«No somos más que uno de los campeones de los derechos de la humanidad». Woodrow Wilson, 1917.
Con esta frase, entre otras, el presidente Wilson rompía el sempiterno aislamiento estadounidense para justificar la entrada de su país en la Primera Guerra Mundial frente a lo que denunció como poderes oscuros y totalitarios.
Fue un cambio mayor en la política exterior norteamericana. Desde aquel momento, no ha habido presidente de los Estados Unidos capaz de devolver el país a sus fronteras. Siempre ha prevalecido la presunción de ser un «faro mundial de los derechos y libertades» y, por tanto, de la imposibilidad ética de construirlo en casa y negárselo al mundo. Y, con esta filosofía, la gran potencia ha justificado la mayor parte de sus intervenciones en política exterior desde hace un siglo.
Como es obvio, cabe interpretar las razones subyacentes tras esta proclama. En cualquier caso, sí hubo una coherencia entre estos principios y la participación norteamericana en la Segunda Guerra Mundial contra potencias agresoras, totalitarias y despreciadoras de lo más elemental respecto a los derechos humanos. Al final de la contienda, los Estados Unidos pudieron — tanto de cara al exterior como a ellos mismos — sostener la nobleza de su esfuerzo y de su papel en el mundo.
En esta sintonía se enmarca la creación de la ONU, su sede norteamericana y, aspecto no menor, la sanción para la fundación del estado de Israel en 1948. En ello, los hebreos se beneficiaron de la inmensa corriente de simpatía internacional tras el horror del Holocausto. Y, en lo mismo, no encontraron valedor los cientos de miles palestinos no judíos, abandonados a su suerte en una terrible Nakba — catástrofe — que no ha hecho sino acentuarse hasta el momento actual.
Después de 1945, lo de «faro mundial de los derechos y libertades» estadounidense ha sido muy cuestionado. Sobre todo por la evidencia de los hechos. De estos, pongo a título de ejemplo los millones de vietnamitas masacrados en una guerra sin sentido ni futuro. Demasiados cadáveres sin valedor. O sin valedor a los ojos de los que importan o mandan. Como los gazatíes hambrientos acribillados por el ejército israelí cuando se agolpaban por un bocado.
Ignoro los últimos porqués del respaldo sin fisuras de Estados Unidos a Israel desde 1948 — donde se compraron votos en la histórica sesión plenaria de la ONU — hasta ahora mismo. He leído de todo: un «son de los nuestros», la inercia de la Guerra Fría y la geopolítica o la tremenda fuerza del lobby judío en los medios, la opinión y la política estadounidense . Y ahí me pierdo; invito a quien tenga mejores datos que los ofrezca.
En cualquier caso, considero mi deber denunciar el respaldo estadounidense a Israel como vergonzoso, criminal y culpable. Cómplice. El siete de octubre pasado, los milicianos de Hamás sorprendieron al estado hebreo y llevaron a cabo una horrenda carnicería. Más de 1300 muertos. Nadie niega la crueldad de este crimen masivo contra una población desarmada y desprevenida. Pero sí cabe denunciar una respuesta israelí desproporcionada, que ya asciende hasta 23 muertos palestinos por cada víctima judía.
Una venganza siniestra ejecutada sobre lo más débil de la población civil, destruyendo todo tipo de infraestructuras locales. Y, más aun, haciendo la franja inhabitable — sembrándola de sal, al modo del medievo —. Como si, a este lado de la verja, esperaran miles de nuevos colonos dispuestos a ampliar el «Gran Israel» soñado por la ultraderecha étnica, religiosa y nacionalista hebrea. La acción israelí va, por tanto, mucho más allá de una réplica exagerada a la bárbara masacre de Hamás. En este sentido, se puede interpretar como un intento de aprovechar la «ventana de oportunidad» para «acabar el trabajo» de los padres fundadores. Sionismo, en grado puro: confeccionar un «lebensraum» hebreo «limpio de impurezas». Ejecutado, por si fuera poco, por los descendientes de los supervivientes de la barbarie nazi. Y todo, delante de nuestros ojos.
Solo que, ahí hacinados, aún esperan dos millones de seres humanos desprovistos de casa, comida, agua o atención sanitaria. La historia reciente tiene una terrible experiencia de cómo la ultraderecha puede emplearse con lo que considera poco menos que un «colectivo residual», interpuesto en sus planes.
Pero, insisto, ahí tienen a los Estados Unidos — y no precisamente bajo una presidencia ultraderechista — sancionando la masacre y vetando cada resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que exige un alto el fuego inmediato. Falta les haría repasar qué hicieron y por qué contra los nazis y el Japón Imperial. ¿Por qué murieron tantos chavales en las playas de Normandía?