause guerras, persecución política, inestabilidad económica, miseria extrema, discriminación, injusticias, excesos de todo tipo y un enorme sufrimiento a millones de seres humanos. Y será entonces cuando las democracias entenderán que los sistemas liberales no disponen de la capacidad de contener a todos sus enemigos y que estos deben tener límites claros en su actividad pública. Entenderemos que fue un enorme error y una estupidez que alguien que alentó un golpe de Estado lanzando a las masas contra el Capitolio fuera rehabilitado políticamente hasta el punto de poder presentarse de nuevo a la elección presidencial. Comprenderemos también que la libertad de expresión no puede amparar discursos de odio. Prohibiremos sin complejos la actividad de los medios de comunicación que no utilizan fuentes y que mienten de manera constante acerca de temas científicos y políticos, socavando desde dentro los sistemas democráticos. Erich Fromm vivió la tempestad ideológica del período de entreguerras y solía decir que, para saber si una ideología es buena o mala, solo había que imaginarla en su máximo desarrollo. El trumpismo se nutre de masas que han crecido normalizando las diferentes formas de discriminación y odio en un país que abomina la solidaridad y la compasión, calificándolas como comunismo. No es extraño, por tanto, que quien ha sido discriminado encuentre alivio o placer en discriminar y señalar a los demás. La aspiración final de este abyecto movimiento es la aniquilación del disidente, la perpetuación de las desigualdades y los sistemas jerárquicos que categorizan a los seres humanos y la creación de un nuevo orden totalitario. Incluso si esto se hiciera real y las diferentes ultraderechas del planeta arrasaran los sistemas democráticos, el mundo resultante tras la vorágine de odio, ignorancia y maldad volvería a las fórmulas ya conocidas de democracia, libertad, solidaridad, cooperación y multilateralidad que nos han traído los estándares más altos de progreso y bienestar, creando nuevos y más eficaces anticuerpos contra el totalitarismo, como ya se hizo en 1945.

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